LA VICTORIA DEL PASADO
Artículo
de Xavier Pericay en “ABC” del 12.03.08
Por su interés y
relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web.
Todo el mundo parece coincidir, a
estas alturas, en que la victoria electoral socialista se ha cimentado
principalmente -más allá de la ayuda que haya podido prestarle, muy a su pesar,
el propio Partido Popular- en dos factores. Por un lado, en el índice de
participación; por otro, en los resultados de Cataluña y, en menor medida, en
los del País Vasco. Como el primer factor representa, sin lugar a dudas, un
triunfo de la democracia -otra cosa es el método utilizado por los estrategas
del PSOE para inducir a esta participación-, pocas enseñanzas podrán sacarse de
él, como no sea la de que el objetivo de cualquier formación política debe ser,
en unas elecciones, que acuda a votar el máximo número de gente y que la
mayoría de esta gente, a ser posible, vote por la sigla de esta formación. Del
análisis del segundo factor, en cambio, sí pueden extraerse, a mi juicio,
provechosas lecciones.
En Cataluña los socialistas han
logrado el mejor resultado de su historia en unas elecciones generales: 25
escaños y un 45,33 por ciento de los votos. Es cierto que en 1982 ya obtuvieron
unos números similares -los mismos escaños e incluso unas décimas más en
porcentaje de voto-. Pero el contexto era muy otro. Baste recordar que hace un
cuarto de siglo el partido socialista consiguió en toda España 202 diputados y
un 48,11 por ciento del sufragio, o que en la Comunidad de Madrid, por poner un
ejemplo significativo, sacó entonces 18 diputados y un 52,09 por ciento del
voto emitido. Quiero decir que en 1982 los resultados del socialismo catalán
formaban parte de una oleada mucho más amplia, concretada en el famoso «cambio»
que iba a caracterizar, durante más de una década, la política española.
También los socialistas del País
Vasco lograron el pasado domingo el mejor resultado de su historia en unas
generales: 9 diputados -si el recuento final, una vez abierto el correo, no lo
desmiente- y un 38,09 por ciento del sufragio. Con el añadido de que en este
caso el triunfo lo ha sido en términos absolutos, puesto que los números de
1982 -que son los que más se acercan en porcentaje de voto- se hallan muy lejos
de los actuales.
Por otra parte, todo indica que,
tanto en una como en otra Comunidad, el crecimiento socialista se ha producido
a costa de la izquierda y del nacionalismo. Así, en lo tocante a Cataluña, el
mayor trasvase procede de ERC, que ha perdido un 50 por ciento del porcentaje
de voto con respecto a 2004, y en grado mucho menor de ICV-EUiA.
CIU, en cambio, no parece haberse visto afectada por lo que algún político ya
ha bautizado, con su habitual torpeza, como «el tsunami bipartidista», por
cuanto la federación ha obtenido un porcentaje incluso superior al de hace
cuatro años. Distinto es el caso del País Vasco, aunque sólo sea porque aquí
las ganancias socialistas no provienen únicamente de EB-B, la franquicia vasca
de Izquierda Unida -su caída ha sido tan retumbante como la de ERC-, sino
también del PNV y EA. Con todo, el hecho de que la izquierda vasca y la
catalana posean un fuerte componente nacionalista permite colegir de todo lo
anterior que, en ambas comunidades, el socialismo ha crecido básicamente a
expensas del nacionalismo.
Llegados a este punto, bueno será
preguntarse por las causas del fenómeno. Sobre todo cuando lo acontecido en la
pasada legislatura, si algo parecía presagiar, era justo lo contrario. En
efecto, ¿cómo es posible que la gestión de los asuntos internos en ambas
Comunidades, lejos de pasarles una gravosa factura, haya premiado a los
socialistas de uno y otro lugar? ¿Cómo es posible que la gestión del proceso de
reforma del Estatuto catalán, de la crisis de las infraestructuras -desde el
hundimiento del túnel del Carmelo hasta los socavones del AVE, pasando por los
colapsos en aeropuertos y carreteras-, no haya afectado lo más mínimo, sino al
contrario, a la suerte de los socialistas catalanes en las urnas? ¿Cómo es
posible que el protagonismo de los socialistas vascos en la negociación
política con ETA, su obscena exhibición pública junto a los cómplices de los
asesinos, les haya llevado a obtener unos resultados electorales nunca vistos?
Dejemos a un lado, una vez más, las torpezas y las limitaciones de la
oposición, y llegaremos probablemente a la conclusión de que en ambos casos ha
funcionado, casi con la precisión de un reloj, una estrategia que el propio
PSOE puso en marcha nada más recuperar, el 14 de marzo de 2004, el poder -si no
antes-, y que tuvo en sus socios parlamentarios unos fieles aliados.
Esa estrategia guarda relación con
el pasado, con la apelación al pasado. Y no me refiero ahora a la utilización
machacona de la guerra de Irak, del 11-M o de la fotografía de las Azores, sino
a un periodo mucho más remoto. En otras palabras: para muchos ciudadanos de
Cataluña, que el AVE no llegara a Barcelona cuando se le esperaba no era un
problema imputable a la gestión del Gobierno socialista, sino a España.
Y, para muchos del País Vasco, que
ETA y todo su entramado camparan a sus anchas pese a la existencia de un Pacto
por las Libertades y contra el Terrorismo y de un marco jurídico que los ponía
a todos inequívocamente fuera de la ley, tampoco era un problema imputable a la
política del Gobierno socialista, sino a España. ¿Y qué era, qué es España, tal
vez se pregunten ustedes? Muy simple: en la periferia nacionalista, España era
y es la derecha, o sea, el Partido Popular.
Por eso una de las primeras medidas
del Gobierno socialista en 2004, con su presidente al frente, fue la apertura
del debate sobre la famosa «ley de la memoria histórica». No tanto por lo que
la ley pudiera aportar, como por lo que podía aportar, a lo largo de cuatro
años, el propio debate. Un enconamiento, una resurrección de las viejas
rencillas, una división maniquea entre buenos y malos -eso es, entre presuntos
vencidos y presuntos vencedores-. Por supuesto, quien se opusiera al recorrido
de la ley -decían sus valedores: socialistas, comunistas e independentistas
republicanos- no merecía consideración alguna. Peor aún: es que algo tenía que
esconder. De ahí que el Partido Popular, por el mero hecho de negarse a
secundar semejante iniciativa, quedara estigmatizado como el heredero de la
dictadura, mientras que la izquierda y el nacionalismo gobernantes, por el mero
hecho de promoverla, se convirtieran de facto en los reales herederos de la
democracia.
Lo demás ha sido tirar de la
cuerda. El pasado da para mucho. Y, a medida que se acercaba la cita con las
urnas, el recurso al fantasma del franquismo, al peligro de que volviera la
derecha de siempre, la tan sobada «derechona», ha
bastado para movilizar en torno a la única opción con posibilidades de victoria
a todo el conglomerado de izquierda y nacionalista. Así pues, que nadie se
llame a engaño: lo que ganó el pasado domingo no fue el socialismo, sino un
remedo bastante patético del antifranquismo. De lo
que se sigue que ganó el ayer, cuando no el anteayer. Y de lo que se sigue,
también, que la única forma de hacerle frente es apostar decididamente por una
opción de futuro.