EL ESTATUTO, EL NACIONALISMO CATALÁN Y RODRÍGUEZ
ZAPATERO
Artículo de Miquel Porta Perales, crítico y escritor, en “ABC”
del 05 de abril de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
Para entender
lo que se cuece en Cataluña -desde la discusión, elaboración y aprobación del
nuevo Estatuto-, hay que partir de un hecho consumado y un interés electoral.
El hecho consumado: el nacionalismo catalán -de derecha e izquierda- ha dado un
paso adelante y ya no se pregunta por el «ser», sino por el «estar». De ahí que
el nacionalismo catalán impulsara un nuevo Estatuto sin que, propiamente
hablando, existiera demanda ciudadana. El interés electoral: el PSOE, para
acceder primero al poder y mantenerse luego en el mismo, necesitaba consolidar
y aumentar ese granero de votos socialistas que es Cataluña. De ahí que
Rodríguez Zapatero prometiera respetar el nuevo Estatuto que surgiera del Parlament -promesa que cumplió a medias- con el doble
objetivo de connotar negativamente a un PP que se opondría y captar parte del
voto frontera que el PSC comparte con CiU. Vayamos por partes.
Como
se sabe, desde mediados del XIX, el nacionalismo catalán se ha obsesionado por
la cuestión de la identidad. Por la cuestión del «ser». Inspirándose en la
línea teórica que conduce de Ernest Renan a José Stalin, el nacionalismo catalán concluye que
Cataluña es una nación al constituir una comunidad diferenciada dotada de
voluntad de ser y de identidad, lengua, cultura, carácter e historia propios.
El uso de lo «propio» -construido gracias a un proceso de mitificación,
imaginación, manipulación, olvido o exclusión de la realidad del otro- es la
expresión de una afirmación heráldica que se formula para marcar la diferencia
con lo «impropio», es decir, lo español. Pero en la definición del «ser» hay
algo más: la creencia -ahí radica el secreto de la obsesión identitaria-
de que Cataluña, por el hecho de ser una «nación», tiene derecho a decidir
libremente su futuro. Verbigracia: a Cataluña le correspondería, por definición
-por ser lo que dicen que es-, un Estado propio. Superada la cuestión del «ser»
-el «ser» nacional de Cataluña es dogma de fe para el nacionalismo catalán de
derecha e izquierda-, concebida España como lo exterior, el «estar» irrumpe en
esta historia.
Que
la cuestión del «ser» está resuelta, que la cuestión del «ser» está presente en
la vida cotidiana de los catalanes lo quieran o no -el nacionalismo actúa sobre
el subconsciente individual-, se constata en la existencia de un «nacionalismo
banal» (Michael Billig) que se percibe en los
símbolos, la lengua, la terminología oficial, la rotulación callejera, la
estructura administrativa, la escuela, la cultura, la información
meteorológica, los mapas, el deporte o el ocio. En este sentido, Cataluña
transmite una imagen que podríamos calificar de Estado o casi Estado. Con la
cuestión del «estar» ocurre algo similar. En Cataluña se advierte ya un
nacionalismo banal del «estar» que, como un rizoma, emerge aquí y allá bajo diversas
manifestaciones retóricas y prácticas. Manifestaciones retóricas como -dejando
a un lado las consabidas de ERC o CiU- las de José Montilla -presidente de una
institución del Estado llamada Generalitat de Cataluña- cuando habla de
«construir Cataluña» y de «horizonte nacional» al tiempo que -dice- «está
preparado para enfrentarse» a una eventual sentencia negativa del Tribunal
Constitucional por lo que hace al nuevo Estatuto. «Nada impedirá convertir en
hechos nuestra voluntad de autogobierno», concluye. Otro socialista catalán -Ernest Maragall, consejero de Educación de la Generalitat
de Cataluña- afirma que «ahora toca decidir qué queremos que sea Cataluña, cómo
pensamos conseguirlo, con qué herramientas, con qué amigos, con qué estrategia
europea». Y el consejero, que habla del pacto Cataluña-España (!), sostiene
que, con independencia del Tribunal Constitucional, sólo hay que atender lo
«que nos marque nuestra propia ambición» y, por tanto, «de ninguna manera
debemos quedar atados de pies y manos esperando atemorizados lo que una docena
de juristas puedan decidir por nosotros». Es cierto que muchos socialistas se
desmarcan del soberanismo y que algunas declaraciones
rebosan tacticismo electoralista ante las elecciones
autonómicas de este otoño. Pero las palabras están ahí.
Lo
que también está ahí, como decíamos, son las manifestaciones prácticas del
nacionalismo banal del «estar» que se manifiestan en el nuevo Estatuto. Algunos
ejemplos: la equiparación de «nación» y «nacionalidad», la incorporación del
término «nacional» a los símbolos de Cataluña, la existencia del Consejo de
Garantías Estatutarias, algunas funciones del Tribunal Superior de Justicia de
Cataluña, la creación de un espacio catalán de relaciones laborales, la
bilateralidad, el sistema de financiación y, por supuesto, la deriva
monolingüe. Al respecto de la lengua, sirve de poco que se diga que «todas las
personas tienen derecho a utilizar las dos lenguas oficiales y los ciudadanos
de Cataluña el derecho y el deber de conocerlas», si antes se afirma que «el
catalán es la lengua de uso normal y preferente de las Administraciones
públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña, y es también la
lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza».
Y hablando de la escuela, ahí tienen ustedes una la Ley de Educación de
Cataluña -surgida del nuevo Estatuto- que no observa el currículum escolar
común, crea un cuerpo propio de funcionarios que dificulta el traslado entre
Comunidades e incumple la tercera hora de castellano ordenada por el Gobierno.
¿Qué
ocurre? Que el modelo autonómico está desbordado, que la deriva confederal ha
hecho acto de presencia, que los partidos políticos catalanes -excepción hecha
del Partido Popular y Ciutadans- están inmersos en la
denominada construcción nacional de Cataluña, que Cataluña está en un proceso
acelerado de nacionalización y reivindicación nacionalista con el objetivo de
alcanzar -de momento- una nueva redistribución del poder según la cual el
Estado -residual- sería una suerte de Comunidad Autónoma de Cataluña. ¿Por qué
hemos llegado aquí? La respuesta está en Cataluña, y de ello ya hemos hablado.
Pero la respuesta también está en un Rodríguez Zapatero que, por oportunismo
político -a ello nos hemos referido en el primer párrafo-, ha favorecido que
ocurra lo que ocurre. Por eso, a Rodríguez Zapatero le interesa una sentencia
favorable del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatuto. Así, podría
contar con los apoyos de CiU y ERC en el Congreso y no se dañaría la imagen de
un PSC -sigue el granero catalán- que del nuevo Estatuto ha hecho bandera. Pero
si la sentencia fuera parcialmente desfavorable, a Rodríguez Zapatero la cosa
le saldría razonablemente bien.
En
Cataluña, la culpa recaería sobre el PP -que presentó el recurso de
inconstitucionalidad- y los socialistas catalanes capitalizarían una parte del
voto descontento al tiempo que se haría inviable un posible pacto entre PP y
CiU. En el resto de España -poco proclive al nuevo Estatuto-, la sentencia
desfavorable sería capitalizada por unos socialistas que acatarían de buen
grado el recorte del Tribunal Constitucional. Blancas o negras, Rodríguez
Zapatero sale ganando. En definitiva, la astucia de un político con poca
ideología y poco sentido de Estado, pero mucho olfato electoral.
Más
allá del cálculo electoral, está un nacionalismo catalán que, inasequible al
desaliento, sigue su camino sin prisa pero sin pausa. Quiere -afirma- «saltar
la pared». Mientras tanto, Rodríguez Zapatero contempla, sonriente, el espectáculo
a mayor gloria de sus particulares e intransferibles intereses. ¿Se acabará la
diversión? ¿Llegará el Tribunal Constitucional y mandará parar?