DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL A LA INDEPENDENCIA.
PASANDO POR QUEBEC
Artículo de Jordi Pujol publicado en el “Centre d´Estudis Jordi Pujol” del 25-1-11
Por su interés y relevancia he seleccionado
el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Con un breve comentario al final:
DE HOMBRE DE ESTADO A
HOMÍNIDO ETNICISTA PREMODERNO
Luis Bouza-Brey (2-2-11)
Podría ocurrir que de aquí a un tiempo en el tema de la relación entre España y Catalunya nos tuviéramos que enfrentar al dilema siguiente: o la España que el Tribunal Constitucional ha dibujado, bajo presión descarada del PP, posición entre ambigua y bajo mano también contraria del PSOE y el apoyo mayoritario de la opinión pública española, o la independencia.
Hace unos años parecía que podríamos evitar esta disyuntiva. Hace treinta, o treinta y cinco años, e incluso hace diez años parecía viable que una evolución favorable de la interpretación de la Constitución y los efectos positivos de una colaboración política, económica y de hábitos convivenciales entre Catalunya y España fuera consolidando una estructura del Estado español que permitiera el reconocimiento claro y consolidado de la personalidad propia y diferenciada de Catalunya. Con respeto y garantía de la identidad, con una grueso de competencias que realmente significara un autogobierno muy importante y con la financiación adecuada para atender bien a sus ciudadanos y elaborar y aplicar proyectos colectivos ambiciosos. Naturalmente, todo ello comportaba una contribución leal y a fondo por parte de Catalunya al progreso democrático, económico, social y de prestigio de España. Es lo que, en algunas ocasiones, desde estos editoriales hemos denominado el proyecto Vicens Vives/Espriu.
Esto ha fracasado. Desde hace unos años se ha ido consolidando un modelo
homogeneizador, de techo competencial muy bajo, es decir, de autogobierno muy
limitado y sometido a un creciente ahogo financiero.
Esto encaja completamente con la concepción de siempre de España, con el
objetivo que siempre ha tenido: un poder político unificado, una centralización
económica y una uniformización lingüística y cultural de signo castellano. Es
el final de Catalunya como nación, lengua y conciencia colectiva. No mañana
mismo, pero sí a pocas décadas vista. A través de un proceso gradual de
marginación y de residualización de la catalanidad.
Porque a estas alturas es ingenuo pensar que se podrá frenar el proceso de ir
atornillando la Autonomía, y de hecho la identidad, el autogobierno y la
economía de Catalunya con nuevas negociaciones, como pretenden aún algunos
socialistas catalanes. Si algún cambio puede haber, de momento, es más fácil
que sea para mal que para bien.
Por lo tanto, la alternativa a esto ahora tan solo podría ser la independencia.
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Como acabamos de decir, durante muchos años el nacionalismo catalán mayoritario
no ha sido el independentista. Ha jugado la carta de un autonomismo que
garantizara política y administrativamente un techo alto, económicamente viable
y con garantía identitaria. Y rehusaba los
requerimientos que algunos sectores le hacían de que se adhiriera al
independentismo. Tenía argumentos para hacerlo.
Ahora ya no los tiene.
Ahora puede tener argumentos de viabilidad (no de viabilidad económica. Una
Catalunya independiente es viable). También de voluntad de no poner en peligro
la cohesión interna catalana. Pero incluso este argumento pierde peso a medida
que se acentúa tanto y tanto el trato económico discriminatorio, con
repercusiones sociales y humanas. Ahora no tiene argumentos políticos y cada
vez menos, argumentos sentimentales. O económicos.
La opción independentista es de difícil realización. La otra, la que nos impone
España, la de los partidos españoles y de las instituciones españolas, no es
tan difícil porque equivale a rendirse. Y a aceptar la marginación y el ahogo
de Catalunya. Por lo tanto, fácil. Pero es nuestro final colectivo.
Llegado el caso, alguna gente, que jamás hubiera soñado hacerlo, votaría
independencia.
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Hubiese habido un modo de evitar esto. Que se hubiese aceptado que Catalunya es
un pueblo con personalidad propia, con derecho a ser respetado y considerado
como tal. Y eso era posible dentro de España.
Pero requería, en primer lugar, no negarse a la evidencia. Y a la justicia. Y,
por lo tanto, no negarle el derecho a su identidad y a un autogobierno adecuado
a su Historia y a su vocación. Cosa que era posible pese a que la Constitución
acabara incorporando la generalización autonómica. Pero de forma que dejaba la
puerta abierta a los hechos diferenciales. Una puerta que pronto se cerró (con
la excepción de los derechos históricos del País Vasco y de Navarra, y los
conciertos correspondientes).
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Pero ahora ya es un criterio muy general que el «café para todos» fue un error, y peor aún ha sido la forma en que se ha llevado a cabo y la forma en que se quiere culminar su aplicación. Lo dice ya, sin ambages, gente de primera fila tanto del PSOE como del PP. Sin ir más lejos, ayer lo dijo José Bono. Toda una sorpresa. Algunos, pocos de momento, incluso dicen que quizá existiría la posibilidad de reconducir esta situación. Hablan, por ejemplo, de que hay que admitir que «Catalunya es el Quebec de España».
Quebec no estaría bien en Canadá, ni tratado correctamente si se le equiparara
a Alberta, Labrador, Ontario o la Columbia Británica, territorios de raíz
inglesa, anglófonos y de origen histórico muy diferente al de Quebec.
En su momento esta hubiese sido una buena solución. ¿Ahora es posible?
En cualquier caso, entre la independencia y ser el Quebec español mucha gente
votaría lo segundo. Pero podría ocurrir perfectamente que para España el estatus
de Quebec fuera tan intolerable como la independencia.
Mientras esperamos el día de un hipotético referéndum oficial y vinculante, los
catalanes sí que tenemos un objetivo muy claro: reforzarnos internamente. En
economía, en creatividad cultural, en el refuerzo de nuestra sociedad civil…
Sin esperar demasiada ayuda ni demasiada justicia. Pero con la confianza que
nos da una constatación: en Catalunya tenemos país. Hay gente con iniciativa.
Ahora también, pese a la crisis y la hostilidad española. Y mientras haya país
habrá futuro. Y el país irá aplicando día a día su derecho a decidir.
Breve comentario final:
DE HOMBRE DE ESTADO A
HOMÍNIDO ETNICISTA PREMODERNO
Luis Bouza-Brey (2-2-11)
Tiene razón Pujol: España, como cualquier
Estado democrático, no puede aceptar la confederación con una parte de su
territorio, en la que no rija la Constitución y el ordenamiento jurídico común,
en la que se suprima el idioma común y cooficial, y en la que se elimine la
igualdad derivada de un sistema financiero sin privilegios. Las previsiones de
Pujol y el nacionalismo catalán fueron erróneas: la Constitución no puede dar
paso a la Confederación, que es lo que siempre han pretendido de una manera
solapada. Y el sistema de Concierto debería ser derogado para todos los
territorios españoles, sin permitir la subsistencia de privilegios precontemporáneos contrarios a la igualdad y la solidaridad
democráticas de la modernidad.
Por eso los nacionalistas catalanes están en
su derecho de reclamar la independencia, y quizá les convenga a ellos ---no a
Cataluña, distingamos--- reclamar la independencia para salirse al nicho extraeuropeo, abandonar el mercado español y eliminar por
la fuerza el pluralismo de la sociedad catalana para homogeneizar a toda la
población pasándola por el “adreçador” etnonacionalista y neofranquista.
Pero la independencia sólo se puede obtener
mediante una reforma constitucional aprobada por el conjunto del pueblo
español, cuando éste esté harto de chantajes, irracionalidades y privilegios.
Otros caminos constituyen sedición, implicarían la suspensión de la autonomía
de acuerdo con el art. 155 de la Constitución, y el procesamiento y castigo de
los sediciosos.
Los nacionalistas, que hablan
permanentemente de la “construcción nacional”, lo que están consiguiendo es
destruir Cataluña, degradarla y alejarla de la creatividad, el pluralismo y el
progresismo que parecían connaturales a su espíritu. Han abandonado el
nacionalismo cívico de los primeros tiempos de la transición y se han encerrado
en el nicho tribal y premoderno de la Europa anterior
a la Revolución Francesa.
Los nacionalistas tienen la cara dura de
quejarse de la explotación exterior “española”, después de episodios epidémicos
como los veinticinco años del ¿3%?, el caso Palau,
los sueldos desmedidos de los políticos catalanes, el derroche en “embajadas” y
asesorías para los parientes y afines, las subvenciones a fondo perdido para
sus redes mediáticas, clientelares y “omniculturales”, la opacidad de su
gestión financiera y, en general, el hedor a corrupción que emana del “oasis”.
Claro está que así nunca les bastará el
dinero que obtengan y, finalmente, conseguirán arruinar definitivamente el
país, cuando el resto de los españoles y un Gobierno central decente ---cuando
llegue--- se harten de tanta mandanga tramposa y descarada.
Por eso el señor Pujol tiene derecho a
sentirse defraudado con una autonomía muy superior a la del Estatuto de Nuria,
y defradudado por
no haber conseguido imponer el Estatuto inconstitucional del 2005. Pero el
señor Pujol debería recapacitar y ponerse a pensar que quizá no eran realistas
sus expectativas de una independencia “arregladita”, con todas las ventajas de
la soberanía, y sin los inconvenientes de pérdida de mercados para la industria
catalana, de expulsión de la Unión Europea, y de tener que pagar cañones,
barcos, tanques y aviones para un Ejército propio. Por eso, a la vista del
fracaso de sus expectativas, el Señor
Pujol se ha quitado el disfraz de Hombre de Estado de los inicios de la transición y se ha
vestido con su verdadero ropaje de homínido etnicista,
reaccionario y premoderno.
No creo que con este nuevo ropaje ni los
catalanes ni el resto de los españoles continúen percibiendo sus delirios como
justificados y aceptables. Sospecho que el fin de la farsa se aproxima, y lo
que no entiendo es el papel de Duran i Lleida, político sensato y certero,
haciendo el papel de comparsa de sus coaligados del núcleo dirigente
independentista de CDC y siguiendo los nuevos rumbos del Sr. Pujol.