UNA CIERTA IDEA DE ESPAÑA
Artículo de MARIANO RAJOY en “ABC” del 06/02/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Los
españoles estamos recuperando, mal que nos pese, una sensación que dormitaba en
algún repliegue de la memoria común. Hoy, como en 1977, volvemos a sentirnos
inseguros, sin saber bien a qué atenernos respecto de lo que está pasando e
incapaces de vaticinar qué podrá ocurrir mañana. Porque, de repente, todo parece
posible, inquietantemente posible. Hasta hace cuatro días, estábamos muy
orgullosos de una Transición que tantos han considerado modélica; mostrábamos al
mundo el flamante texto constitucional que nos convirtió en ciudadanos libres;
en fin, lucíamos con orgullo un vertiginoso proceso de descentralización
(nuestro estado de las autonomías) que armonizaba ejemplarmente unidad,
diversidad y eficacia administrativa. En una palabra: sentíamos que pisábamos un
terreno sólido, el más sólido de toda la Historia de España. Podíamos discutir
sobre el PHN o la reforma fiscal, como es natural que se discuta en cualquier
sociedad democrática. Pero lo importante estaba a salvo. El suelo se estaba
quieto. Alguien dijo que, de no ser por ETA, España sería un país feliz. Yo
estoy de acuerdo.
De repente, descubrimos que habitamos otro planeta. No nos habíamos dado cuenta,
pero la situación de España era muy insatisfactoria. Gracias a la propaganda del
Gobierno, hemos podido saber que no hicimos bien la Transición, que nos urge
corregir el texto constitucional y que ¡oh, incuria de gobernantes distraídos!,
los estatutos de autonomía se les han quedado cortos a los nacionalistas. Es
preciso, pues, moverlo todo.
No me extenderé en las causas archiconocidas de esta pintoresca situación. Es
sabido que estamos ante un Gobierno débil (por voluntad propia) y que por serlo
cultiva ideas confusas y vagas sobre España (son más cómodas y obligan menos).
Un Gobierno, flexible como un junco, que renuncia con humildad a sostener un
proyecto nítido para mejor dejarse llevar por su mentor, el señor Maragall, que,
en contrapartida, es quien con más convicción defiende la política del Gobierno,
es decir, la suya propia.
Esto ocurre en plena exaltación febril de un irredentismo nacionalista al que en
parte alimenta. Es natural que el nacionalismo se muestre visiblemente
satisfecho de la comprensión que sus tesis encuentran en un Ejecutivo movedizo,
enemigo de toda rigidez, capaz de proclamarse unitario y federal al mismo
tiempo. No podemos tampoco olvidarnos de la actitud que adopta el presidente del
Gobierno, quien, en parte por carácter, y en parte por hacer de la necesidad
virtud, proclama la fraternidad universal y el talante amigable de ofrecer la
otra mejilla. Y esto no es banal, porque el afán de dar gusto a todo el mundo le
arrastra a confesar que no acaba de ver claras las diferencias entre soberanía y
autonomía, del mismo modo que no percibe las diferencias entre nación, comunidad
nacional y nacionalidad.
Si todo esto es inquietante, la inquietud se hace alarma cuando comprobamos que
en el reciente pleno de las Cortes el presidente, con un discurso que él llama
de futuro, se empeña en dar la razón a los nacionalistas al proponerles negociar
un nuevo estatuto que, esta vez sí, el PSOE pueda apoyar. Esto equivale a
decirles: lamentamos profundamente tener que rechazar el Plan Ibarreche, pero
comprendemos que ustedes, en el fondo, tienen razón; hacen bien en quejarse
porque no hemos sabido resolver su problema. En otras palabras: el señor
presidente piensa que existe un conflicto vasco que está mal arreglado y que la
culpa es de quienes no hacemos caso de Sabino Arana.
Esto no es nuevo. El señor Rodríguez Zapatero no es el primero en sostener que
el destino de los españoles se resume en procurar que no llore Dan-Auta. Así se
llamaba el protagonista de aquel cuento que nos dejó Ortega: un niño caprichoso
al que de ninguna manera se podía dejar llorar fueran cuales fueren sus
pretensiones. Llevamos veinticinco años (los del Estatuto de Guernica)
procurando que no llore Dan-Auta, y ahora que parece preparado para un berrinche
mayor, bien pudiera ser que, para consolarlo, le dejemos quemar la casa.
A mí no me tranquiliza escuchar al presidente cuando sostiene que España no está
aún construida, que asistimos a un nuevo comienzo, a un nuevo gran proyecto de
convivencia, a una realidad nueva, más integradora, en fin, a una unión que no
se impone y a la que se convoca todos los días. No me tranquiliza porque estas
palabras dirigidas a los nacionalistas (¡No llores, Dan-Auta!) ellos las
entienden como que no deben desesperar porque todavía no hemos vaciado del todo
las alforjas del Estado.
El presidente, desde luego, no nos asegura lo contrario. Y ahora podría hacerlo
con desembarazo porque, consciente de la gravedad de esta situación, le ofrecí
un Pacto de Estado por el que me comprometía, sin contrapartidas, a liberar al
Gobierno de sus servidumbres nacionalistas. Desde ese día el presidente tiene la
certeza de que puede contar con la ayuda del Partido Popular para sostener
nuestro edificio constitucional.
El presidente aceptó el Pacto. Al menos, dijo que sí, aunque no sabemos si esto
significa mucho. Los hechos objetivos son que no quiso aparecer en mi compañía
para reconocerlo, que sus actitudes invitan al desconcierto y que el desarrollo
del Pacto parece llamativamente parsimonioso.
Una vez más (como no se está quieto), no sé dónde está el señor Rodríguez
Zapatero o en cuántos sitios pretende estar al mismo tiempo. No sé (porque no lo
dice) qué valores son exactamente los que compartimos o qué principios está
dispuesto él a defender. Ignoro (porque no lo confiesa) hasta dónde quiere
llevar su proyecto de ¿demolición del Estado?, eso que llama nueva realidad y
gran proyecto de convivencia. ¿Sería mucho pedir claridad en los planteamientos
y -si no coherencia- al menos una pequeñita constancia en las actitudes?
No se puede gobernar en la ambigüedad. Mucho menos se puede trasladar la
ambigüedad a lo que los españoles somos. Es preciso contar, al menos, con una
cierta idea de España. Hay que saber hacerse con ella, exponerla con nitidez y
defenderla con coraje. En principio todas las ideas pueden ser legítimas. Por
eso, si alguien piensa que debemos convertirnos en un Estado plurinacional,
plurisoberano, federal, o en cualquier otra variedad de estado menguante,
debiera confesarlo sin ambages, al menos para que supiéramos todos a dónde se
nos quiere llevar. Porque lo que más desasosiega a los españoles es la sospecha
de que el Gobierno carece de plan para España y, sencillamente, se deja
arrastrar por los acontecimientos, es decir, por la voluntad de quienes no
quieren saber nada con España.
Invito al Gobierno a un arranque de claridad. No lo digo con mucha esperanza.
Por mi parte afirmo que, ocurra lo que ocurra, mi actitud no se modificará. Yo
creo en España, como la inmensa mayoría de los españoles, y voy a poner toda mi
voluntad y toda la energía de mi partido en defender que España sea y que siga
siendo lo que es. Celebraré que el PSOE comparta este empeño con nosotros, pero
si así no fuere, aunque otros abandonen su responsabilidad, aunque nos quedemos
solos, nosotros atenderemos nuestra obligación.
El Partido Popular estará con los españoles, porque comparte su afán de
construir un futuro en común y en paz, basado en la libertad, la igualdad, el
mérito personal, la protección de los débiles. Un futuro que, lejos de
renunciar, se apoya en todo aquello que da razón de nuestro origen, de nuestras
familias, incluso de nuestra conducta.
España, la nación española, es algo más que un diseño caprichoso, maleable, a
disposición de cualquier ingeniero constitucional voluntarioso. Es una realidad
obstinada que nadie podrá cambiar a su capricho. No ha nacido al calor de una
mente visionaria, sino de los avatares compartidos a través de una larguísima
historia. No existe nación moderna con más solera, y los españoles, la realidad
tangible de esa nación, no consentirán que se dilapide caprichosamente su
patrimonio de siglos ni el marco de su historia, el depósito de su tradición
cultural, la crónica de su aventura en el mundo.