TORCUATA FERNÁNDEZ MIRANDA
Artículo de Pedro J. Ramírez en “El Mundo” del 26/12/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
De todos los hechos extraordinarios de muy diversa índole que quedarán asociados a este dramático 2004 que da sus últimas boqueadas, hay uno que pasará a los anales de la historia del constitucionalismo por su carácter insólito y que, sin embargo -si exceptuamos el clarificador artículo publicado 24 horas después en este periódico por Jorge de Esteban-, ha quedado engullido en el remolino de lo efímeramente noticioso sin apenas glosa, respuesta o reacción mayor.
Me refiero, por supuesto, a las declaraciones
en las que María Emilia Casas se convirtió el domingo en la primera presidenta
de un Tribunal Constitucional del mundo democrático que, teniendo como misión
velar por la vigencia y continuidad de una Carta Magna, incurrió en la inaudita
conducta de estimular la demolición o al menos la transformación sustantiva de
uno de sus principios esenciales.
Todavía tengo que frotarme los ojos para comprobar que no estoy soñando o que el
periódico que publicó la entrevista no se equivocó poniendo la foto de la señora
Casas a una conversación con Carod-Rovira. Pero ahí está, negra sobre blanco,
esa afirmación pretendidamente ingenua, cuyo patente trasfondo produciría
desasosiego si surgiera de cualquier otra boca, pero que en la suya conduce al
más agudo ataque de estupor.
Sostiene la señora Casas que «la formulación que hace la Constitución en su
artículo 2 se puede mantener o sustituir por algo similar, dicho de otra
manera».
Lo primero que causa asombro es tal despliegue de laxitud, condescendencia y accidentalismo por parte de la máxima guardiana de la ortodoxia constitucional, cuando se refiere, ahí es nada, al artículo que define la identidad, unidad y estructura del Estado. ¿No le parece a la señora Casas que si esa «formulación» se pudiera «sustituir por algo similar» ya lo habrían hecho -o por lo menos establecido- los constituyentes del 78?
¿No se le ocurre que si lo hubieran querido
«decir de otra manera», ya habrían aprovechado el noble pergamino en el que
escribieron entonces o al menos el Diario de Sesiones que reflejó sus debates,
para que se escuchara su voz en ese sentido? ¿O es que no tenían el don de los
sinónimos que ahora parece adornar a la señora Casas?
El asombro se convierte en pasmo cuando se constata, gracias a unos oportunos
corchetes en los que el entrevistador explica de lo que están hablando, que eso
que se puede «sustituir por algo similar», es nada menos que «el derecho a la
autonomía de las nacionalidades y regiones» que integran la «Nación española»; y
que la «otra manera» de decirlo que tiene en mente la señora Casas pasa por
utilizar la palabra «nación», aunque «descargada» de su «contenido emocional».
Es en lo único en lo que parece discrepar de
las posiciones de Maragall, para quien la exigencia del reconocimiento
constitucional de la «nación catalana» es precisamente fruto de las más
profundas y arraigadas emociones.
Pero ni este ir a por todas, ni la manera fláccida de decirlo, empleando la
expresión «comunidad nacional» asumida por el Partido Socialista de Euskadi con
el patrocinio intelectual del presidente del Consejo de Estado Francisco Rubio
Llorente, caben en la Constitución por la sencilla razón de que no están en la
Constitución y un asunto así no es de los que se dejan al albur de las exégesis
imprecisas.
Es más: parece indiscutible que, cuando se
empleó un término tan retorcido como «nacionalidades» para aquellas partes del
territorio con mayor conciencia de identidad que el resto de las «regiones», se
hizo con el propósito deliberado de excluir que pudieran ser consideradas -o
menos aun catalogadas- como «naciones».
Y ello por la elemental razón de que «Nación» -por algo el artículo 2 escribe
esta palabra con mayúscula- sólo hay una, la «patria común e indivisible de
todos los españoles». Bastan unos muy burdos fundamentos de lógica matemática
para darse cuenta de que si dentro de esa «Nación» hubiera otras «naciones»,
España no sería ni «indisoluble» ni «indivisible» como reza ese precepto, pues
nadie entendería que el mero hecho de utilizar la letra minúscula fuera a privar
a estas nuevas entidades de los mismos atributos que caracterizan a la ya
existente con el mismo nombre.Y el principal de esos atributos propios de toda
nación, según la legalidad internacional, según el derecho comparado y según
nuestra propia tradición jurídica, es la soberanía, y por lo tanto el derecho de
autodeterminación, y por lo tanto la capacidad de constituirse en Estado
independiente.
La mayor o menor prudencia con que sus titulares estuvieran dispuestos a ejercer
estos atributos, el mayor o menor realismo con que pretendieran compartir tal
soberanía, no ocultaría lo esencial: desde el momento en que fueran reconocidas
como «naciones», Cataluña y el País Vasco sólo permanecerían en España por mor
de los mismos criterios cambiantes de voluntariedad y conveniencia que impulsan,
por ejemplo, a España a adherirse a la Unión Europea.
Naturalmente que al cabo de 25 años -al menos Maragall ha tenido la sinceridad
de reconocerlo- el «modelo de Estado» seguiría abierto, porque en realidad «no
se cerraría nunca» ya que en la muralla jurídica de su autodefinición se habría
incrustado una monumental puerta de salida. Lo único que quedaría pendiente de
la ruleta de la Historia es la fecha de esa tarde memorable en la que las
distintas «naciones», acostumbradas a trastear en su seno, alcanzarían el
éxtasis de las faenas gloriosas, abandonando el coso ibérico por esa Puerta, ya
veremos si del Príncipe, a hombros de sus más enfervorizados hijos.
En manos de la señora Casas no está, afortunadamente, cambiar la Constitución,
pero sí señalar el camino para hacerlo. Después de su voto particular contra las
sentencias desestimatorias de los recursos de las agrupaciones electorales en
las que trató de camuflarse Batasuna en los últimos comicios europeos; después
de su reiterado respaldo a los escritos de los adláteres de la coalición
abertzale tratando de recusar a Jiménez de Parga; después de su voto particular
concurrente invocando aún más razones que las de la mayoría para excarcelar a la
Mesa Nacional de Herri Batasuna; después de su decisivo apoyo a la inadmisión
-por 7 a 5- del recurso del Gobierno de Aznar contra la mera tramitación del
plan Ibarretxe; después de suceder a su propio esposo, Jesús Leguina, en la
tarea de representar, en suma, la sensibilidad de los nacionalismos vasco y
catalán en el Tribunal Constitucional, la coyuntura política fruto de la
aritmética parlamentaria, parece haber dado a la señora Casas una oportunidad
inimaginable hace bien pocos meses de utilizar la presidencia de tan alta
institución del Estado para convertir esa sensibilidad diluyente y centrífuga en
doctrina oficial del momento.
Bien conectada con La Moncloa, a través del antiguo compañero de pupitre en la
Facultad y especialista como ella en Derecho Laboral que hoy ocupa el
antedespacho del presidente Zapatero, todo sugiere que la señora Casas se
dispone a desempeñar un papel equivalente al que en los albores de la Transición
jugó otro jurista de porte frío, altivo y desdeñoso llamado Torcuato Fernández
Miranda.
Estimulando con sus palabras a prefigurar a través de la reforma del Estatuto
catalán los hechos consumados que deberían obligar al PP a rendirse a la
evidencia de una mutación de facto de la realidad constitucional, cualquiera
diría que la señora Casas anhela poder pronunciar algún día la misma frase que
supuso la apoteosis del cínico catedrático asturiano que dinamitó el franquismo:
«Estoy en condiciones de ofrecer al presidente Zapatero lo que el presidente
Zapatero me ha pedido».
La técnica esbozada para llegar a ese destino es desde luego la misma que
Fernández Miranda empleó para metamorfosear las Leyes Fundamentales del
Movimiento en algo que, fuera ya de su control, terminó siendo la Constitución
del 78: «De la Ley a la Ley, sin apartarse de la ley». Talleyrand y Fouché les
harían gustosos un sitio a la señora Casas y a él en la mesa de La Cena -menudo
éxito el de Flotats y Carmelo Gómez en el teatro Bellas Artes- que cada día
celebra con el cartel de «no hay billetes» el triunfo de la razón de Estado
sobre cualquier ética personal o colectiva.
¿Monarquía o República? ¿Unidad nacional o disgregación nacionalista? ¿Viva
España o Visca Catalunya y Gora Euskadi dentro de la CONEAPI (Confederación de
Naciones y Estados Asociados de la Península Ibérica)? Todo es relativo porque,
según nuestro jefe de Gobierno, las palabras sólo significan lo que cada uno
quiera que signifiquen.Al final nada anhela tanto quien accede al poder como que
alguien le diga -¡ah, la famosa trampa saducea del artífice de la Ley para la
Reforma Política!- que «la ley le obliga, pero no le ata». De la misma manera
que Juan Carlos y Suárez encontraron a Fernández Miranda, Zapatero y Maragall
han encontrado a la señora Casas.
Si hay algo que impresiona de ZP es la naturalidad, la elegante facilidad, el
estilo sonriente y jovial con que sus cambiantes convicciones van encajando en
la cochera de sus conveniencias.La última de esas siempre brillantes y sentidas
reflexiones con que habitualmente contribuye a que los periodistas, los
diputados y hasta sus propios ministros podamos comprenderle viene girando estos
días sobre la fortaleza de un país -Estados Unidos- constitucionalmente
integrado, no ya por «naciones», sino por «estados» con un enorme margen de
maniobra legislativa. «¿Qué dirá la gente cuando yo explique que Arizona o
Florida pueden establecer por su cuenta la pena de muerte?».
Al margen de que no le servirá para despejar el rictus de humillación que
ensombrece el rostro de sus paisanos castellanos y leoneses al sentirse víctimas
del diktat del parroquianismo catalán sobre el Archivo de Salamanca, el problema
de este exordio, que tan bien rima con las declaraciones de la señora Casas, es
su descontextualización histórica. Las 13 colonias británicas que en 1775
formaron el Continental Congress para rechazar la subida de impuestos de la
metrópoli eran realidades preexistentes al propio inicio del proceso
constituyente que desembocó en la Declaración de Filadelfia y los demás estados
fueron agregándose por clonación hasta formar un federalismo estrictamente
simétrico e integrador. Aquí se trataría de iniciar un proceso disgregador a la
inversa y, encima, partiendo de la base de que, aunque California tenga el mismo
estatus que Vermont, Cataluña nunca admitiría ser como La Rioja.
Yo a esto no juego y pediré a nuestros lectores que no respalden un proceso
orientado por tal filosofía. Sí a la reforma consensuada de la Constitución, no
a su «deconstrucción» -vino muy a cuenta la referencia a Derrida en el artículo
de Jorge de Esteban- a través de unas «reformas» estatutarias unilaterales que
en la práctica tengan un camuflado efecto derogatorio de preceptos clave de
nuestra Carta Magna. Y pongo esas últimas comillas porque de todos los
diagnósticos que se hicieron en aquel histórico pleno de las Cortes franquistas
del 16 de noviembre del 76 en el que el proyecto de Torcuato Fernández Miranda
cruzó triunfante el Rubicón, el que ha quedado más acreditado por el paso del
tiempo es el que salió de los exaltados labios de Blas Piñar: «¡Esto no es de
verdad una reforma! ¡Esto es una ruptura, aunque la ruptura quiera perfilarse
sin violencia y desde la legalidad!».
Afortunadamente, desde un punto de vista institucional, jurídico, político,
económico y social la España de hoy se parece a la del franquismo tanto como un
huevo a una castaña y bendito sea el sabio leguleyo que se la metió doblada a
aquellos carcamales.Pero no podemos consentir que nadie trate a nuestra
democracia como hubo que tratar a aquella dictadura porque, aunque el
procedimiento sea idéntico -toda legalidad tiene, por supuesto, su propio
mecanismo de reforma-, tanto en materia de derechos y libertades, como de
prosperidad material, proyección internacional y paz civil, el resultado del
viaje sería esta vez exactamente el opuesto.