AZNAR X 8 - ZAPATERO X 6 = ESPAÑA 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
De repente Aznar. De nuevo Aznar y no para hablar mal de él ni para
emplearle como proyectil contra Rajoy. El misil con el que intentaron matar a
Aznar. La obsesión de ETA con Aznar. Quisieron volar su avión cuando era
presidente, igual que habían querido volar su coche cuando era candidato. Por
algo sería. Y encima guardaban el SAM-7 en un almacén municipal. Cuánta razón
tenía al ilegalizar Batasuna, al echarlos de los ayuntamientos. La firmeza de
Aznar. La claridad de Aznar. Los años de Aznar. ¡Qué extraño hablar de eso
cuando todo parece suceder ahora en un presente continuo! ¿Existieron alguna vez
los años de Aznar? Sí; y fueron mejores que estos.
Dentro de nada se va a cumplir el 20 aniversario del famoso pleno del caso Juan Guerra y el «dos por el precio de uno». Fue el día en que Felipe fingió que se enrocaba tras Alfonso y ordenó al fiscal general del Estado que pidiera cárcel contra cuatro periodistas de un balbuceante recién nacido llamado EL MUNDO. Un tal Dívar, juez de instrucción en la Audiencia, le paró los pies. Ese día empezó el ocaso del felipismo.
Dejemos
para las pesadillas de la Imaginated Press la especulación de adónde habría
llegado España si no hubiéramos logrado descubrir las pruebas de los crímenes
de Estado y la corrupción al por mayor. Si no hubiéramos logrado completar el
trabajo que empezamos en Diario 16. Cualquiera puede consultar en las
antologías y las hemerotecas casi 30 años ya de estas cartas, casi 1.500
artículos con mi nombre en el membrete, diciendo lo mismo domingo tras domingo
desde el propio instante en que surgieron los GAL: «Cuidado, cuidado. Todo eso
es la antesala del fascismo» (25-III-84). Es elocuente que sean ahora la
ultraderecha y los camisas sucias de la izquierda quienes arropen a Vera a
cuenta de los abusos procesales de Garzón. Estuvimos a punto de despeñarnos en
la sima del pistolerismo, pero en marzo del 96 se produjo el triunfo de la
información y dio comienzo lo que Aznar llamaba la «segunda transición».
Desde
entonces -y a menos que el esclarecimiento del chivatazo me obligue algún día a
rectificar- no se ha vuelto a cometer ningún delito desde la Presidencia del
Gobierno, el Consejo de Ministros o los más altos escalones de la
Administración. «¿Te parece poco un gobierno que no mate y que no robe?». El
mero hecho de que Aznar con su cáustica ironía pudiera hacerme esta pregunta ya
demuestra que había un antes y un después.
Sí,
me parecía poquísimo porque en una democracia la infamia y la vileza hay que
descartarlas como ingredientes de la política oficial. Pero esa primera
legislatura de Aznar e incluso la segunda antes de que empezara a estropearse
todo en el turbión de la soberbia -¡ah, el castigo de los dioses!- dieron mucho
más de sí de lo que nadie pronosticaba en términos de estabilidad política,
aprecio de la legalidad, firmeza ante el chantaje, creación de empleo,
protección social, bienestar material, cohesión nacional y prestigio
internacional de España.
Pese
a que terminara mal -en parte por sus errores y en otra aún mayor porque
alguien conspiró con éxito para despedirle con el 11-M- Aznar fue en conjunto
un gran presidente. Tal vez el mejor que España ha tenido en democracia, tal y
como se empeñaba en argumentar Adolfo Suárez. Y esto es algo que merece la pena
recordar ahora que ya no pinta nada, ahora que nadie está pendiente ni de su
cuaderno azul ni de su mirada de hielo, ahora que el paso del tiempo empieza a
hacerle un atisbo de justicia, aunque no logre volverle más simpático.
No es
verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero ese sí lo fue. Hasta el
extremo de que la inercia de la energía acumulada por ocho años de hacer las
cosas en líneas generales bien permitió a Zapatero prolongar e incluso ampliar
el milagro económico español. Hasta el extremo de que entre las pocas
aportaciones netamente positivas que hoy puede exhibir el actual Gobierno
destaca aquello que es mimético a lo que impulsaba Aznar: la lucha sin cuartel
contra ETA y el pacto PP-PSOE en el País Vasco.
«La
derecha nunca me ha enseñado nada», me dijo Zapatero en una entrevista
publicada hace cuatro años en estas páginas. Pero la experiencia indica lo contrario,
al menos en esa área tan sensible. Es cierto que el actual presidente tuvo que
pasar por el mismo ejercicio de prueba y error que vivió Aznar durante la
tregua trampa y que el proceso de paz produjo situaciones inauditas por su
oportunismo indigno, pero ahora todo se ha recompuesto y no hay política más
aznarista que la que tan eficientemente aplica Rubalcaba. Por mucho que a él se
lo parezca, no es un piropo envenenado, sino la constatación de que por una vez
su talento está al servicio de una buena causa y su ejecutoria en Interior
sería perfecta -bravo por la reducción de los accidentes de tráfico- si no se
dedicara a la vez a mover los hilos del caso Gürtel y otros tinglados
partidistas.
En
cuanto a la política económica, una de las grandes fuentes de nuestras actuales
desdichas no es que Zapatero y Solbes rompieran con los planteamientos de Aznar
y Rato, que no lo hicieron, sino que su continuismo fue meramente
contemplativo. Asumieron la ortodoxia del equilibrio fiscal mientras hubo
crecimiento, pero se olvidaron de que era un modelo basado en la acumulación de
reformas estructurales, en la intervención en los mercados, no para
controlarlos, sino para desregularlos y hacerlos más eficientes. Su pasividad
nos ha costado ya muy cara y lleva camino de convertirse en una rémora
interminable.
Es
tremendo que los dos grandes debates de esta semana hayan sido, por un lado, si
tardaremos cinco años en recuperar el nivel de empleo del 2007, como dice el
Gobierno, o si tendrán que transcurrir 10 como apunta la Caixa; y por el otro,
si Corbacho ha hecho bien o no al admitir que la economía sumergida ya
representa al menos el 20% del PIB. Menudas referencias. Nunca tan pocos y en
tan poco tiempo hicieron tanto daño a tantos.
Lo
que caracterizó la política económica durante los años de Aznar fue el
principio de realismo y la coherencia con los fundamentos de la economía de
mercado. Cuando hubo que hacer sacrificios, congelar el sueldo a los
funcionarios, podar hasta la última partida del gasto, aquel gobierno asumió el
coste y aguantó el tirón. Casi a la vez pasó a la ofensiva de los cambios
estructurales. Precisamente, el mayor pero que quepa ponerle, es que algunas
reformas se quedaron muy cortas, caso de la del sistema financiero, o no
llegaron a nacer, caso de la del mercado laboral. De todas maneras la apuesta
fue por la creación de riqueza a través de la libertad económica, el estímulo a
la actividad empresarial y la liberación de recursos de los particulares,
entendiendo correctamente que la clave de la recaudación fiscal no estaba en
los tipos impositivos, sino en el crecimiento de las rentas.
Es
cierto que la coyuntura mundial es diferente, pero a la hora de gestionar su
margen de posibilidades Zapatero ha sustituido ese sobrio realismo por un
espíritu de fantasía y escapismo. Le honra que reconociera en su balance de fin
de año que no estuvo «acertado» en su negacionismo inicial de la crisis, pero
al presentarlo como un mero error de percepción acotado en el tiempo -ese día
no andaba yo muy fino- pierde toda posibilidad de extraer enseñanza alguna de
ello. Su drama es el del optimista crónico que, puesto que no se resigna a que
la realidad corrija diariamente su guión, termina concluyendo que la equivocada
es la realidad.
Desbordado
por los acontecimientos se ha refugiado en el burladero de la ideología con una
cuadrilla de incompetentes subalternos, autoerigidos -pese a su bajísima
representatividad- en líderes sindicales. Mientras el toro de la crisis campa a
sus anchas por el ruedo lanzando cornadas a diestro y siniestro, ellos se
limitan a desplegar de cuando en cuando el capote desde las tablas y a eso le
llaman política de protección social. Claro que luego nos enteramos de que si
el personal sale adelante no es gracias al subsidio, sino al dinero negro de la
ley de la jungla.
Zapatero
lanza ahora la cortina de humo de la economía sostenible como amalgama de
ecologismo antinuclear, controles financieros, lucha contra la piratería en
internet y ocurrencias varias. Lo que sea con tal de no admitir que la primera
ley de la sostenibilidad es adaptar la oferta a la demanda y viceversa. Si
resulta que, por una mezcla de motivos objetivos y factores psicológicos, el
mercado de trabajo se ha desmoronado, el papel del legislador es facilitar la
contratación y una de las vías más obvias es abaratar sus costes, incluidos los
del hipotético despido. Rajoy ha tenido esta semana la valentía de romper el
tabú, tomando como referencia que el actual estado de cosas restringe en la
práctica las indemnizaciones a ocho días, pues la mayoría de los pocos
contratos que se hacen son temporales. Y aún se ha quedado corto, pues no ha
sacado a relucir cuál es el coste por despido en la economía sumergida: cero
Zapatero.
Pero
ni por esas. El mero hecho de que Rajoy entre en ese asunto le sirve al
presidente para constatar el abismo ideológico que justifica su inmovilismo y
redime su negativa -ya irreversible- a promover el pacto de Estado que algunos
le recomendamos hace casi dos años. Su problema inmediato es el olímpico desdén
con que los grandes medios internacionales acogen esas engañifas de progresía
para lelos y el alto nivel de exposición a su escrutinio que implica la
presidencia de la UE.
Zapatero
corre el riesgo de que su anhelada oportunidad de proyección mundial se transforme
en un doloroso vía crucis y casi su única tabla de salvación es Obama. Por eso
tuvo bien claro desde que recibió la invitación secreta al National Breakfast
Prayer que Washington bien vale una misa e incluso un desayuno de la oración.
¿Por qué creen que el 20 de diciembre escribí en esta misma página que «pronto
veríamos más señales de su sintonía personal con Obama» y a mayor abundamiento
que «Zapatero va a tener que afinar pronto sus conocimientos bíblicos»? No deja
de tener su gracia que el episodio demuestre que los periodistas podemos ser
más discretos que los diplomáticos cuando el derecho a la información de los
lectores no depende de que algo se publique unas semanas antes o unas semanas
después.
Hay
que reconocer que estos seis años de Zapatero también han traído cosas
positivas, como una relación más abierta y tolerante con la prensa, una mayor
sensibilidad por los derechos civiles y, en general, una sana desdramatización
de los actos del poder. Pero no me cabe duda de que en conjunto suponen una
importante merma respecto a la herencia recibida de Aznar. Su cuantía final
cuando concluya la legislatura dependerá en gran medida de la sentencia del
Tribunal Constitucional sobre el Estatut, pues afecta a las otras dos patas que
junto a la economía, asientan el taburete de todo Estado que se precie: la
seguridad jurídica y la cohesión nacional.
Puesto
que uno de los legados más genuinos de Zapatero -con la abúlica complicidad del
PP desaznarizado- es que los delitos y las penas dependen de si quien incurre
en una determinada conducta es varón o hembra, ya sólo falta para completar la
tostada que los magistrados consagren que los catalanes tienen más derechos que
los castellanos, valencianos, aragoneses o murcianos. Tendría mucho de inicuo,
pero nada de asombroso toda vez que tres jueces del Tribunal Superior de
Cataluña -demos sus nombres a ver si se les cae la cara de vergüenza: José
Alberto Andrés Pereira, Juan Fernando Horcajada Moya y Javier Aguayo Mejía-
acaban de establecer que los españoles no tenemos derecho alguno a educar a
nuestros hijos en español, sino que debemos someternos al «marco educativo que
los poderes públicos determinan». O séase, al entreguismo traidor del patético
Montilla.
Total,
que veremos cuando se cierre esta elemental operación aritmética cuánto es lo
que queda de España. Seguro que yo encontraré más edificios en pie que mi amigo
Jiménez Losantos, pero será imposible disentir de que, por desgracia, los
españoles habremos sido víctimas en esta etapa histórica de una mutiladora
resta.