«LOS QUE SE LLAMAN SOCIALISTAS...»
- Guerra, Leguina, Bono, Acosta, Benegas, Marugán, Mayoral, Galache y otros
muchos que levantaron la voz contra el Estatut
dijeron «sí» sin rechistar- «La Constitución no garantiza la bondad política o
social de una ley», sostenían
Informe de E. L. Palomera en “La Razón” del
01.04.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web
Con un muy breve
comentario a pie de título:
"AUTOODIO",
"CATALANOFOBIA" Y MEMOFILIA (L. B.-B., 1-4-06, 18:30)
El sectarismo, la miopía y la demagogia del nacionalismo catalán
harán época: los de Esquerra adjudican la patología del autoodio
a los catalanes que rechacen el nacionalismo y el engendro estatutario, ahora
los de CIU identifican como catalanófobos a los que
no estén de acuerdo con el nacionalismo insolidario, confederal y anacrónico...
siguen robando el nombre de Cataluña a los catalanes. Pero yo creo que falta
una denominación, la de memofilia, para aplicar a
todos aquellos que tragan con toda esta bazofia política, empezando por los
mutantes socialistas del PSC y del PSOE, que ya no se sabe lo que son por la
renuncia a sus principios, y terminando con los electores de Cataluña o
del conjunto de España, si finalmente aceptan el derribo de la democracia
española sin rechistar.
Madrid- Busquemos una fecha, un lugar, una
cita, aunque hay cientos. Porque los socialistas que han levantado la voz, en
público y en privado, contra la reforma catalana se cuentan por docenas. Y no
sólo en el Congreso. Y no sólo antes de que el texto que salió del Parlament se sometiera al lavado de cara constitucional que
le hicieron los ponentes.
Basta un ejemplo. Bilbao, 10 de marzo de 2006. Veinte días
antes de la aprobación en el Parlamento del texto definitivo, el ex presidente
de la Comunidad de Madrid Joaquín Leguina pronunciaba
una conferencia en la que daba un certero repaso del proceso, y cargaba contra
el proyecto salido del Parlament, contra los
nacionalistas, contra el PSC y contra el PSOE, por qué no. «(...)
No dábamos crédito a lo estábamos leyendo porque la concepción política acerca
del Estado que subyace en el texto remitido a las Cortes era, simplemente, un
disparate. El disparate de la bilateralidad, que responde al más rancio y
reaccionario catalanismo y se puede resumir en una frase tan castiza como
certera: lo mío, mío, y lo tuyo, a pachas. Mandar en Cataluña y, también,
mandar en Madrid». Para Leguina, el texto que llegó
del Parlament giraba en torno a tres ejes: la
obsesión por reducir la presencia del Estado en Cataluña, la bilateralidad y la
preocupación por la presencia «nacional» de Cataluña en el Estado y en el ámbito
internacional. Pero lo que más le llamaba la atención es que un partido, el
PSC, «que se hace llamar socialista», se hubiese subido a ese «viejo carro identitario y ventajista». ¿Qué entienden los redactores
del Estatut por nación?, se preguntó. Tomó el
Diccionario normativo del Institut d´Estudis Catalans: «Conjunto de
personas que tienen una comunidad de historia, de costumbres, de instituciones,
de estructura económica, de cultura y, a menudo, de lengua, un sentido de
homogeneidad y también de diferencia al resto de comunidades humanas y una
voluntad de organización y de participación en un proyecto político que
pretende llegar al autogobierno y a la independencia política».
Transformar el agua en vino. Hasta aquí el análisis del
proyecto, pero el socialista también habló del dictamen que estaba, entonces, a
punto de salir de la Comisión Constitucional, y que el jueves fue aprobado por
el Congreso: «Los recortes a la ensoñación nacionalista han sido notables, pero
transformar el agua en vino no está entre las facultades del Parlamento español
y así, en lo tocante a las lenguas, el derecho y el deber de conocer el
catalán, abre la puerta a una más potente discriminación contra los
castellanohablantes (...)»
Y, sea cual sea el texto que se pase a referéndum, el
socialista subrayaba en Bilbao que «una cosa es que una ley quede dentro de la
Constitución, y otra muy distinta que esa ley sea buena, beneficiosa o
conveniente». Y, además, después de éste -el catalán-, vaticina que llegarán
los demás estatutos, que «dejarán al Estado con la cuerda del salchichón, y
poco más». Todo liderado por unas sobrevenidas clases políticas regionales cuya
voracidad está bastante más demostrada que su eficiencia...».
Pues si lo aprobado en el Congreso este jueves es un
«asalto», como dice Leguina, ¿por qué lo aprobó con
su voto? Ésa es la cuestión. Como Leguina, muchos
más. Porque quienes un día, desde el PSOE, se encomendaron a la Virgen de las
Cortes -como hizo José Bono- para que impidiera la aprobación del Estatut, quienes clamaron por la vulneración de los
principios de igualdad y solidaridad y denunciaron el requiebro de los derechos
históricos, el blindaje de competencias y, sobre todo, la «estafa» del término
nación, optaron, finalmente, por el silencio.
«Ex socialistas». Unos con su ausencia -Bono, que no tiene
derecho a voto por no ser diputado, prefirió no acudir al Parlamento-; otros,
con su anuencia. Todos han preferido mirar para otro lado y olvidarse de los
mandobles que lanzaron contra sus colegas del PSC: «El problema es que, quizá,
quien se hace llamar socialista ya no lo es», se lamentaba el pasado septiembre
el extremeño Victorino Mayoral. E ídem su colega José Luis Galache,
quien porfíaba el mismo día que su voto sería «no» si
llegaba a las Cortes con el término «nación». «Yo tampoco lo votaré. Lo digo
hoy, pero lo mantendré hasta el día que ese texto llegue al Pleno de esta
Cámara. Y somos mayoría los que en el Grupo Socialista pensamos así: nunca
votaremos el término nación, ni los blindajes, ni la financiación. Por tanto,
el Estatuto no saldrá». En efecto, eran mayoría, pero ni uno hizo valer su
fuerza. Ni Guerra desde la atalaya de la Comisión Constitucional, ni José
Acosta desde su estado de «prejubilación», ni Txiqui
Benegas, ni Francisco Fernández Marugán. No hay
excusa.