DE LA ILUSIÓN A LA RAZÓN
Artículo de NICOLAS REDONDO TERREROS en “El Mundo” del 20.10.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Con un muy breve comentario
al final:
¡MAGISTRAL! (L. B.-B.,
20-10-05, 06:30)
Nuestra herencia no está precedida de ningún testamento (René Char)
Durante estos últimos años, siempre desde mi militancia en el
Partido Socialista, he defendido la necesidad de establecer entre el partido
que gobierna en cada momento y el único que puede aspirar a hacerlo, acuerdos
de Estado en materias tales como la política exterior, la política educativa,
la lucha contra el terrorismo y las reformas constitucionales si éstas fueran
necesarias. Esta posición política debiera ser la consecuencia lógica que
extrajera cualquiera al observar cómo con el paso de los años se diluía aquella
ilusión de la Transición que nos unió por primera vez en mucho tiempo a todos o
a una gran mayoría en un proyecto común. La pérdida inevitable de aquella
pasión no fue sustituída por la fuerza de la razón,
que hubiera impuesto seguir por el camino del acuerdo en los aspectos
sustanciales de nuestra convivencia, sino por un oscuro y empobrecedor
sectarismo.
Mi defensa de esos grandes acuerdos nacionales no se inscribe en
una estrategia electoral o en los intereses de una opción política. ¡No! Es
producto de un convencimiento profundo: los países de nuestro entorno, que han
sido durante demasiado tiempo una anhelada referencia, han logrado ser
importantes sujetos de la Historia merced a una definición clara y precisa de
unas mínimas zonas de consenso o, para entendernos mejor, intereses nacionales,
que han sido el producto de la destilación de su propia Historia. Parecen
naturales porque son el resultado de una larga cadena de actos de voluntad,
muchos pacíficos, otros brutalmente violentos, de sus respectivas sociedades.
Nosotros, por desgracia, ese proceso lo hemos sustituido por unos esfuerzos de
voluntad muy definidos y escasos. Lo que ha costado a nuestros vecinos años y
años estamos obligados ha realizarlo en poco tiempo,
diríase que artificialmente, apresuradamente, si queremos seguir su estela.
Este convencimiento me ha llevado a analizar el acto de voluntad
más importante de nuestra Historia reciente, la Transición Española y a hacerlo
sin caer en el vicio frecuente de minusvalorar nuestros propios éxitos y sin
abusar tampoco de una autocomplacencia que se suele generalizar entre las
castas dirigentes y que ha impulsado a algunos, no con pocos motivos, a hablar
de una «España boba», coincidiendo con periodos de estancamiento político y
social previos a grandes desastres nacionales.
El periodo iniciado el 15 de junio del 77 y que culminó con la
aprobación de la Constitución del 78 fue un gran éxito colectivo de la sociedad
española. El éxito de la empresa, la ilusión por todo lo conseguido, nos
impidió prestar atención a los defectos del sistema, a los errores cometidos, a
las tareas sin realizar.O, simplemente, no nos dimos
cuenta de que un acto de voluntad, por importante que éste fuera, no era
suficiente para vencer definitivamente una tendencia histórica.
Sin ánimo de ser exhaustivo, señalaré a continuación los peligros
que no remedió la Transición y que siguen allí, acechando a la sociedad
española desde la oscuridad de nuestro pasado:
1.- Los nacionalistas no vieron la Constitución del 78 como un
objetivo colectivo conseguido sino como una plataforma que les acercaba a sus
últimas pretensiones políticas más ó menos indefinidas, según tuvieran mayor o
menor influencia. Si los demás supieron ceder, renunciar a sus pretensiones
máximas, si la derecha y la izquierda trascendieron sus propias siglas, los
nacionalistas nunca renunciaron a sus objetivos últimos. Mientras los demás aprendimos
de nuestra propia y terrible Historia de los años 30 que era necesaria la
renuncia a los objetivos más radicales en aras de construir una sociedad
democrática, pacífica, libre y tolerante, los nacionalistas siguieron
confundiendo sus deseos políticos con los intereses de sus respectivas
sociedades y se han ido envalentonando más, radicalizándose según se acercaban
a sus ensoñaciones totalitarias.
2.- La Constitución fue el primer instrumento para que surgiera
la ciudadanía española; es decir, una sociedad vertebrada en la que los
ciudadanos fueran libres e iguales ante la Ley. El reto era aún mayor cuando a
la vez nacía la España autonómica en la que lográbamos que las diferencias, las
características de cada una de nuestras comunidades se convirtieran en un
factor de enriquecimiento de toda la nación. Pero el fortalecimiento hasta
extremos delirantes de lo identitario y una
interpretación de estos sentimientos regionales como algo exclusivo, único,
separador, hace que corra peligro el propio significado del concepto de
ciudadanía. Prevalece, políticamente desde luego, y a punto estamos de ver una
proyección oficial e institucional, un sentimentalismo identitario
regionalista que arrasará, como si fuera un ciclón, con los principios de la
Ilustración que son los de la ciudadanía.
3.- Una dictadura de 40 años y, sobre todo, un pasado en el que
las intervenciones del Ejército en la vida pública han sido continuas nos han
llevado a confundir un Estado autoritario con un Estado fuerte. El nuestro, a
diferencia de nuestro entorno, nunca fue capaz de lograr denominadores comunes
amplios ni de ofrecer a la sociedad española un futuro mejor que el presente
que vivimos.La posibilidad de volver al pasado, de
empeorar, siempre ha sido temida por la sociedad española. Esta congénita e
indiscutida debilidad del Estado no fue remediada por unos políticos con muy
buena voluntad y gran capacidad de sacrificio, pero extremadamente
condicionados por el reciente pasado y aquejados de una doble debilidad: la de
una izquierda que había visto morir a Franco en la cama y la de una derecha
contaminada por el Régimen anterior.Esa situación,
unida a una acción continua y brutal de la banda terrorista ETA, fue
aprovechada en los inicios de la Transición por los nacionalistas, que desde
entonces mantienen un protagonismo castrante en la política española.
Consecuencia de ello es un Estado cada vez más complejo, más caro, más
ineficaz, más débil y menos capaz de garantizar la igualdad y la libertad de
todos los ciudadanos españoles y la solidaridad nacional.
Estos peligros no merecieron nuestra atención mientras se mantuvo
la pasión por llevar adelante el gran proyecto político del 78.Era tan
gratificante construir un Estado plural y democrático, era tan satisfactoria la
meta de ser y estar con y como los países de nuestro entorno que no hubo tiempo
para las dudas, para las preguntas, para la reflexión. Según hemos ido haciendo
realidad nuestros deseos, han ido apareciendo esos peligros no combatidos:
volvemos a la necesidad de construir por enésima vez el país, no sabemos bien
quiénes somos ni dónde vamos, volvemos a ensimismarnos.Buen
ejemplo son los debates propuestos desde el País Vasco y desde Cataluña, como
hicimos durante el siglo XIX y gran parte del XX. Las grandes dudas aparecen
con fuerza y la división en dos bandos empieza a corroer las vigas maestras de
nuestra convivencia.
El proyecto de nuevo Estatuto aprobado en el Parlamento catalán
nos ha hecho prestar atención a estos problemas que ya estaban latiendo en
nuestra sociedad; la apuesta de la mayoría de la clase política catalana, en un
buen ejemplo de aventurerismo e infantilismo político, propone al Gobierno
actual un reto de carácter definitivo. O se afronta con serenidad,
contundencia, tolerancia y un acuerdo básico entre PP y PSOE la propuesta de
Mas, Carod y Maragall o sabremos que nuestra clase política no está a la
altura. Sin embargo, ese mismo reto abre inmensas posibilidades políticas para
solucionar tanto la propuesta concreta del Parlamento catalán como algunos de
los peligros comentados anteriormente.El acuerdo para
las reformas constitucionales debe inspirarse en 4 principios:
1.- Los cambios se harán para mejorar nuestra convivencia. El
objetivo no puede ser integrar/satisfacer a unos nacionalistas que no tendrán
plena satisfacción hasta lograr sus objetivos últimos.
2.- Las reformas, los cambios, deben partir de un acuerdo previo
entre las dos fuerzas políticas nacionales. Ese acuerdo, que puede ampliarse a
otras formaciones políticas, impediría el juego de división que mantienen con
éxito después de 25 años los nacionalistas.
3.- No siempre es más progresista, más eficaz, mejor, transferir
competencias desde la Administración central a la autonómica; sucede que la
gestión de algunas es más eficiente desde una visión general de los intereses
colectivos.
4.- Las propuestas de cambio constitucional no deben ser parte de
la batalla política diaria. La importancia es de tal naturaleza que la
embestida partidaria no es conveniente en modo alguno.
El primer gran reto para poner en funcionamiento estas reglas
está servido. Nunca es tarde para apelar a la razón. Ante la propuesta del
Parlamento catalán ha llegado el momento de fijar una posición conjunta entre
los dos partidos nacionales que representan a la inmensa mayoría de la sociedad
española. Una respuesta de esta naturaleza proporcionaría tranquilidad a todos,
fortalecería al Estado y pondría a los nacionalistas en lugar adecuado a su
representación. Y en Cataluña no pocos suspirarían con alivio al saber que
asunto tan trascendente para ellos está en manos de Rodríguez Zapatero y Rajoy,
y no de Carod-Rovira.
Es la opción más lógica. Exige capacidad de renuncia de los
dirigentes del PP y del PSOE, que deben entender que los intereses generales
están por encima de los propios. Pero si esto no sucediera, si perdiéramos la
oportunidad de fortalecer el Estado y la ciudadanía española y de entender que
es tan valioso lo que nos une como lo que nos diferencia, en poco tiempo
clamaremos por un Gobierno de amplia base, participado por el PSOE y por el PP,
para enfrentar una crisis institucional muy profunda y claramente expansiva.
Nicolás Redondo Terreros fue secretario general del Partido
Socialista de Euskadi entre 1997 y 2002.
Muy breve comentario final:
¡MAGISTRAL! (L. B.-B.,
20-10-05, 06:30)
Me quedaría con el título de este comentario, sin
añadir nada más como comentario, si no fuera porque creo que es un error tener
la esperanza de que con ZP en el Gobierno se habrá de hacer lo que hay que
hacer.
Hace dos días, Recalde
se preguntaba "Pero ¿por qué?",
refiriéndose a los socialistas catalanes: yo empecé a planteármelo en el 86 y
me fui del PSC, aunque últimamente tenía la esperanza de que "los
capitanes" habrían logrado remontar el atraso y recuperar la coherencia.
Esperanza ilusa, Montilla sigue diciendo algo así como que los avances
solamente son posibles en coalición con el catalanismo progresista. ¿Quiénes
son éstos?... ¿Esquerra? ¿le llaman avance a la
balcanización, el reventar el Estado democrático o establecer como objetivo la
independencia?
En síntesis, ni Maragall ni "los
capitanes" están a la altura de las circunstancias. "Pero, ¿por
qué?", dice Recalde. Y yo creo que Redondo da hoy
las explicaciones a ello en este artículo magistral.
Pero comete el error, quizás obligado y retórico,
y perfectamente comprensible, de dejar abierta la puerta a una nueva pérdida de
tiempo, al pensar que ZP sabrá hacer lo que es necesario y urgente hacer:
ponerse de acuerdo PSOE y PP para retomar el rumbo. Pero el Presidente del
Gobierno todavía está en peores condiciones que Maragall o "los
capitanes" para remontar el atraso, recuperar la coherencia y enderezar el
rumbo: carece de capacidad para ello, es como un barco a la deriva frente a las
presiones de los elementos... es decir, estamos ante la colusión que vengo
apuntando desde hace tiempo entre botarates y tarugos. Y nos destrozarán si
seguimos durmiendo sin avizorar el peligro. El tiempo se acaba y es un error
alimentar falsas esperanzas: o se cambian los gobiernos catalán y central
urgentemente y el PP le echa una mano al PSOE, o "están
suicidándonos".