MI PROPIO MANIFIESTO (I).
Arturo Pérez Reverte en “XL Semanal” del 25 de agosto de 2008
Por su interés y
relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web.
A ciertos amigos les ha extrañado que el arriba firmante,
que presume de cazar solo, se adhiriese al Manifiesto de la Lengua Común. Y no
me sorprende. Nunca antes firmé manifiesto alguno. Cuando leí éste por primera
vez, ya publicado, ni siquiera me satisfizo cómo estaba escrito. Pero era el
que había, y yo estaba de acuerdo en lo sustancial. Así que mandé mi firma.
Otros lo hicieron, y ha sido instructivo comprobar cómo en la movida posterior
algún ilustre se ha retractado de modo más bien rastrero. Ése no es mi caso:
sostengo lo que firmé. No porque estime que el manifiesto consiga nada, claro.
Lo hice porque lo creí mi obligación. Por fastidiar, más que nada. Y en eso
sigo.
No es verdad que en España corra peligro la lengua castellana, conocida como
español en todo el mundo. Al contrario. En el País Vasco, Galicia y Cataluña,
la gente se relaciona con normalidad en dos idiomas. Basta con observar lo que
los libreros de allí, nacionalistas o no, tienen en los escaparates. O viajar
por los Estados Unidos con las orejas limpias. El español, lengua potente, se
come el mundo sin pelar. Quien no lo domine, allá él. No sólo pierde una
herramienta admirable, sino también cuanto ese idioma dejó en la memoria
escrita de la Humanidad. Reducirlo todo a mero símbolo de imposición nacional
sobre lenguas minoritarias es hacer excesivo honor al nacionalismo extremo
español, tan analfabeto como el autonómico. Esta lengua es universal, enorme,
generosa, compartida por razas diversas mucho más allá de las catetas
reducciones chauvinistas.
La cuestión es otra. Firmé porque estoy harto de cagaditas de rata en el arroz.
Detesto cualquier nacionalismo radical: lo mismo el de arriba España que el de
viva mi pueblo y su patrona. Durante toda mi vida he viajado y leído libros.
También vi llenarse muchas fosas comunes a causa del fanatismo, la incultura y
la ruindad. En mis novelas históricas intento siempre, con humor o amargura,
devolver las cosas a su sitio y centrarme donde debo: en el torpe, cruel y
desconcertado ser humano. Pero hay un nacionalismo en el que milito sin complejos:
el de la lengua que comparto, no sólo con los españoles, sino con 450 millones
de personas capaces, si se lo proponen, de leer el Quijote en su escritura
original. Amo esa lengua-nación con pasión extrema. Cuando me hicieron
académico de la RAE acepté batirme por ella cuando fuera necesario. Y eso hago
ahora. Que se mueran los feos.
Quien afirme que el bilingüismo es normal en las autonomías españolas con
lengua propia, miente por la gola. La calle es bilingüe, por supuesto. Ahí no
hay problemas de convivencia, porque la gente no es imbécil ni malvada, ni
tiene la poca vergüenza de nuestra clase política. La Administración, la
Sanidad, la Educación, son otra cosa. En algunos lugares no se puede
escolarizar a los niños también en lengua española. Ojo. No digo escolarizar
sólo en lengua española, sino en un sistema equilibrado. Bilingüe. Ocurre,
además, que todo ciudadano español necesita allí el idioma local para ejercer
ciertos derechos sin exponerse a una multa, una desatención o un insulto.
Métanse en una página de Internet de la Generalidad sin saber catalán, por
ejemplo. De cumplirse el propósito nacionalista, quien dentro de un par de
generaciones pretenda moverse en instancias oficiales por todo el territorio
español, deberá apañárselas en cuatro idiomas como mínimo. Eso es un disparate.
Según la Constitución, que está por encima de estatutos y de pasteleos,
cualquier español tiene derecho a usar la lengua que desee, pero sólo está
obligado a conocer una: el castellano. Lengua común por una razón práctica: en
España la hablamos todos. Las otras, no. Son respetabilísimas, pero no comunes.
Serán sólo locales, autonómicas o como queramos llamarlas, mientras los países
o naciones que las hablan no consigan su independencia. Cuando eso ocurra,
cualquier español tendrá la obligación, la necesidad y el gusto, supongo, de
conocerlas si viaja o se instala allí. En el extranjero. Pero todavía no es el
caso.
Y aquí me tienen. Desestabilizando la cohesión social. Fanático de la lengua
del Imperio, ya saben. Tufillo franquista: esa palabra clave, vademécum de los
golfos y los imbéciles. La puta España del amigo Rubianes. Etcétera. Así que
hoy, con su permiso, yo también me cisco en las patrias grandes y en las
chicas, en las lenguas –incluida la mía– y en las banderas, sean las que sean,
cuando se usan como camuflaje de la poca vergüenza. Porque no es la lengua,
naturalmente. Ése es el pretexto. De lo que se trata es de adoctrinar a las
nuevas generaciones en la mezquindad de la parcelita. Léanse los libros de texto,
maldita sea. Algunos incluso están en español. Lo que más revienta son dos
cosas: que nos tomen por tontos, y la peña de golfos que, por simple toma y
daca, les sigue la corriente. Pero de ellos hablaremos la semana que viene.