CON PRIMARIAS, LÍDER
FUERTE Y PARTIDO VACÍO
Elegir al candidato en las urnas es una fórmula exitosa en sistemas
personalistas - En Europa, el modelo lleva a situaciones como la bicefalia
Artículo de
José María Ridao en “El País” del 25 de enero de 2012
Por su interés y relevancia he seleccionado el
artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
La mayor parte de las
Constituciones democráticas posteriores a la II Guerra Mundial optó por
reconocer el papel mediador de los partidos en la formación y la canalización
de la voluntad política de los ciudadanos. Una apuesta que hoy puede parecer
evidente, pero que, en su momento, no carecía de riesgos si se toman en
consideración las reflexiones que los partidos políticos habían suscitado.
"Debemos entender por partido político -escribió Max Weber (1864-1920)- la
asociación fundada en una adhesión (fundamentalmente) libre, constituida con
objeto de atribuir al jefe una posición de poder dentro de un grupo social y a
los militantes activos la posibilidad (ideal o material) de perseguir fines
objetivos o ventajas personales, o ambas cosas al mismo tiempo". Desde
finales del siglo XX y principios del XXI, los temores que parecen adivinarse
en la definición de Weber, las crudas alusiones a "jefes",
"posiciones de poder", "ventajas personales", se habrían
hecho realidad, y la impresión hoy generalizada es que los partidos estarían
fracasando en el cumplimiento del papel mediador que les asignaron las
Constituciones democráticas.
Se ajuste o no a la
realidad, esta impresión, o mejor, el propósito de combatir esta impresión,
estaría inspirando algunas de las recientes iniciativas adoptadas por los
partidos. A partir de la última década del siglo pasado, desde Europa se
comenzó a mirar hacia Estados Unidos en busca de respuestas políticas y no solo
económicas; en concreto, se fue prestando una creciente atención al sistema de
primarias para designar a los candidatos presidenciales que Wisconsin adoptó en
1905, y que no dejaría de extenderse por el resto de los Estados de la Unión ni
de ampliarse a otras elecciones durante las décadas siguientes.
La razón de este repentino
interés por el sistema de primarias es que los partidos europeos fueron
interpretando sus dificultades de los últimos años en términos cada vez más
próximos a los empleados por los partidos norteamericanos. La reconfortante
rutina institucional de unos sistemas democráticos que funcionan -sería el
núcleo de la interpretación- habría colocado a los partidos bajo la tutela de
oligarquías que muchas veces anteponen sus intereses y los de los militantes y
los ciudadanos.
En el caso norteamericano,
las primarias iniciadas en Wisconsin fueron un eficaz instrumento para
desmantelar esas oligarquías, pero a costa de convertir los partidos en una
marca vacía cuyo programa debía concretar cada candidato en cada elección. Los
partidarios de las primarias no consideraron relevante esta drástica
devaluación del papel de los partidos; sus críticos, en cambio, recelaban de
una excesiva personalización del sistema democrático.
Cuando en 1995 el Partido
Socialista Francés (PSF) decidió elegir a su candidato presidencial mediante
primarias cerradas, esto es, primarias en las que el voto está limitado a los
militantes y no abierto a todos los ciudadanos, los argumentos de los
partidarios y de los críticos de la iniciativa fueron semejantes a los
empleados en 1905 en Wisconsin.
Las primarias francesas
pasaron inicialmente desapercibidas en el resto de los países europeos, pero
fueron adquiriendo relevancia como modelo a imitar según se acentuaba el
descrédito de la política y, sobre todo, de los partidos. La fecha en la que los
socialistas franceses introdujeron las primarias en sus estatutos tiene
relevancia: no solo concluía entonces el segundo mandato de François Mitterrand
como presidente de la República, cargo en el que permaneció 14 años, sino que
fue el momento en el que, coincidiendo con las conmemoraciones del medio siglo
del final de la II Guerra Mundial, se conocieron detalles sobre su implicación
con el régimen de Vichy. A los usos monárquicos y un punto autoritarios con los
que Mitterrand envolvió el liderazgo, el PSF tuvo que responder con una rotunda
afirmación de los usos democráticos. La elección de sus candidatos
presidenciales mediante primarias era un gesto en esa dirección.
Apenas tres años después
de que los socialistas franceses se inclinaran por el sistema de primarias, los
socialistas españoles hicieron otro tanto. En el caso de los españoles, la
innovación obedecía a una coyuntura semejante a la vivida por el PSF cuando
Mitterrand abandonó la presidencia de la República, dejando esa sensación de
vacío político que sigue a la desaparición de los dirigentes aureolados por el
carisma. Tras el fuerte liderazgo de Felipe González, el siguiente secretario
general, Joaquín Almunia, creyó necesario obtener una legitimidad reforzada por
las bases del partido, y complementaria de la que le había concedido el aparato
en el congreso de 1997, para enfrentarse en las urnas a José María Aznar.
Las primarias aparecían
como un procedimiento que, además de democratizar el funcionamiento interno del
partido, facilitando la renovación de sus cuadros, permitiría al nuevo
secretario general liberarse del estigma, real o inventado, de haber sido
cooptado por decisión de González, cuya popularidad atravesaba por sus horas
más bajas.
La operación resultó un
fracaso, que a punto estuvo de acabar en el primer asalto con el experimento de
las primarias emprendido por los socialistas españoles. Contra todo pronóstico,
Almunia fue derrotado por un rival inesperado como Josep Borrell, y tuvo que
abandonar la carrera hacia la presidencia del Gobierno. A su vez, Borrell
dimitiría antes de las elecciones tras un escándalo de corrupción descubierto
en su entorno, y del que él era inocente.
La candidatura a la
presidencia del Gobierno que el Partido Socialista había elegido mediante
primarias quedó vacante, y la solución de urgencia adoptada por la dirección
socialista fue encomendársela de nuevo a Almunia. En lugar de la legitimidad
reforzada que había buscado, Almunia tuvo que abordar la campaña electoral,
primero, desautorizado por las bases que habían preferido a Borrell y, después,
obligado a salir a escena por la responsabilidad que ejercía, no por una
voluntad manifiesta de su partido. Tras cosechar para los socialistas los
peores resultados del periodo democrático si se exceptúan los del pasado 20 de
noviembre, Almunia dimitió la misma noche de las elecciones y dejó paso a una
gestora encargada de organizar el siguiente congreso, el XXXV.
La radical novedad que
representaron las primarias establecidas por Almunia parece haber inspirado desde
entonces la reconstrucción del pasado del Partido Socialista español más que la
fidelidad a los hechos. A pesar de los frecuentes equívocos al respecto, José
Luis Rodríguez Zapatero no llegó a la secretaría general a través de unas
primarias, sino de un congreso abierto y organizado por la gestora establecida
tras la dimisión de Almunia. Tampoco fue gracias a unas primarias como se
erigió en candidato a la presidencia del Gobierno, aunque la dirección del
partido cumplimentó escrupulosamente el trámite estatutario de proclamarlo cada
vez como único aspirante. En las dos elecciones en las que se presentó,
Zapatero, a diferencia de su antecesor, no experimentó la necesidad de obtener
de las bases ninguna legitimidad complementaria de la que le concedió, como
secretario general, el congreso en el que fue elegido, abierto y organizado por
una gestora.
El ascenso de Zapatero, un
diputado hasta entonces desconocido, a la secretaría general en 2000 y, sobre
todo, su vertiginosa llegada a la presidencia del Gobierno en 2004, otorgó al
sistema de primarias un prestigio que, de acuerdo con los hechos, debía
corresponder con mayor propiedad a la forma en la que se desarrolló el XXXV
Congreso.
Si Almunia había seguido
los pasos de los socialistas franceses para introducir las primarias, los
socialistas franceses siguieron los de los españoles al suponer, en 2007, que
una candidata como Segolène Royal sería, gracias a
algunos rasgos políticos comunes con Zapatero, la mejor opción para disputarle
la presidencia de la República a Nicolas Sarkozy. A
diferencia de Zapatero, Royal sí fue elegida candidata a través de unas
primarias; unas primarias en las que, aunque cerradas, el Partido Socialista
Francés organizó debates televisados entre los aspirantes, Laurent Fabius, Dominique Strauss-Kahn y
la propia Royal, y también debates internos con militantes socialistas deseosos
de conocer los respectivos programas. Pero los paralelismos de la trayectoria
de Royal con la de Zapatero concluyeron muy pronto: Royal fue derrotada por Sarkozy
en las presidenciales y, posteriormente, también en la lucha por la dirección
del partido, con la que se alzaría una dirigente con más amplia trayectoria
como Martine Aubry.
La experiencia de Royal en
las presidenciales francesas permitió establecer el primer balance entre las
ventajas y los inconvenientes, entre el esplendor y la miseria, del sistema de
primarias importado desde los partidos norteamericanos. Nada más confirmarse su
derrota en las presidenciales, Royal no habló de avances de la democracia
interna en el Partido Socialista ni de desmantelamiento de las oligarquías que
anteponían sus intereses y los de los militantes a los intereses de los
ciudadanos.
Por el contrario, se quejó
de los obstáculos que le interpuso el aparato socialista para desarrollar la
campaña electoral contra Sarkozy. Era el fenómeno de la bicefalia, el mismo que
una década antes había denunciado Borrell antes de dimitir como candidato a la
presidencia del Gobierno; el mismo que algunos analistas creyeron advertir durante
la campaña de los socialistas españoles para las elecciones del pasado 20 de
noviembre.
Quizá la explicación de
este fenómeno haya que buscarla únicamente en los comportamientos individuales
de los cuadros de los partidos, reduciendo la bicefalia a una simple
manifestación de la compleja condición humana. Pero su sospechosa reiteración
llevaría a suscitar algunas dudas sobre asuntos de mayor trascendencia, de
mayor calado; en concreto, sobre la posibilidad de que coexistan dos
legitimidades diferentes en el seno de una única organización jerarquizada, de
que las "posiciones de poder" y las "ventajas personales"
de las que hablaba crudamente Max Weber en su definición de los partidos puedan
obtenerse por dos vías distintas en cuya cúspide se sitúan dos "jefes"
también distintos, y elegidos, en fin, por dos cuerpos electorales
irremediablemente distintos.
Martine Aubry, que arrebató a Royal la dirección del
Partido Socialista en el último congreso, perdió frente a François Hollande las recientes primarias para elegir al candidato a
la presidencia francesa. En esta ocasión no han sido primarias cerradas sino
abiertas a todos los ciudadanos, una innovación acogida con satisfacción por
los partidarios de este sistema y criticada por sus adversarios en virtud de los
mismos argumentos, siempre los mismos, que los empleados en Wisconsin en 1905 y
en Francia en 1995.
Pero la elección de Hollande, bien situado en los sondeos frente a Sarkozy,
plantea un interrogante adicional sobre el sistema de primarias y, en definitiva,
ilustra una posible nueva miseria que tal vez vuelva a empañar su esplendor. Si
uno de los objetivos de las primarias era desmantelar el poder de los aparatos
burocráticos de los partidos, ¿tiene algún significado el hecho de que los dos
candidatos con más posibilidades entre los socialistas franceses fueran Aubry, actual primera secretaria del partido, y Hollande, su antecesor en el cargo? ¿Cómo es posible que el
sistema de primarias, que en EE UU sirvió para desmantelar definitivamente el
poder de las oligarquías que controlaban los partidos, sirva en Europa
exactamente para lo contrario, confirmando en el poder a los líderes que lo han
ejercido o que aún lo ejercen? A la espera de conocer si en las próximas
presidenciales francesas el candidato socialista se enfrentará o no a los
problemas de bicefalia, a los problemas de un conflicto entre legitimidades, el
esplendor adquirido los últimos años por las primarias sigue seduciendo, sin
que se repare demasiado en sus miserias.
El Partido Democrático italiano
las adoptó al poco de constituirse y los socialistas alemanes estudian hacerlo.
Mientras tanto, en Argentina, una reforma legal impuso a los partidos la
celebración de primarias abiertas y simultáneas, con obligación de votar para
todos los ciudadanos. La presidenta Cristina Fernández, que ya detentaba el
poder en el Partido Justicialista, fue ratificada con una rotunda victoria.