UNA ANOMALÍA HISTÓRICA
Artículo
de Carlos Sánchez en “El
Confidencial” del 17 de abril de 2011
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
España tiene por
delante el desafío de integrar a los partidos nacionalistas
Sostenía Ferdinad Lassalle -viejo socialista- que toda declaración política
comienza por decir la verdad. Pero de forma recurrente lo que está en juego no
es tanto la autenticidad de los hechos, sino nuestra incapacidad para
entenderlos. Y España tiene, en este sentido, una terrible historia. Ahora que
se evoca el 80 aniversario de la II República, conviene recordar que su fracaso
como forma
pacífica de convivencia tiene mucho que ver con errores históricos anteriores a 1931. En particular durante la Restauración, donde el país
fue incapaz de integrar en la vida pública a las nuevas clases emergentes
surgidas de la revolución industrial: los asalariados del medio urbano.
Esos errores explican en parte el nacimiento de
antagonismos radicales que desembocaron, como todo el mundo sabe y en un
contexto político internacional endiablado, en la guerra civil. Precisamente,
por la incapacidad de la sociedad española y de su clase política para encauzar
y articular los problemas.
Pese a lo celebrado de la frase, Marx se equivocó cuando dijo que la historia siempre se repite, primero como tragedia y luego como farsa. La historia nunca se repite. Ni siquiera como sainete. Pero sí ofrece una segunda
oportunidad. Y España tiene ahora por delante el desafío de integrar no ya a
los trabajadores en la vida pública -un objetivo logrado-, si no a los partidos
nacionalistas, convertidos por una ley electoral lamentable en árbitros del
sistema político. Probablemente el mayor error de la Transición fue no haber
creado una cámara territorial -el actual Senado es un engendro político- donde se dirimieran los asuntos autonómicos y, en
paralelo, haber diseñado un sistema electoral capaz de crear partidos bisagras
de ámbito estatal y no de corte nacionalista.
Las cosas, sin embargo, son como son, que diría el
filósofo, y sorprende que en 34 años de democracia este país no haya sido capaz
de integrar a las fuerzas nacionalistas en el Gobierno de la nación, lo cual es
una anomalía
histórica. Máxime
cuando formalmente la ley electoral tiene un fuerte componente proporcional, lo
que en teoría alimenta la existencia de gobiernos inestables, salvo mayorías
absolutas (tres en las diez elecciones generales celebradas desde 1977).
Esta evidencia justifica la existencia de ejecutivos
de coalición con el fin de garantizar la gobernabilidad del país. De hecho, esa
ha sido la experiencia de Europa -y todavía lo es- desde 1945, donde los pactos
postelectorales son la normalidad democrática. Incluso en países con sistemas mayoritarios, como sucede actualmente en
el Reino Unido.
Sin embargo, y de manera incomprensible, en España
nunca se ha explorado esta vía. Es cierto que en la mayoría de las ocasiones
por culpa de los propios partidos nacionalistas, que jugando al victimismo han logrado poner al Estado a sus pies gracias a sus
minorías cualificadas y su capacidad de presión. Pero en otras ocasiones han
sido PSOE y PP quienes han jugado al tacticismo
político mediante acuerdos puntuales para salvar votaciones que sólo han servido para resolver problemas parciales.
Un modelo agotado
Las cosas son como son, y sorprende que en 34 años de
democracia este país no haya sido capaz de integrar a las fuerzas nacionalistas
en el Gobierno de la nación, lo cual es una anomalía histórica
Esta forma de hacer política ha funcionado con mayor o
menor fortuna desde 1978, pero parece evidente que el modelo está agotado a la vista de lo que tiene España por delante. No
estamos sólo ante una mera crisis económica derivada de una caída de la
demanda. Los problemas atañen también a la propia organización del Estado, lo
que exige cambios legislativos de indudable calado -incluso a nivel
constitucional- que no se pueden realizar con una visión cortoplacista de la acción
política. Es decir, sin el concurso de los partidos nacionalistas. A no ser que
se quieran repetir los errores del pasado, cuando España no fue capaz de
articular una propuesta para resolver lo que antaño se llamó la cuestión social. En este caso habría que decir la cuestión nacional.
Se equivocará el próximo inquilino de la Moncloa si
cree que con un paquete de reformas económicas, por muy potente que sea, España estará en condiciones de crear dos millones
de puestos de trabajo, que es lo que necesita este país para que la tasa de
desempleo vuelva a situarse por debajo del 10%, un nivel todavía alto pero
homologable.
A veces se olvida que cuando en 1996 comenzó un nuevo
ciclo económico, se dieron circunstancias irrepetibles. Los fondos comunitarios
eran inmensos (6.000 millones de saldo neto al año); la inmigración (que es la
que hizo la verdadera reforma laboral) era residual; los tipos de interés eran extraordinariamente elevados (y
sólo podían bajar), y del alumbramiento del euro sólo podían llegar buenas
noticias para un país acostumbrado a ganar competitividad devaluando su moneda.
El resto lo hicieron las privatizaciones, verdadero maná para las arcas
públicas.
Es ridículo pensar que ese contexto
extraordinariamente positivo vaya a reeditarse. La historia nunca se repite.
Entre otras cosas debido a que la globalización ha creado nuevos competidores
impensables en aquella época. Lo que ha pasado esta semana -Telefónica, PC
City, Bimbo…- es sintomático. La crisis, que ha afectado de forma especialmente
cruel a las pequeñas y medianas empresas, amenaza ahora a las grandes que compiten en los mercados internacionales. La
deslocalización ya no es una cuestión de multinacionales extranjeras
hambrientas de dinero, sino de empresas españolas que han colgado el ‘no va
más’. Y que se aprovechan de una desdichada reforma laboral que sólo ha
empeorado las cosas, y de ahí el cinismo de Rubalcaba que dice ahora no estar de acuerdo con los despidos en Telefónica,
amparados por su ley.
El profesor Lorenzo Serrano ha dejado por escrito que a la
luz de lo ocurrido en otros periodos, para volver a ver tasas de paro del 8%
similares a las del periodo 2006-2007 serán precisos seis años “en el mejor de
los casos” (eso nos lleva a 2017) y 12 años en el peor (eso nos lleva a 2023).
Es decir, cuando las presiones demográficos se van a acelerar, y con ellas sus consecuencias económicas.
Acercar ingresos y gastos
Las reformas pasan por la creación de un nuevo modelo
territorial más eficiente que necesariamente debe culminar en un Estado federal
que cierre el modelo autonómico
No hay duda, por lo tanto, que las reformas pasan por
la creación de un nuevo modelo territorial más eficiente que necesariamente
debe culminar en un Estado federal que cierre el modelo autonómico. Básicamente
con un objetivo: lograr verdadera corresponsabilidad fiscal acercando los ingresos y los
gastos. Mientras
que las comunidades autónomas son culpables de las dos terceras partes del
gasto público, apenas recaudan una cuarta parte, lo que produce enormes
desequilibrios que hay que racionalizar.
La solución no pasa desde luego por pequeños pactos, sino por una
reformulación del Título VIII de la Constitución integrando a los partidos
nacionalistas en la acción de Gobierno. La tentación puede ser cambiarlo por un
gran acuerdo entre los dos principales partidos, pero eso sólo agravaría los
problemas si se plantea en términos de exclusión, lo que no es óbice para que
en caso de automarginación nacionalista PSOE y PP pacten las
reformas legislativas necesarias. Se trata de un verdadero pacto de Estado en línea con la reforma
constitucional alemana de 2006, que salió adelante con el respaldo de la CDU y
el SPD después de que hubieran transcurrido ocho años desde su formulación
original.
Esa es la herencia que deberá dejar el próximo
inquilino de la Moncloa. Sin reformas institucionales que ataquen la raíz de
los problemas (y no meros recortes del gasto público sin ningún recorrido),
este país no saldrá adelante y continuará languideciendo durante al menos una década. A veces se olvida que el problema no es tanto
los 18 millones de ocupados -que también-, sino los cinco millones de
trabajadores excluidos del sistema productivo, y que no encontrarán empleo
jugando al voluntarismo político.
Lo que está en juego es la reforma educativa, la
sanidad, la dependencia o la jungla de normas autonómicas que ahora ahogan a
las empresas. O, incluso, la reforma de la administración de justicia. Ello
exige un nuevo marco de cooperación más allá de los consejos territoriales, que se han demostrado instrumentos
insuficientes para abordar los problemas. Fundamentalmente por ausencia de
dirección política.
Como recuerda el profesor Villares, si Azaña pudo decir en 1924, en su interpretación del golpe de Estado de Primo de Rivera, que la dictadura llegaba envuelta en ‘paño catalán’,
algo similar se podría decir de la Restauración de 1874, en la que la
contribución catalana fue decisiva. Desgraciadamente, no lo es ahora, salvo
episodios aislados, y eso lastra el futuro del país. Las sandeces de Artur Mas y compañía a cuenta de los referéndum se acabarán cuando la Caixa y los industriales catalanes digan a sus políticos:
'hasta aquí hemos llegado'.