DE SECTARISMOS Y PARADOJAS
Artículo de J. J. Armas Marcelo en “ABC” del 04/05/2005
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Para muchos
ciudadanos españoles, la política de nuestra democracia parece estar condenada
para toda la eternidad a sortear las paradojas y los sectarismos que, como
colesterol malo, ella misma planta, vendimia, produce y vende como si fuera una
factoría de disparates.
En 1996, cuando la gran paradoja de Aznar ganó las elecciones en minoría, un
amigo cercano me contó el significativo episodio que había sufrido él mismo por
aquellos días. Uno de los periodistas adscritos al PSOE, amigo suyo hasta
entonces, lo invitó a comer en un italiano frente al Dikens, en el corazón del
barrio madrileño de Salamanca. En un momento determinado de la tenida, el
periodista le preguntó: «¿Y qué va a pasar con mi telediario?» (sic). El
lenguaje nos delata: obsérvese el desarrollado sentido de la propiedad del
preguntón. «Pasará como con González y Calviño. Te quitan y ya está. Otro», le
contestó mi amigo. Hasta entonces, la comida había transcurrido por caminos de
afable conversación, diálogo fluido, recuerdos comunes y cosas así. A partir de
la respuesta de mi amigo, el suyo cambió de rostro, le subió el sulfúrico y
avisó con denuedo: «¡Pues mucho cuidado, porque vamos a volver antes de lo que
supones y cortaremos muchas cabezas!». Me contó mi amigo que, ante el exabrupto
de su hasta entonces amigo y siempre un gran sectario, no tuvo otra delicadeza
que el sarcasmo: «Tanto daño me hagas como miedo te tengo, muchacho», dijo.
«Parece mentira», le dije a mi amigo cuando me hizo el relato y descubrió el
nombre del periodista tan poéticamente afectado casi siempre.
La pequeña historia de los pueblos, sus vicios y sus virtudes, está en la suma
de los episodios a los que la sociedad no da importancia porque los tiene por
anécdotas irrelevantes. Hasta que la bola de nieve se le viene encima convertida
en un alud de incalculables dimensiones. Es lo que sucede con el sectarismo en
nuestra frágil, aplaudida y, por paradoja, denostada democracia. Los partidos
políticos de nuestra democracia marcan la fiebre del sectarismo que se está
adueñando poco a poco de la sociedad española con grave riesgo de enfermedad
mental. Esos mismos partidos políticos, de cualquier pelaje ideológico, se
llenan de comisarios, observadores, espías y delatores secretos que levantan
informes con los que, a veces, se somete al militante o simpatizante propios a
juicios sumarísimos e inquisitoriales por su tibieza excesiva con el enemigo
político o por su falta de pasión al defender pública o privadamente a los jefes
de la secta o a la propia secta que tantos beneficios ha concedido a los
desagradecidos. Otras veces se condena al ciudadano crítico e independiente al
viejo vicio del ostracismo civil, sin motivo aparente, cuando no al silencio
mortuorio, por el hecho de no ser afecto a nosotros y a los nuestros. Es lo que
Manolo Millares, en su implacable discurso moral, denominó «la técnica de la
mezquindad», que en este país, por lo que estamos viendo, no es patrimonio
esencial de las derechas ni de las izquierdas, sino de cualquier ideología que
asuma la tentación idolátrica de la superstición, realidad demasiado frecuente
en nuestra historia para que pasemos página como si mereciera el olvido.
Cuando afirmamos que el sectarismo radical se ha ido instalando lenta, insensata
pero imparablemente en la política y en las costumbres de la sociedad española,
no estamos más que describiendo un estado lamentable de cosas que creíamos, por
ingenuos, haber desterrado con la llegada de las libertades, el respeto a los
derechos humanos y los valores democráticos. Estado de cosas al que hay que
añadir un segundo riesgo, éste más natural pero no menos peligroso y gratuito
que el primero: el gusto de nuestras clases dirigentes y el de nuestros partidos
democráticos -aunque algunos no lo sean tanto y otros nada, sea dicho de paso-
por jugar en exceso con las paradojas en la política. Un ejemplo de todos los
días: Euskadi. En las últimas elecciones autonómicas, el lendakari Ibarretxe ha
visto derrotado con estrépito, y sin paliativos (por mucho que los paños
calientes traten de endulzar el gesto de estupor de su rostro), el plan que
lleva su apellido y firma: muchos de los suyos se han quedado en casa,
rechazando su invitación al plebiscito; sus adversarios políticos, incluso los
batasunos, le han robado la cartera en buena lid, como se dice popularmente.
Recapitulemos con suavidad: con apoyo batasuno, pudo llegar Ibarretxe y su plan
al Parlamento español para ser derrotado por el sentido común de la política
española. Su mejor apoyo entonces, los batasunos independentistas, son ahora los
sepultureros en el entierro de su proyecto soberanista. Y encima se quedan la
llave de la tumba. Ahora, si este país nuestro no fuera tan paradójico,
Ibarretxe tendría que negociar un estatuto para todos los vascos en Euskadi,
donde tenía que haberlo hecho siempre, y con todos los partidos políticos
vascos, sin desplantes ni soberbias excesivas. Otrosí paradójico: los batasunos,
los peores enemigos de la democracia española, por terroristas e
independentistas, han terminado por ser, al menos por un día, el del plebiscito
fracasado, los mejores aliados objetivos de los constitucionalistas españoles.
Ellos solos, los batasunos, con su pretendida victoria en las urnas (no tienen
mucho más de lo que ya tenían; tienen mucho menos de lo que tuvieron: paradoja
sobre paradoja, con menos, más; con más, menos) se han bastado para acabar con
las esperanzas de glorioso héroe nacional de Juan José Ibarretxe, vicio tan
antiguo como español, qué paradoja, el de la ansiosa heroicidad adanista.
No soy partidario de entrar, al menos esta vez, en disquisiciones políticamente
correctas y morales, jardines donde cada uno entra con las gafas del color con
el que más nos gusta mirar desde la orilla al horizonte, sino dejar al pairo la
vela y que cada palo aguante el golpe de mar que le corresponda. Salvo para los
ciegos voluntarios, es un hecho que el País Vasco ha derivado en laberinto
inextricable, y lleno de minotauros de andar por casa, por la irresponsabilidad
mayor de sus gobernantes, que han utilizado el rumbo y el timón como si fueran
una misma herramienta, un arma sectaria y arrojadiza contra todo cuanto se movía
en dirección opuesta. Timón y rumbo han devenido en bumerán paradójico para caer
encima de quienes, mucho más nacionalistas y carcas que el obsoleto concepto de
nación que manejan como si fuera el infinito cargado de futuro, no deben ni
pueden lavarse las manos en su función de hacedores del disparate. Hasta el
momento presente, ni Quebec, ni Ulster. Ni balcanización todavía, sino paradoja
sobre paradoja, extendiéndose como chapapote (sí, la metáfora es de dominio
público y no de aquellos sectarios que quieren secuestrarla como si fuera de su
propiedad privada) por otros territorios de la España constitucional, allá donde
los egoísmos de determinados dirigentes y partidos políticos están muy por
encima de las urgencias y necesidades de la realidad ciudadana. Negar esa
evidencia, y sus muchos riesgos, sería una cruel paradoja que no podemos
permitirnos los constitucionalistas. Como sería de sectarios irredentos negar la
posibilidad (no olviden la recomendación del Tío Albert: todo es relativo) de
una reconducción del deteriorado proceso político vasco, hasta llegar a un lugar
de encuentro donde la superación de tantos enconados contrarios sea la gran
esperanza de una convivencia en paz. Sé que traduzco un optimismo tal vez
excesivo, pero tengo derecho civil (y perdonen la redundancia) a luchar contra
los molinos de viento, la paradoja perpetua y al sectarismo rampante, con el
artefacto de la palabra escrita. Sobre todo en el año quijotesco que estamos
celebrando, por cierto, por todo lo alto...