EL DERRUMBE DE ZAPATERO ARRASTRA A ESPAÑA
Artículo de José Antonio Sentís en “El Imparcial” del 02 de junio de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Las crisis económicas son devastadoras, pero a veces sirven para recomponer la moral colectiva, incorporar nuevos valores sociales. Quizá ese efecto se produzca en España aunque, por el momento, estamos sólo en la primera fase: la devastación.
En la
España de la crisis económica ha fallado todo, y lo que no ha quebrado está a
punto de hacerlo.
Obviamente,
lo primero que ha fracasado ha sido el Gobierno y, en especial, su presidente,
que ha asumido una dirección personalista del barco que ha ido directamente
hacia el iceberg gigante mientras su capitán mandaba acelerar los motores y
tirar por la borda las lanchas salvavidas.
Pero,
aún siendo el Gobierno de Zapatero el que más se ha distinguido en incapacidad,
incompetencia, improvisación e impotencia, el resto de las formaciones
políticas nacionales o autonómicas han perdido credibilidad ante la ciudadanía.
Vivimos, parece, en una situación general de desconfianza ante la política,
aunque se percibe también en las encuestas que, al menos, pensamos que un gran
cambio sería imprescindible para remontar la situación. Y no tanto porque la
oposición tenga que tomar el relevo (que es una mejor hipótesis que el
continuismo en el desastre de Zapatero) cuanto por la esperanza en las
capacidades catárticas de ese relevo. Que algo cambie, porque estamos en un
punto de la acción gubernamental que no puede empeorar.
La
mayor desesperanza de la situación es que faltan dos años para las próximas
elecciones, lo que es una larguísima agonía para el Gobierno, para Zapatero,
pero, sobre todo, para España. Y, por eso, muchos españoles sueñan con el
milagro de que Zapatero se vea obligado a disolver las Cámaras. Pero el
problema estriba en que esa decisión sólo puede ser forzada por dos grupos
nacionalistas, PNV y CiU, a los que les puede convenir o no.
Ésa,
en todo caso, es una simple crisis política, y de ésas ya tenemos experiencia
en España. El problema de ésta es que se lo está llevando todo por delante.
Por
ejemplo, la propia arquitectura del Estado. El diseño autonómico fue un
original invento, bastante poco calculado a largo plazo, pero que tuvo unas
funcionalidades en su momento. Se hizo, obviamente, para acallar las pulsiones
nacionalistas, pero se justificó por aquello de acercar la administración al
ciudadano. La realidad del experimento fue que, alguna década después, no se ha
visto disminuir la presión “emancipadora” de algunas Comunidades (ya
alborotadas con la reivindicación nacional) y, además, el asunto ha salido
carísimo en lo económico e incontrolable (o incoordinable,
si se prefiere la palabreja) en lo político.
El
Estado Autonómico es mucho más autonómico que Estado. Los dirigentes de las
Comunidades se deben progresivamente más a su terruño que al bien común. Su
solidaridad alcanza a las fronteras regionales, pero se difumina cien metros
después de sus lindes. Y todo ello se traduce en la amplificación de los
propios intereses que, en cualquier sociedad de mercado se llaman de la misma
forma. Más dinero o, si la bolsa está vacía, más deuda.
El
problema del diseño autonómico se mezcla con el inacabado diseño municipal.
También aquí todo el mundo se pregunta qué hay de lo suyo. Y lo suyo es
carísimo, porque todo regidor que quiera enfrentarse a unas elecciones tiene
que poner pan y circo para que le voten. Nadie va a ser menos que el de al
lado, y son más de 8.000 las entidades municipales.
Naturalmente,
si la arquitectura del Estado falla, podríamos refugiarnos en otras
estabilidades sociales. Pero ahí también ha anidado la crisis, que en un marco
conjunto de desilusión, salta de forma explosiva al primer plano. Por ejemplo,
las instituciones judiciales y constitucionales.
Los
Tribunales (consideremos para generalizar como “tribunal” al Constitucional),
contaminados por la política, son las primeras víctimas de esta descomposición
generalizada. Están bajo la lupa, faltos de credibilidad y de respaldo político
y social, cuando no directamente desacreditados y vilipendiados por los otros
poderes del Estado.
El
derrumbe propiciado por la falte de liderazgo y de confianza podría ser paliado
si, al menos, hubiera una estructura económica sólida. Pero, desgraciadamente, el
poder financiero está tan vapuleado como el resto, tan contaminado
políticamente, y tan impotente y fraccionado como las otras instancias
nacionales. El provincianismo autonómico ha tenido su máxima expresión en el
desmadre de las Cajas de Ahorro (con alguna honrosísima excepción), y parece
que tampoco nadie tiene capacidad de poner el cascabel de la racionalidad a ese
gato.
Nadie
hace lo que tiene que hacer, porque nadie quiere perder su sillón, aunque éste
esté en el comedor del Titanic. Y nuestra autoridad
económica, también imbricada en lo político, es incapaz de poner orden, porque
carece de autoridad y porque su poder (de nuevo) está repartido en las
Autonomías.
Por
todo esto, la crisis se extiende como un reguero de pólvora. El golpe
inexplicado, y probablemente inútil desde el punto de vista de la recuperación,
a funcionarios y pensionistas ha llevado a que miremos con lupa cada gasto de
cada político, empresario o simple ciudadano, con algo muy parecido al rencor
de clase. Que miremos a los restaurantes de lujo como espacios diabólicos, a
los coches oficiales como carruajes de Drácula.
Es
posible que hayamos descubierto lo ficticio de la tramoya de crecimiento y
bienestar que nos creíamos, desde el Estado Autonómico hasta la política
subvencionada, por no hablar de los sindicatos paniaguados y de las hipotecas
fáciles. Y estamos a punto de ampliar el campo de tiro: ¿qué hay de quienes
defraudan impuestos con trabajos en negro, de quienes se embolsan el paro con
otras ocupaciones, quienes evaden dinero con ingeniería financiera? Pero,
también, ¿qué pasa con la productividad en España, por qué sólo sube cuando hay
miedo a la pérdida de trabajo? ¿Y con la cobardía de muchos empresarios? Y ¿qué
pasa con la educación, con los valores juveniles? ¿Adónde nos ha llevado tanto
esfuerzo de ingeniería social antifamiliar, laicista;
recuperador de las divisiones históricas, jaleador de las civilizaciones anticivilizatorias?
Todo
está en cuestión, del Rey abajo. Al jefe del Estado también le ha llegado la
ola, porque sea o no respetada su labor, muchos ya la cuantifican como
carísima. Demasiado dinero, o demasiada familia. Demasiados Ministerios o
demasiado incompetentes. Demasiados Gobiernos autonómicos, cargos regionales o
asesores. Demasiada Administración, duplicada o triplicada, demasiados medios
de comunicación públicos, demasiadas Cajas. Y todos al lado de demasiados
parados.
La
cara de los españoles se ha mirado en el espejo de Dorian
Gray, y su imagen se deteriora por momentos. Es imperioso acabar con esta
dinámica, porque la sociedad está fracturada en la convivencia y en su
solidaridad interna. Se está cuajando de envidias y rencores. La desconfianza
es ya el sentimiento dominante. Estamos en el corralito mental.
De
aquí no se sale con uno o cien decretos ley. Se sale con un liderazgo político
que impulse un cambio de mentalidad colectiva. Pero los españoles tienen que
tener la posibilidad de elegirlo, y para eso hace falta que Zapatero se dé
cuenta de una vez de su fracaso y de que, si no ha sabido gobernar, debería
saber retirarse.