EL ESPEJISMO DEL ESTADO DE BIENESTAR
El modelo socialdemócrata
de Estado de bienestar no ha existido nunca en España, ni podrá surgir ya en el
futuro
Artículo de
Ignacio Sotelo en
“El
País” del 18-2-12
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web.
El
modelo socialdemócrata de Estado de bienestar no ha existido nunca en España,
ni, caducado hace tres décadas en Europa, podrá surgir ya en el futuro. Pasemos
a argumentar ambas tesis.
Después
de la Segunda Guerra Mundial empezó a tomar cuerpo en unos pocos países
—Suecia, Reino Unido— el Estado socialdemócrata de bienestar. Convencidos de
que el capitalismo necesita de la intervención del Estado para superar dos
deficiencias básicas —la incapacidad de ofrecer empleo a todos los que lo
necesiten y una distribución de la riqueza cada vez más desigual— en un largo
período de continuo crecimiento con pleno empleo (1950-1975), se pusieron en
marcha políticas sociales que reflejaban un poder creciente de la clase
trabajadora. A la larga hubiera implicado una profunda transformación del
capitalismo, algo que la socialdemocracia pretendía abiertamente —no en vano,
consideraba el Estado de bienestar el instrumento adecuado para avanzar hacia
el socialismo en democracia— pero es obvio que los dueños del capital tenían
que oponerse desde un principio, máxime cuando el mantenimiento del pleno
empleo al final exigía el control social de las inversiones.
A
mediados de los setenta desapareció el pleno empleo, convertido desde entonces
en la liebre mecánica que nunca se alcanza. El punto de arranque fue la primera
crisis del petróleo (1972-73) que puso de manifiesto que podía muy bien
ralentizarse el crecimiento, a la vez que aumentar inflación y desempleo, sin
que una mayor inversión pública, o el consumo interno tuviesen otro efecto que
empeorar la situación.
Nada ha marcado tanto la historia económica de los
últimos treinta años como la conversión al neoliberalismo del socialismo
español
Comienza
una nueva época, la del neoliberalismo poskeynesiano,
a la que ni siquiera la actual crisis ha puesto punto final. Si el sistema
financiero amenaza con desplomarse, habrá que acudir al dinero público, pero
solo para volver lo antes posible a la única receta que se reputa viable:
libertad de los mercados. Una vez salidos del hoyo con un durísimo ajuste, que
pasa por reducir el Estado social a mínimos y los salarios a lo que permita una
productividad decreciente en la mayoría de los empleos, el crecimiento
dependería de la capacidad de expulsar al Estado de los ámbitos económicos y
sociales que no le competen.
Se
ha esfumado por completo la idea de que de la crisis saldría un mundo muy
distinto, Sarkozy llegó a hablar incluso de una refundación del capitalismo.
Los poderes económicos, que ahora llamamos mercados, han terminado por imponer,
tanto una salida liberal, como la confianza en que el crecimiento que se
produciría al eliminar las trabas que constriñen los mercados, remediaría el
desempleo, por lo menos hasta la próxima crisis.
Cuando
en 1982 llegan los socialistas al poder en España, ya se había desplomado el
modelo socialdemócrata de Estado de bienestar, al que se le echa en cara
producir a la vez inflación y paro; en cambio con Reagan y Thatcher
el neoliberalismo se hallaba en rápido ascenso. Saltando del marxismo de salón
al neoliberalismo, los socialistas españoles se desprenden, tanto del socialismo
francés, que el breve experimento de Mitterrand había hecho añicos, como
del modelo socialdemócrata que, desalojados del poder los laboristas británicos
y los socialdemócratas alemanes, no gozaba del mayor prestigio.
La
conversión socialista al liberalismo se justifica en la creencia de que el
capitalismo puro y duro es el único que crea riqueza, y habría que cocinar el
pastel, antes de repartirlo; cualquier otra política llevaría, de la forma todo
lo igualitaria que se quiera, a distribuir miseria. Que los empresarios ganen
cada vez más es garantía de que habrá mayores inversiones y, por tanto, un
crecimiento más rápido; en cambio, poner trabas a la economía sumergida o al
fraude fiscal supondría detener el crecimiento.
Lamentablemente
se deja en la penumbra cómo se va a redistribuir la riqueza acumulada, reparto
que constituye el rasgo definitorio de la nueva socialdemocracia. Cuando llegan
incluso a afirmar que bajar los impuestos es de izquierda, a nadie podrá ya
sorprender que la desigualdad social haya aumentado a la misma velocidad con
los socialistas que con los gobiernos conservadores.
Nada
ha marcado tanto la historia económica de los últimos treinta años como la
conversión al neoliberalismo del socialismo español. Desde el convencimiento de
que no hay alternativa al capitalismo – “pensamiento único” – Boyer, Solchaga, Solbes, Rato, Montoro, son intercambiables. Cierto que tal vez la
conversión liberal del socialismo haya evitado algunos experimentos que
hubieran resultado ruinosos, y que los años de crecimiento y de estabilidad de
que hemos disfrutado se han debido a que los dos grandes partidos, manteniendo
la ficción de sus diferencias con duros enfrentamientos retóricos, no se hayan
desviado un ápice del modelo neoliberal. Comprendo la indignación de los
votantes del PSOE, y la sorpresa reciente de una buena parte de los del PP,
cuando han comprobado que no se constatan diferencias significativas en las
políticas de los dos partidos antes de la crisis, ni en las que han llevado los
unos, o están llevando los otros, para intentar salir del pozo.
Pero,
¿qué sentido tiene, como no sea uno burdamente electoralista, mantener la
leyenda de un pasado socialdemócrata que habría construido nada menos que el
Estado de bienestar? Lo cierto es que en España nadie se ha movido fuera de la
ortodoxia capitalista del Estado social bismarckiano
que inventaron los conservadores para integrar a una clase trabajadora con
veleidades revolucionarias.
Ha
perdido ya toda credibilidad el mito que manejaron los socialistas con tan
buenos resultados de que el PP en el poder suprimiría el Estado social. La
gente se está librando de las antojeras de los
partidos y es cada vez más consciente de que los que llegan al gobierno hacen
la misma política económica que determina una política social que solo se
distingue por pequeños matices.
No se divisa fuerza social que pueda enfrentarse al
poder inmenso de una elite internacional que ha acumulado una enorme riqueza
El
modelo socialdemócrata no ha existido nunca en España, y con la mayor
contundencia cabe también afirmar que, por mucho que de él se reclamen algunos
partidos que se dicen de izquierda, tampoco surgirá en el futuro: han
desaparecido las condiciones socioeconómicas que lo hicieron posible. No
existen ya las grandes unidades productivas que ocupaban a miles de
trabajadores con un puesto de por vida que proporcionaba una conciencia de
clase, sobre la que se levantaba el movimiento obrero, formado por
la sinergia del sindicato con el partido. La convergencia de estas dos organizaciones
fundamentó la pretensión socialdemócrata de ir superando el capitalismo en
democracia.
En
una sociedad muy fragmentada, con una población creciente en situación
precaria, no se divisa fuerza social que pueda enfrentarse al poder inmenso de
una élite internacional que ha acumulado una enorme riqueza. La capacidad de
trasladar sumas inmensas de capital de un país a otro permite imponer su
voluntad a Estados cada vez más débiles. Esto no significa que no haya
respuesta al dominio asfixiante de unos pocos, pero sí de que estamos aún muy
lejos de que las medidas pertinentes tengan el necesario consenso mayoritario.
La
primera batalla que hay que dar es la ideológica, desmontando uno a uno los
dogmas del capitalismo liberal. Los dos principales que manejan los poderosos
para abrir una espita de esperanza a una población condenada a un rápido
descenso de su nivel de vida son el crecimiento económico y el empleo que
traería consigo.
Habrá
que empezar por replantear la vieja cuestión de los límites del crecimiento,
por razones medioambientales, agotamiento de los recursos, aumento de la
población mundial y la mayor participación en el consumo de otros continentes,
así como la automación, la revolución informática y
la deslocalización industrial hacen cada vez más escasos los trabajos sin
conocimientos específicos.
Ignacio
Sotelo es catedrático de Sociología