DEFENSA DE LAS NACIONALIDADES HISTÓRICAS
Artículo de Eugenio Trías en “El Mundo” del 13/01/2005
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Ante actitudes independentistas que se manifiestan como pacíficas, o no violentas, siempre me pregunto lo mismo: ¿Saben exactamente lo que quieren? ¿Conocen las consecuencias de su orientación y tendencia? ¿Han reflexionado de verdad sobre lo que arriesgan? ¿Se inspiran en un examen serio sobre las posibilidades reales que su proyecto independentista posee?
¿Pueden vislumbrar, aunque sea de forma tentativa y aproximada, los modos, las rutas o los meandros posibles a través de los cuales su idea política puede llegar a implantarse? ¿Tienen en cuenta la situación geopolítica en que Cataluña y Euskadi se hallan? ¿Son las suyas actitudes verdaderamente responsables?
Siempre apelan al derecho que tienen o pueden tener o a la legalidad que puede amparar sus actitudes. Se llenan la boca con los derechos.Pero en su vocabulario jamás se habla de deberes.
Parecen ignorar que el deber primero de todo
político es la responsabilidad.Ésta consiste en la capacidad de responder de los
propios actos.Pero sobre todo en la extrema sensibilidad por atender a las
situaciones. O a los marcos reales en que la acción política se inscribe.
¿Cumple el independentismo los mínimos de responsabilidad que pueden exigirse en
el juego político? ¿Son conscientes de lo que pueden llegar a poner en juego, y
hasta amenazar y arruinar? ¿Lo son los políticos? ¿Lo son los teóricos o los
intelectuales que con ingenuo desparpajo, o con absurda frivolidad, o con el más
irritante vacío de reflexión se apuntan a esa posibilidad extrema?
En su discurso siempre es el enemigo externo, el hostis, el que acarrea con la
responsabilidad respecto a lo que pueda resultar seriamente amenazado y hasta
quebrantado a partir de sus actitudes.La culpa la tiene siempre el otro. El
Otro. España. Madrid. El Partido Popular. Aznar. El culpable siempre tiene para
los independentistas el mismo nombre. Esa es una de las formas de enervante
monotonía a la que esas actitudes son propensas.
¿Saben, conocen, han pensado y reflexionado en los caminos a través de los
cuales pueden llegar a proclamar la independencia en sus respectivos
territorios? Nada de eso se considera: ni una palabra sobre la posible amenaza o
ruina de la paz civil que su proyecto político puede acarrear. Y me estoy
refiriendo únicamente a los que proclaman a viva voz su actitud pacífica, o sus
ademanes no violentos.
Estos independentistas cuentan una y otra vez una extraña fábula: un proceso a
través del cual, pacíficamente, en buenos términos, con buen talante -pues
«hablando se entiende la gente»- puede tramitarse un proceso de ruptura, de
divorcio, de separación.Se produce la separación matrimonial, el reparto de
bienes: todo según mutuo acuerdo y del modo más angelical. Se acabó, punto
final, y aquí no ha pasado nada. Y si te he visto no me acuerdo.
Esa novela mediocre no se la cree nadie. Jamás suceden las cosas de ese modo, ni
en la vida privada ni en la res publica. Esa ficción es pura ilusión, demagogia,
mentira. No vale decir: nosotros somos pacíficos y no violentos. Son ellos los
que hablan de medidas excepcionales, o los que apelan a la «fuerza de las
armas», o a «estados de excepción y de emergencia».
El problema no está solo en los que
pronuncian esas voces, sino también en quienes incitan y excitan a ciertos
sectores a pronunciarse en esos términos.Entre ambos, de una extraña manera,
parecen entenderse. Se necesitan.
Hace bastantes años, a principios de los 80, volvía un conocido nacionalista
catalán de un viaje por la antigua Yugoslavia. En un foro en el que la mayoría
simpatizaba con su actitud nacionalista manifestaba su entusiasmo: ¡ese era el
modelo para Cataluña, para España! El modelo yugoslavo. La perfección, la
panacea.
Ese clarividente personaje había conocido un Estado que constituía una auténtica
Confederación de Naciones. Declaraba que su máxima virtud consistía en lo
siguiente: a pesar de la mano férrea dictatorial de Tito, el Estado poseía una
expresión mínima en relación a los grandes márgenes autonómicos de las distintas
naciones.
Un mínimo de estado y un máximo de autonomías
nacionales. Era un modelo digno de ser imitado: una verdadera nación de naciones
en la que el primer término (nación) debería escribirse en minúscula.
Siempre que se habla de reforma de la Constitución, o que se dibuja la idea de
una confederación de naciones, no puedo evitar el recuerdo de esa anécdota.
Sobre todo teniendo en cuenta el desenlace de ese estupendo proyecto -yugoslavo-
cuyas virtudes ponderaba, con gran regocijo, ese prócer nacionalista catalán tan
perspicaz.
Algún medio norteamericano de la prensa señala estos días, con no disimulada
complacencia, la posible balcanización de España.Y el carácter de bomba de
relojería que puede poseer una España en proceso de balcanización respecto al
proyecto europeo.
Muchos nos preguntamos: ¿por qué ahora, justamente ahora, se plantea con tal
virulencia algo a todas luces innecesario: la reforma de la Constitución? Está
claro que es la cita europea lo que determina esa nerviosa urgencia. Se teme que
la Europa que se constituya lo sea de estados-nación, y que allí no tengan lugar
alguno las llamadas naciones sin Estado.
Se da por sentado el declive del
Estado-nación, en grave e irresponsable confusión de una tendencia a largo
plazo, y de lenta erosión, que puede dar lugar a importantes reflexiones de
filosofía política, y una realidad que se halle al alcance de la mano, y que
puede generar opciones en el ámbito de la política real.
Con todo lo cual se desvía lo que en estos momentos se debiera estar discutiendo
aquí en España, como sucede en Francia, en Alemania, en Suecia, en Dinamarca o
en Italia: la Constitución Europea. Una vez más, España se encierra, en momentos
decisivos, en esas tétricas introspecciones que evocan precedentes funestos.
Si el paisaje se ensombrece más y más, siempre tendrán los independentistas la
coartada eterna: es España, siempre España, la única culpable y responsable de
lo que pueda suceder. Ellos son irresponsables.Tienen, al parecer, carta blanca
para ejercer una política que no posee responsabilidades civiles.
Para producirse un escenario siniestro como el de la antigua Yugoslavia faltan,
para fortuna de todos, dos premisas esenciales: el colapso de un modelo de
Estado, que en el país centroeuropeo fue debido a la muerte del dictador Tito; y
una situación económica y social insostenible.
Cualquier comparación con los años 30, o con las fragilidades de la II República
es, por otra parte, ociosa. Se hallaba entonces España partida por dos en lo
social, en lo económico. El propio Partido Socialista poseía una fractura
interna tremenda: una latente guerra civil en su propio seno.
Era muy reciente aún el derrumbamiento del
Estado que se produjo con el final de la monarquía. Y el escenario internacional
fomentaba los radicalismos totalitarios de izquierdas y de derechas. En esa
época la democracia parecía haber caído en el baúl de las cosas viejas. La
palabra totalitarismo sonaba bien. Estaba de moda. Quedaba moderna.
Pero sobre todo resulta inconcebible la confederación de naciones al estilo
yugoslavo en un país en el que sólo un sector, quizás mayoritario (o quizás no),
de dos de sus nacionalidades históricas (Cataluña y Euskadi), plantea con
apremio y urgencia la reforma constitucional. Mientras que en otras
nacionalidades (igualmente históricas) se reconoce de forma mayoritaria a la
nación española como la propia (así en Navarra, en Valencia, en Baleares, en
Andalucía o en la misma Galicia.)
Son ciertos sectores de Euskadi y de Cataluña los que quieren proclamarse nación
(con el doble ingrediente de soberanía y poder constituyente que implica),
mientras que el resto de autonomías, o de nacionalidades -históricas con el
mismo derecho- asume, acepta y reconoce como única nación la española. Mayor
asimetría es inconcebible.
El llamado federalismo asimétrico es, justamente, el que de forma sabia ya
contempla la actual Constitución española. Los federalismos no nacen sólo por
agregación, como en Norteamérica. A veces tiene trazas de sistema otorgado tras
un colapso de Estado (Alemania), o a través de una pacífica y ejemplar
transición (España.) El Estado de las autonomías es lo más parecido que
imaginarse pueda a un Estado federal.
En ciertos discursos cada vez más esotéricos e incomprensibles parece quererse
todo, en verdadero totum revolutum: Estado de estados, nación de naciones,
confederación y federación, todo a la vez, en el más soberano ejemplo de
confusión conceptual y mental que puede recordarse. Y siempre al borde de un
dilema, con ribetes de chantaje, que augura «o esto, o la Ruptura», «o esto, o
el Divorcio». Si no se cumplen mis deseos «habrá drama».O estaremos «en punto
cero».
Como si el nieto -Pasqual Maragall- sólo
hubiese leído de su abuelo poeta esa frase única, casi anecdótica en su
reflexión -muy interesante y matizada- sobre las relaciones entre Cataluña y
España: el célebre Adeu Espanya! Como si siempre, cuando cree hacer alguna
concesión o favor al presidente de la nación española, a Zapatero, pueda
arrogarse el derecho a amenazar con esa despedida. «O se me da lo que pido (que
por lo demás nadie acaba de saber qué es) o si no Adeu Espanya!».
Estamos a años luz de un escenario como el yugoslavo o como el que precedió a la
Guerra Civil. Pero no conviene descuidarse.Este país ha ido consolidándose en
parte por la solvencia de una Constitución que tiene su mejor prueba en su
propia edad, lo que es el mejor haber que posee. ¡Qué necedad apelar al tiempo
transcurrido para su revisión!
Las constituciones se revisan cuando la
situación es de extrema gravedad, como sucedió en Francia, al borde de la guerra
civil tras la descolonización argelina.Pero no tiene pies ni cabeza iniciar un
proceso constituyente cuando no hay ninguna razón apremiante que lo haga
ineludible.
Esta Constitución asegura la España plural. Una pluralidad que se exige a
España. Pero que desde el nacionalismo no se contempla en relación a sus propios
territorios. Como si Cataluña y Euskadi fuesen sociedades homogéneas, según
recordaba recientemente Joseba Arregi. Se pide que España pase por una criba
desconstructiva (para decirlo en homenaje a Jacques Derrida, recientemente
fallecido.) Pero jamás se asiste a una verdadera des-construcción del
metarrelato a través del cual se urde el tejido de medias verdades y múltiples
falsedades que nutre la concepción nacionalista.
Importa, hoy más que nunca, que los grandes partidos nacionales, el Socialista y
el Popular, tiendan, de forma asintótica, hacia una convergencia en dirección al
centro. El Partido Popular debe archivar un modo de argumentación que sólo
conduce a confundir España con lo que nunca es ni puede ser: una especie de Gran
Serbia.
El discurso que no distingue nacionalismos
periféricos moderados de formas independentistas es el que sólo sabe responder a
la agresión con agresión, a la violencia (real o verbal) con la violencia,
envalentonando y dando armas al independentismo a través de sus veladas o
explícitas amenazas. Frente a ese discurso rancio se pide, exige, apremia al
Partido Popular a que recupere esa brújula olvidada que le dio la mayoría
absoluta: ese giro al centro político que hoy es casi un lejano recuerdo.
Pero el Partido Socialista ha de evitar a toda costa la impregnación y
adherencia de expresiones verbales que se lanzan una y otra vez desde actitudes
independentistas y nacionalistas, o desde maneras que lo confunden todo, la
federación y la confederación, las churras y las merinas, la idea de una nación
de naciones con la de un Estado de estados (en donde siempre, al parecer, el
primer término de la redundancia es el que debe hallarse al servicio del
segundo, y en posición de dependencia respecto a la rotundidad del término
plural.)
Toda esa frivolidad y desparpajo, mediante la cual se cede en las palabras,
conduce a que al final se entreguen las cosas.Es sencillamente inquietante que
miembros destacados del actual Gobierno socialista hayan proclamado que no es
nada importante cambiar nacionalidad histórica por nación. Es, sencillamente,
deprimente y desalentador.
No es lo mismo nacionalidad que nación, en efecto. El término nacionalidad, y el
de nacionalidad histórica, constituyó un gran logro semántico de nuestra
Constitución.
Es importante defender ese término que, por
irresponsable propensión, muchos tienden a desestimar. Da igual quién fue el
padre de la criatura. Da igual que fuese el modelo de la extinta URSS el que lo
inspirara, según algunos piensan. O que fuese alguien proclive siempre a
satisfacer las ambiciones nacionalistas el que lo sugiriese.Fue, creo, un
acierto de primer orden.
Hoy más que nunca urge la defensa de ese concepto que aparece desde las primeras
líneas en la Constitución española: el que halla, entre región y nación, o en
medio de la simple autonomía, a modo de bisectriz, la idea de nacionalidad. O la
noción de nacionalidad histórica. Esa idea, que todo el mundo parece desechar,
es quizás la más ajustada a nuestra realidad española para describir o definir
muchas de nuestras autonomías. Es, además, la única que salvaguarda la nación
española, junto a la especificidad propia de algunas de las nacionalidades
históricas que la componen.
En política importa más, mucho más esa adecuación que el carácter acaso
insólito, singular y algo extravagante de la expresión.En este caso el acierto
fue, sencillamente, providencial. Y es importante no arruinarlo. Y sobre todo es
sumamente necesario preservarlo en el texto escrito de nuestra Constitución
española más allá del canto de sirenas de una revisión que abriría un proceso
constituyente innecesario, inquietante y amenazador.
Un proceso que no responde a ninguna necesidad ni apremio ineludible, salvo a
las mezquinas ambiciones de algunos políticos minoritarios, y a sectores
sociales que no son siquiera los más numerosos en sus circunscripciones catalana
y vasca. Pero que son, sin duda, los más aguerridos, fanatizados y dispuestos a
imponer por las buenas o por las malas sus propios puntos de vista, al menos en
los territorios en los que poseen cierta notoriedad representativa.
Eugenio Trías es filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO