EL CARÁCTER Y EL DESTINO
Artículo de Eugenio Trias en “El Mundo” del 05.03.07
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web.
RELLENANDO EL DEPÓSITO DE LA
MEMORIA
Luis Bouza-Brey, 21-6-09, 19:30
Estos días estoy reconstruyendo este sitio
web, revisándome la memoria, y encuentro
análisis acertados, de otros y míos. Uno de ellos lo reproduzco hoy aquí,
aunque sigo discrepando de la posición de Trías en política internacional y en
su opinión sobre Bush.
Goya y su cuadro de los garrotazos, Sísifo y su
ineludible destino, la esfera política y el populismo letal...¿será
que en determinados momentos cíclicos de nuestra historia se produce una
colusión de políticos tarugos y ciudadanos borregos que nos retrotrae hacia el
fondo de nuestro "carácter nacional"? Lo que parece cierto es que
llevamos ocho años ---desde el ascenso de Zapatero a la Secretaría General del
PSOE--- en que nuestra orientación política se define por mentiras de tarugos,
incapaces de sintonizar con la realidad, y balidos de ciudadanos aborregados y
serviles que se dejan conducir al precipicio nacional de la desarticulación, la
cortedad de miras, la insolidaridad y la ceguera de los gobernantes.
¿Cómo salir de esta pauta catastrófica?
No lo sé, pero hasta en nuestra propia casa
---Ciudadanos y UPyD, el intento penúltimo de
Regenerar el país--- surge el tarugismo de sus
dirigentes y el borreguismo de sus afiliados, que
destroza el futuro.
Quizá el paliativo Regenerador ya no es
suficiente, y se hace preciso algo más radical: la Reconstrucción y Resurrección de España, después de estos ocho
años de suicidio alevoso y taimado.
Con un comentario al final:
PROCESOS HISTORICOS
Luis Bouza-Brey, 6-3-07, 9:30
Una enigmática sentencia
de Heráclito suele traducirse así: el carácter es, para el hombre, el destino.
No es, necesariamente, la mejor traducción, pero puede aceptarse como la más
expresiva e inteligible.
El carácter es lo más
difícil de remover. Se mantiene en su tremenda rigidez, a modo de sustrato
pétreo de lo que somos. Eso vale también para las naciones. Siempre que
tratamos con extranjeros se advierte en la mirada del interlocutor, aunque sea
de forma incidental, la reflexión relampagueante sobre ese suelo rocoso en el
que se asienta nuestra personalidad. Después, sólo después, puede descubrir
quizás nuestra individualidad.
La mirada de Medusa del
interlocutor extranjero nos petrifica en un carácter que es destino: el
carácter nacional. Por supuesto que nosotros hacemos lo mismo con alemanes,
franceses, ingleses, japoneses o argentinos. No es éste un tema con grandes
avales universitarios, pero funciona de forma automática y expeditiva en las
relaciones internacionales.
Está claro que es
posible cierta modelación del carácter, de lo contrario sería superflua toda
educación. La ética aristotélica parte de la premisa de que no es posible
transformar el carácter de manera radical, pero puede modificarse según pautas
minimalistas.
Un criterio de esta
naturaleza lo constituye el sabio principio del justo medio. Permite corregir
aquellas derivaciones del carácter que son destructivas para la persona. Quizás
no puede mejorarse el carácter, pero es posible evitar que empeore de forma
irreversible.
El aforismo de Heráclito
viene a decir que el carácter, sustrato originario de nuestra personalidad, nos
da una indicación preciosísima sobre el terminus ad quem de nuestra conducta. En él parece estar escrito, de
antemano, nuestro destino futuro. Para nuestra fortuna o infortunio, el fin
rima con el principio.
Quizás ese aforismo algo
fatalista tendría una confirmación inequívoca en aquellas naciones en las que
de manera inexorable el carácter termina siempre por imponerse. En esas
naciones no hay corrección ni torcedura. Poco puede hacer en ellas la
educación. Son lo que son por toda la eternidad.
Pertenezco a una
generación que creyó en la posibilidad de introducir cierta esperanzadora
torcedura en el carácter y el destino de la España Eterna. O en que podía
desafiarse con audacia, desde todos los ámbitos y las profesiones, a un Mal de
Ojo que suele conducir a nuestro país, en su tétrica Historia, por las rutas
lóbregas de lo siniestro.
Soy uno de tantos ilusos
o ilusionados que albergaron el propósito de enderezar un renglón siempre
torcido. O que el laberinto español podía encontrar por fin, después de siglos
de oscuridad, el hilo de Ariadna que le librara de ser siempre devorado por el Minotauro. Soy de aquéllos que quisieron librarse de una
España centrifugada por sus particularismos locales y regionales, dividida
hasta el crimen por sus litigios económicos, sociales e ideológicos, rebosante
de odio, de inquina, de envidia, de maldad, o de todas las pasiones tristes
juntas que trajeron consigo la más espantosa guerra civil, y la paz letal de
cuarenta años de dictadura franquista. Una España con tendencia a despeñarse en
terribles conflictos civiles, envilecida en sus usos y costumbres, carente de
educación y de cultura, falta de reflejos solidarios, sin sentido alguno del
buen sentido. Y para colmo pobre, analfabeta y con trágicos desequilibrios
sociales. Y con una Iglesia y un Ejército siempre dispuestos a empeorarlo todo.
Ha durado poco el
espejismo. Hoy, con mucha más razón que ayer, cobra verdadera fuerza la reveladora
palabra desencanto. Se generalizó el uso de esta expresión como descripción
irónica de una época en la que, sin embargo, se iniciaba una travesía
ilusionada en la empresa colectiva de todos los españoles: la democracia, el
Estado de las Autonomías, la Monarquía Constitucional, la integración en
Europa. Incluso dio lugar al título de una célebre película.
Hoy se tiene la
sensación generalizada de que se ha vivido en un período de paz civil, de
desarrollo económico y social, de bonanza política y de cierto despegue
cultural. Pero se comprueba también, con desazón y amargura, que todo eso ha
sido un incidental e ilusorio intermezzo pasajero en una historia feroz de
desencuentros e infortunios: la que responde al carácter y al destino de la
España Eterna.
La fatalidad parece al
fin imponerse. Ha bastado la confluencia de varias circunstancias
desafortunadas para que se fuese al traste el paisaje de una España que daba un
quiebro a su destino secular. El giro libre y responsable de una generación y
de una época ha sufrido, de pronto, el más cruel desmentido. Toda esa labor
educativa de modelado de un éthos resistente ha
demostrado, al final, ser impotente ante la fatalidad de un carácter que es
destino.
Sólo en un único terreno
puede afirmarse que el destino se ha torcido de verdad. Aunque está por ver
todavía si esa torcedura posee disposiciones anímicas suficientemente sólidas,
o si sabe mantener las afortunadas perspectivas de los últimos lustros. Sólo en
un terreno hay verdadero consenso. En lo demás reina la más selvática guerra de
todos contra todos: una alarmante regresión a lo que Thomas Hobbes
llama «estado de naturaleza».
En España ha ingresado
en las conciencias, y se ha impuesto en todas partes contra todo pronóstico, el
homo aeconomicus. Desde los años sesenta, facilitado
el despegue por una versión local de calvinismo religioso-económico que trajo
consigo los Planes de Estabilización y Desarrollo, se pusieron las sólidas
bases de un lanzamiento económico formidable del que un sector amplio de clases
medias, entonces en gestación, se fueron beneficiando. El tipo humano que de
esa circunstancia afortunada surgió responde, en su carácter y en su destino,
al perfil medio del nouveau riche
de las comedias.
En ningún otro terreno
la labor de estos importantes años de paz civil, de convenio político, de buen
hacer en muchos terrenos -los años que abarcan el período comprendido entre la
muerte de Franco y la fatídica fecha del 11 de Marzo- ha echado raíces firmes
una modificación de carácter y destino tan sorprendente.
Ha bastado la
confluencia de un Gobierno incapaz de ilusionar a nadie, o que sólo da alas a
quienes desean la desaparición de esta nación, y una oposición desorientada,
para que de pronto aparezcan todas las carencias seculares de un país que sólo
en términos económicos ha sabido aprovechar sus mejores tiempos.
Una helada ráfaga de
amargo desencanto recorre a todos los que quieren mantener los ojos abiertos
ante un proceso político en pura descomposición. Ya puede atizar la crispación
este Gobierno del Buen Talante: la opinión confiada de muchos de quienes le
votamos se halla perdida para siempre. Ya puede la oposición seguir
coleccionando Ocasiones Perdidas. La mayoría no quiere saber nada ni de unos ni
de otros. Y mucho menos de todo el conjunto de nacionalismos carroñeros que
cobran bríos cuando advierten que las bases mismas de la paz civil de este país
comienzan a desestabilizarse.
Por convicción suelo
considerar más responsable de las inclemencias que suceden en el país al
Gobierno que a la oposición. El Gobierno posee siempre la iniciativa. Maneja
según su conveniencia los tiempos, los ritmos, las pausas y los acelerandos. Pero hay días en que creo que está gobernando
la oposición, el Partido Popular. No acabo de dar crédito a lo que veo y oigo:
un Gobierno en pleno, todo él, empeñado una y otra vez en rebatir, en distintas
y variadas maneras de encarnizamiento crispado, a una oposición que sólo sabe
reconocer y repetir los mismos tonos broncos. Parece el combate entre los
muñecos de polichinelas de nuestra infancia, pero sin el menor humor. Sólo
saben, al igual que esos muñecos, darse porrazos los unos a los otros. En lugar
de dirigirse a los ciudadanos e ilusionarlos, dejan que éstos presencien un
combate que da náuseas.
Este Gobierno ha
cosechado dos derrotas, una de ellas con escarnio, bordeando la ridiculez, en
su gran propuesta de legislatura: la aprobación por referéndum de nuevos
Estatutos de Autonomía. El resultado registrado en Andalucía sería suficiente
para que el Gobierno en pleno dimitiese. Como también hubiese sido un gesto de
político de verdadero fuste (muy distinto del talante de un presidente que no
necesita ya adjetivos calificativos) anunciar la dimisión después del infinito
ridículo sobrevenido al profetizar una sustancial mejora de la política del
llamado proceso de paz un día antes de que estallara el bombazo de Barajas.
Nada de lo propuesto
desde el comienzo de su mandato, con la única excepción de la retirada de las
tropas de Irak, ha generado ese mínimo consenso que consolida a los auténticos
gobiernos competentes y responsables. De haberlo hecho estaría, a estas
alturas, bordeando la mayoría absoluta en las encuestas de opinión. Éstas, por
lo demás, determinan de forma fatalista, seguramente por inseguridad, su forma
de gobernar.
Un Gobierno serio y
responsable no emprende, en plena unilateralidad, empresas como la reforma
estatutaria o la política antiterrorista que requieren el concurso del único
partido mayoritario con capacidad de ser alternativa de gobierno. Lo que a
escala internacional ha despeñado a George Bush, y ha determinado la pérdida
enorme de influencia y prestigio de EEUU en todas partes, eso mismo es lo que
Zapatero efectúa en España. El unilateralismo lleva siempre al desastre. Hace
más de un año ya advertí sorprendentes concomitancias entre estos dos
personajes, sólo aparentemente opuestos, unidos en idéntico empecinamiento
inconmovible: Bush y Zapatero. Ambos han optado de forma lastimosa, frente a
las evidencias y a los estados de opinión, por emprender políticas unilaterales
que a los ciudadanos disgustan y que a sus países desprestigian y destrozan. La
política de Bush en Irak, sin contar con sus aliados internacionales, tiene su
perfecta réplica en la política unilateral de Zapatero, sin intentar siquiera
ganarse a la oposición, en la redistribución territorial de España y en el
llamado proceso de paz. Son, en ambos casos, errores que hacen época.
A muchos ciudadanos les
desespera la convicción de que este Gobierno sólo aspira a una reelección con
empate técnico, apoyado en sus socios minoritarios, nacionalistas casi todos
(más esa izquierda de Almas Bellas que se llama Izquierda Unida). Ese
desasosiego crece con la convicción de que el partido con capacidad de tomar el
relevo en el Gobierno se halla sumido en una profunda crisis. Todavía no ha
logrado despegarse de una etapa que debería enterrar lo antes posible. Ni ha
sabido tampoco distanciarse de forma clara y abierta de las voces extremistas
que le recriminan todo giro hacia el centro.
Un sentimiento de
fatalidad recorre las conciencias lúcidas de un país desquiciado. Nuestra
distancia con Europa se agiganta. El superficial encanto que suscitó en los
primeros tiempos el nuevo Gobierno de Zapatero en Francia, en Italia, en los
países anglosajones, ha desaparecido por entero. Todos nuestros vecinos
constatan que España vuelve a ser lo que siempre ha sido: uno de los más
débiles eslabones de la comunidad europea.
Anteayer era un país
rural y analfabeto, martirizado por los sectarismos intransigentes de las
ideologías totalitarias que condujeron a la guerra civil. Luego fue una
sociedad envilecida por una dictadura de cuatro décadas. Ayer parecía que la
ilusión que trajo consigo la democracia, la integración en Europa y una
sucesión de gobiernos capaces -de centro derecha y de centro izquierda- hacía
pensar en un futuro despejado y de bonanza.
Hoy España es un gigante
económico regional con pies de barro cívico, cultural, educativo y político. Es
un país sumido en una división y hostilidad creciente entre las eternas Dos
Españas, a las cuales se une la Tercera España, con su ponzoña peculiar: la de
los nacionalismos periféricos.
Lo más lacerante,
irresponsable e incalificable de este Gobierno ha sido esto: ahondar en la
división y en la hostilidad entre los españoles. Ese empeño se ha visto
complementado por una oposición falta de nervio y de reflejos, pero la
responsabilidad mayor de este desastre es del Gobierno a través de una política
consciente y voluntaria que carcome la sociedad, que la parte en dos y que la
llena de odio recíproco. ¡Y que añade, para mayor sarcasmo, la idea de que esa
división civil es una fábula que propaga la oposición! Se quiere asegurar de
este mezquino modo -a través de un perpetuo empate técnico, y con la complicidad
de todos los nacionalismos periféricos- una segunda legislatura. Que el país se
suma en la desolación depresiva que hoy comienza a advertirse por todas partes
no parece siquiera preocuparle.
En ocasiones, Rodríguez
Zapatero me recuerda a aquel inefable último presidente de la Segunda República
que se hallaba poseído del mismo Buen Talante, convencido de que España iba
siempre bien, a pesar de las advertencias de agoreros que él pensaba
injustificadamente mal pensados, hasta el día en que le estalló en las manos la
dinamita de la más horrible de las revueltas. Me refiero a Casares Quiroga. A
Zapatero ya le ha fulminado el tremendo bombardeo de Barajas dos días después
de su inolvidable mensaje de fin de año.
Ignoro si a estas
alturas sería posible encontrar la fórmula mágica que permitiese dejar abierto
un margen de maniobra cívica y política entre carácter y destino. ¿Un Gobierno
de concentración nacional con otros actores políticos? ¿Una advertencia seria,
comprometida, arriesgada por parte de un monarca al que, en los últimos
tiempos, nadie parece hacer el menor caso? No quiero seguir soñando con los
ojos abiertos en escenarios poco probables.
La hendidura es muy
honda y divide los principales conductos de la vida nacional: la política, la
información, las ideas, los territorios, la cultura. Y para colmo hay muchos
que quieren ignorarla por conveniencia. Sólo me queda el magro consuelo de que
la idealizada Segunda República fue muchísimo más espantosa desde el principio.
Eugenio Trías es
filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
Comentario final:
PROCESOS HISTORICOS
Luis Bouza-Brey, 6-3-07, 9:30
Recientemente, ante mis comentarios sobre la situación del país,
una amiga argentina ya definitivamente instalada en España, después de haber
sufrido su familia dos exilios, el de la Italia fascista y el de la Argentina
peronista, me respondía que eran los políticos quienes destrozaban los países.
Repentinamente, ante su respuesta, me hice consciente de los fundamentos
experimentales de su afirmación, y me vino a la mente su biografía, que no
había tenido presente hasta escuchar su tesis... y pensé en el peronismo... y
en el zapaterismo... y en la afirmación que hace ya
muchos años me había hecho mi padre, sobre que durante la República ni el
comunismo ni el fascismo habían tenido apoyos populares hasta que llegó su
final. Pero después costó Dios y ayuda sacárnoslos de encima.
Y al leer este artículo de Trías he vuelto a darle vueltas a todo
esto, y a pensar que el destino de los países depende mucho más de sus
políticos de lo que a veces pensamos. Porque es que, en principio, uno cree
que si un país funciona bien en sus elementos socioeconómicos básicos,
parece muy difícil que turbulencias políticoculturales
lo puedan desbaratar. Pero la experiencia del peronismo o la de la España
actual desmienten esta creencia: el ascenso al poder político de demagogos
puede destrozar un país próspero por décadas, y sus efectos todavía persisten
muchos años después... ¿por qué existen tantos psicólogos argentinos? ¿Por qué
nos encontramos a tantos buenos profesionales argentinos fuera de su país? ¿Por
qué las manifestaciones de masas argentinas peronistas con sus tambores
producen una impresión tan pobre?
Trías se manifiesta descorazonado en el artículo que comento,
y traza una especie de "eterno retorno" como pauta básica de nuestra
Historia, como propia de un país incapaz de salirse de sus problemas seculares,
condenado a repetir permanentemente sus patologías y a hundirse periódicamente
en secuencias degenerativas. Secuencias que lo conducen a un fondo histórico de
descomposición, del que tiene que volver a ascender penosamente a
posteriori.
¿Representan el "duelo a garrotazos" de Goya y el mito de
Sísifo nuestra esencia nacional? Parece imposible y, sin embargo, simultánea y
paradójicamente verosímil. Si uno observa la vida política en Cataluña, o en el
País Vasco, o en Galicia, resulta espantoso observar como los "bunkers"
y la demagogia de la esfera política van emergiendo a
ritmo crecientemente acelerado hasta desestabilizar definitivamente el país. Y
frente a esta descomposición no es capaz de articularse una corriente
correctora que represente a la mayoría sensata para hacerles frente,
y cauterizar el proceso degenerativo actual, liderado por sectores
anquilosados significativos de la élite política y cultural.
Pues bien, la única explicación que uno encuentra a los
fenómenos patológicos que se manifiestan día tras día entre los políticos y sus
organizaciones, así como entre las capas intelectuales, que son verdaderamente
aberrantes en su sectarismo y ceguera, es la falta de tradición democrática y
la debilidad congénita, en el nivel de la cultura política, de la "intelligentsia" de nuestro país. Si a ello le
añadimos, como sumando, la complejidad y heterogeneidad de España, quizá el
carácter excepcional de las élites valiosas y el cansancio producido por el
esfuerzo permanente de interpretación del país, den lugar a brotes
episódicos de estupidez, ineptitud y anquilosamiento como pauta recurrente en
el liderazgo y orientación de España, tras los períodos de ascenso
colectivo.
Uno, después de treinta y pico de años de experiencia
universitaria, debería estar curado de espantos y sorpresas con respecto
a esta debilidad congénita de nuestra cultura política, pero siempre le
sobrecoge la manifestación de la patología sectaria y la inanidad
intelectual de sectores de la cúspide burocrática de la Universidad, los medios
de comunicación y la docencia en general. Sobre todo porque lo aterrador
es que estas deficiencias patológicas se reflejan inmediatamente en que media
España reacciona idiotizada hacia el desastre, reforzando ciegamente los
impulsos destructivos de demagogos y lacayos sectarios hacia la descomposición
y destrucción del país.
Por eso la situación es crítica, porque un país como España, que
ascendía hacia la vanguardia de la modernidad, se está derrumbando y
descomponiendo aceleradamente a impulsos de demagogia izquierdista, miopía
nacionalista y sectarismo intelectual. La hipótesis de que existen demasiados
tarugos y botarates incrustados en las instituciones políticas y culturales se
confirma. Y Trías tiene razón al describir el profundo sentimiento de frustración
que nos embarga a los que hemos impulsado y colaborado en el proceso de
desarrollo político del país durante estos últimos cuarenta años.
Finalizo con una explicación personal de mi "vuelta al
tajo" internáutico. Días atrás, mi indignación y
desesperación me hicieron caer en el desánimo. Pero después de semicerrar este sitio web me he dado cuenta de que
aunque me lee poca gente, bastantes de los que lo hacen, además de algunos
amigos, son personas influyentes en la política o los medios, de manera que
mi función puede ser la de leal colaborador externo, en el intento de iluminar
en alguna medida el pozo por el que vamos despeñándonos. Creo que necesitamos
encontrar o diseñar algún asidero desde el que recuperar el viaje ascendente
del país, antes de estrellarnos contra el fondo. Quiero colaborar humildemente
a corregir el rumbo, puesto que uno no puede derrumbarse ante la gravedad de
los destrozos que se están produciendo. Es preciso reaccionar. Y quiero ayudar
en ello, aunque mi contribución será muy selectiva, prescindiendo del trabajo
informativo y limitándome a la exposición de opiniones de excepcional
lucidez, como las del artículo que comento, o a la elaboración de
artículos y comentarios que considere esenciales.
Pido disculpas a mis lectores por estos bandazos que voy dando: no
soy ciclotímico ni depresivo, pero es que la "m..." que nos cae
encima todos los días llega un momento que asfixia el espíritu. Menos mal que
Esparza, Trías y otros le ayudan a uno a sentir que no está solo, aunque no
seamos suficientes todavía.