LA DEUDA DE ZAPATERO CON LOS SOCIALISTAS
Artículo de José Varela Ortega en “El Imparcial” del 21 de junio de 2011
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Confieso que tengo debilidad por los perdedores. Quizá sea porque mi abuela Rosa me pedía que la acompañara todos los años a visitar a doña Dolores Cebrián, la viuda de Besteiro -persona que infundía enorme respeto en las dos ramas de mi familia y tan injusta como tempranamente relegado a la muerte en la cárcel insalubre de Carmona. Los héroes caídos se humanizan -nos explica Sófocles en su “Ayax”- porque aprenden que el margen entre el éxito y el fracaso es, con frecuencia, fruto de lo aleatorio. Y se tornan comprensivos, puede que iluminados, como escribía Esquilo “por aquel dios que hace de los mortales, en su desgracia, señores de la sabiduría”. Por eso me interesa mucho más el Azaña de la “paz, piedad y perdón” (1938), que el omnipotente señor del poder que sentó a Ángel Herrera a contraluz, “sin querer entender”, en su infinita soberbia —me decía hace muchos años don Manuel García Pelayo- que “enfrente suyo tenía a media España”.
Dejando a un lado las debilidades personales, hay razones más objetivas para preocuparse por los socialistas caídos. A diferencia del turno al trono de la Tebas mítica, pactado entre Eteócles y Polinices, y cuya ruptura está en la base de la tragedia de Esquilo, en la España actual y real, la alternancia no está estipulada. Afortunadamente. Por eso, es libre y democrática. Sin embargo, no es menos cierto que la historia electoral española, por las razones que fueren, presenta un perfil bipartidista desde tiempos inmemoriales que invitan al consenso en temas de Estado y exigen el respeto a la alternancia. En las tres décadas largas de la presente democracia, más de tres cuartas partes del voto se reparten entre dos grandes formaciones, de centro-derecha y centro-izquierda.
Con
estos datos, e independientemente de colores y preferencias, la necesidad de un
Partido Socialista fuerte y centrado para un funcionamiento equilibrado del
sistema no necesita mucha demostración. Y es el caso que, a estos efectos, los
datos son tremendos. Desde que existen series electorales en España -y va para
dos siglos- no hay registro de que el partido representante de la izquierda
haya perdido en prácticamente todas las capitales de provincia y en casi todas
las ciudades de más de 250.000 habitantes. En suma, el PSOE ha sido barrido en
los principales centros urbanos del país: Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla,
Bilbao, Zaragoza y Coruña. Ha perdido en las ocho capitales andaluzas y en todas
las Comunidades donde ha habido elecciones, hasta en Extremadura. Sólo pactando
con terceros podrá salvar algunos gobiernos. Un análisis desagregado del voto
magnifica la catástrofe. Así, por ejemplo, en Madrid, los socialistas han
sufrido su mayor sangría electoral en el cinturón industrial de la Comunidad:
en Fuenlabrada, Getafe, Móstoles, Alcorcón, Alcalá y hasta en Parla, la ciudad
de su candidato a la Comunidad, Tomás Gómez. Es curioso, pero pareciera que el
señor Zapatero ha convertido la “Aurora Roja” de Baroja en crepúsculo.
Recordemos que un terremoto de menor intensidad en la escala electoral dio al
traste en 1931 con una monarquía milenaria.
¿Crisis?:
una explicación necesaria pero no suficiente. Es muy probable que cualquier
gobierno hubiera padecido un severo castigo como efecto electoral de la crisis.
Pero un terremoto de las proporciones que ha desbaratado al Partido Socialista
presenta un saldo electoral tan catastrófico que, cuando menos determinados
rubros, hay que ponerlos en la cuenta del señor Zapatero. Es verdad que la
burbuja inmobiliaria y un mercado de trabajo trabado y rígido, heredado de
tiempos corporativistas del franquismo, nos dejaba particularmente expuestos.
Pero no es menos cierto que los fundamentos de la economía española estaban
entre los más sólidos de Europa, al punto que nuestra posición no debería haber
sido muy distinta de la de Francia y otros países centrales. Rehusar la
adopción de medidas contracíclicas, incrementando el superavit en los largos años de bonanza, fue un error; pero
afirmar ya entrado el 2008 que "la crisis era una falacia” y que íbamos “a
seguir creando empleo y teniendo superávit", fue una irresponsabilidad
catastrófica que condujo a políticas voluntaristas y equivocadas que no hicieron
sino ahondar la crisis, hasta sumirnos en un déficit evitable pero inmanejable.
Porque es el caso que el señor Zapatero pasó de un superavit
en torno al punto y medio, a un déficit de cercano al 12%: ¡más de trece puntos
en menos de dos años! Así pues, aunque tenga explicación, tiene escasa
legitimidad esconderse detrás de la crisis.
Por
otra parte, la cuenta electoral del señor Zapatero no se agota en el capítulo
de su desastroso manejo económico. Porque es el caso que, desde hace ocho años,
hemos vivido en un tiempo raro y oscuro, cargado de sinergias negativas e
impulsado por políticas de confrontación, más propias del radicalismo de los
años treinta que de una socialdemocracia del siglo XXI. En el trance de
escribir estas líneas, en la España de los cuatro millones y pico de parados,
resulta que la preocupación del Gobierno consiste en exhumar el cadáver de
Franco, cuando a una parte sustancial de los españoles que vivimos aquel tiempo
pasado y peor, lo único que nos tranquilizaba era precisamente la seguridad de saber
enterrado al despiadado general. Esperpéntico. Y, en este sentido, nadie —fuera
de los especuladores del poder- le ha pedido al señor Zapatero que actúe de
Antígona, en un país donde no hay Creontes, porque
nadie se opone a que se rescaten de campos y cunetas restos de gentes vilmente
asesinadas hace más de setenta años para que sus deudos les den honorable
sepultura, sin que, para tan piadoso menester, hiciera falta resucitar la
Guerra Civil, provocando una guerra de esquelas. Del mismo modo, para darle
otra vuelta de tuerca a la legislación que regulaba la interrupción del
embarazo, tampoco hacía falta introducir una disposición que pretendía que
adolescentes menores de edad, y que para viajar entre Barcelona y Madrid
necesitan permiso paterno, puedan abortar sin él. No hacía falta, en efecto,
salvo que se buscara provocar, tensionar y crispar, como catalizador de un voto
radical que tan buenos réditos produjo en las elecciones de 2004. Un voto
radical, rentable en el contexto traumático del atentado de Madrid, pero
marginal, si nos reconciliamos con la realidad estadística de que, en la
democracia española actual, las elecciones se disputan en el centro y se ganan
con el voto moderado. Por eso, las está perdiendo el señor Zapatero.
A
mayor abundancia, hay otro dato estremecedor, y no sólo desde un punto de vista
socialista, sino aún medido con vara del Estado. Desde hace más de un siglo, el
baluarte españolista —y, en buena medida también, constitucional- en Cataluña y
en el País Vasco estaba en el voto de izquierdas: precisamente ese voto que ha
dilapidado la política pro-nacionalista e identitaria
del señor Zapatero. Se trata de un registro de enorme trascendencia para la
articulación del Estado pero que además desmonta una vez más la coartada a la
que se agarra el señor Zapatero para explicar el tsunami que ha arrasado con su
política. En efecto, mala demostración tiene la crisis como causa de la
política nacionalista del señor Zapatero. Si acaso, la crisis —al menos, la
electoral- es la consecuencia de una decisión voluntaria y gratuita del
político leonés.
Hace
casi seis años interpreté la extracción con forceps
del Estatuto de Cataluña que obró el señor Zapatero haciendo de comadrona de Artur Mas, rival de su propio
partido, como un radical bouleversement des aliances. Un cambio de socio constituyente, de gran
alcance, cuyo objetivo estratégico consistía en rehacer el planetario político
con nacionalistas y secesionistas, para romper el modelo de consenso
constitucional de 1978 entre izquierda y derecha. La ocurrencia buscaba
expulsar al centro derecha, no ya del poder -que es la obligación del PSOE como
partido mayoritario de la izquierda- sino del sistema, que es cosa de
naturaleza diversa: en definitiva, una penúltima edición del monopolismo de partido. Esta nueva puesta en escena, en
libreto Zapatero-Blanco, del infausto ritornelo -causa de todas nuestras
desdichas, que decía Cánovas- ha sido más bien una variante de la hiper-legitimidad, estilo izquierda republicana: el ensueño
de “la mayoría natural”. Digamos, que una suerte de azañismo con setenta y
tantos años más —aunque setenta mil lecturas menos en la cabeza.
Aquel
insólito viraje de la izquierda hacia un arcaísmo nacionalista radical tenía,
pues, su coartada, pero —afirmé entonces- también su costo. Aparte de la carga
insoportable para la estabilidad del sistema, dinamitar principios produciría
—me atreví a predecir en el momento estelar del señor Zapatero- daños
irreversibles en el cerebro ideológico de la izquierda. Porque, en estas
capitulaciones morganáticas con el nacionalismo, la izquierda iba a dejarse
algo más que plumas de su identidad programática. Se vaciaría de contenido
ideológico, pinchando en hueso filosófico. Y eso no era algo que se remendaría
en un chalaneo de porcentajes. “Un discurso tal —escribí en aquella ocasión-
más interesado en la identidad que en la semejanza; centrado en etnias, en
lugar de la humanidad; en el nacionalismo, antes que en el internacionalismo;
que trafica igualdad por privilegio; que traduce diferencia cultural en
desigualdad socio-política, confundiendo el derecho a la diferencia con la
diferencia de derechos; que promueve derechos históricos a costa de los
individuales; que habla de territorios, en vez de ciudadanos libres e iguales;
que, en lugar de exigir el derecho a la igualdad, calcula balanzas fiscales que
no impuestos individuales y progresivos…Un discurso así, en suma, licuará la
izquierda. Lo que en aquella derrota amenazaba naufragio —advertí alarmado- era
el futuro de la izquierda española. Puede que tras algunos éxitos electorales.
Dentro de algunos años, quizá. Pero por mucho tiempo después”.
Pues
bien, así ha acontecido. Los ciudadanos ya le han preguntado al señor Zapatero
por sus ahorros y sus trabajos y han emitido un veredicto electoral demoledor
al respecto. Es hora ya que los militantes socialistas le pidan cuentas de sus
votos y de a dónde lleva a un partido centenario, vital para la vertebración de
España. Y los ciudadanos en general, no sólo los socialistas, hemos de
preguntarnos con preocupación cómo ha sido posible que haya pasado los filtros
de los González, Guerras, Solanas y Almunias, para terminar por presidir el
Gobierno de España, un personaje de tan corta talla y escasa entidad que nunca
hubiera superado las pruebas de acceso en una empresa de reducido tamaño, o la
oposición a un cuerpo medio de la Administración, o a una universidad modesta.
Parece llegado, pues, el tiempo que el señor Zapatero siga el ejemplo de su
homólogo portugués y, en lugar de “esconderse tras la crisis”, abandone, con el
Gobierno, la Secretaría General del Partido.