JUGANDO CON FUEGO
Artículo de Joan B. Culla
I Clarà en "El País"
de Cataluña de 18 de mayo de 1997
Lanzada al calor de un mitin de
partido y por quien es parte muy interesada en el ejercicio del poder estatal a
lo largo de los últimos lustros, la acusación de Narcís
Serra al Gobierno del PP de propiciar "un clima de crispación política
propio de la época que precedió a la guerra civil" parece un exceso
demagógico y alarmista, y seguramente lo es, pero refleja---aunque de modo
sesgado--- un gravísimo problema real, el retorno de la dinámica política
española a un viejo hábito que resultó catastrófico durante la Segunda
República: el hábito de la deslegitimación del adversario.
Es difícil y poco relevante establecer
quién, en la agitada década de los treinta, arrojó la primera piedra. Tal vez
fuera Manuel Azaña cuando, en abril de 1933, quiso despreciar la victoria de la
oposición en unas elecciones municipales de carácter parcial aludiendo
desdeñosamente a los "burgos podridos". Inmediatamente después, en
todo caso, la mayoría parlamentaria de izquierdas y su líder fueron objeto de
una feroz ofensiva deslegitimadora--- ·váyase, señor Azaña"—y criminalizadora que alcanzó su cenit con el episodio de
Casas Viejas y la atribución al jefe del Gobierno de una orden —"ni
heridos ni prisioneros: tiros a la barriga"—que vino a ser para Manuel
Azaña algo parecido al "Pte. viernes"
y a las acusaciones de García Damborenea para Felipe
González.
Como quiera que sea, la coalición
republicano-socialista fue desalojada del poder, perdió las elecciones de
noviembre de 1933 y pasó a la oposición frente a la nueva mayoría de centro y
derecha. Y entonces los derrotados recurrieron a la misma arma de la que
acababan de ser victimas: rechazaron los resultados
electorales que les eran desfavorables, negaron a los vencedores la legitimidad
para gobernar y exigieron la disolución de las Cortes recién constituidas.
Mucho antes del intento insurreccional de octubre de 1934, las izquierdas
españolas---también las de Cataluña---vertieron ríos de tinta y cascadas de
oratoria para argumentar que las derechas (la CEDA, los agrarios...) no poseían
títulos políticos para ejercer el poder, aunque tuvieran 170 diputados. ¿Por
qué? Porque habían hecho una campaña electoral sucia, inmoral y engañosa,
habían manipulado desde los confesonarios el flamante voto femenino, habían
cultivado el equívoco monárquico y sus convicciones republicanas---léase
democráticas--- eran más que dudosas.
Una vez fracasado el conato sedicioso de
octubre, los gobiernos derechistas se afanaron en no aplicar la ley, sino en
ejercer una venganza cuyo máximo exponente fue la detención y el procesamiento
de Manuel Azaña como inverosímil cómplice del presidente Companys
y como todavía más inverosímil proveedor de armas a la comuna asturiana. La
consecuencia de esa persecución sectaria, de ese querer arrojar al adversario
político al fondo de una mazmorra, fue convertir a Azaña en un héroe y un
símbolo y galvanizar al conjunto de las izquierdas, hasta hacer posible el
vuelco electoral de febrero de 1936.
Después de aquellos comicios, fueron de
nuevo las derechas las que juzgaron viciado el veredicto de las urnas e
ilegitimo al Gobierno resultante, atribuyeron al Frente Popular intenciones
revolucionarias y extrajeron de todo ello la justificación de su golpe de
Estado, con los desastrosos frutos fratricidas y liberticidas que no es
necesario recordar.
Con estos antecedentes, es lógico que el
poseedor de alguna memoria histórica se inquiete ante el rápido arraigo, en el
escenario estatal, de esa espiral deslegitimadora a la que púdicamente llamamos
crispación. El fenómeno reapareció a partir de 1993, cuando la
inesperada reválida electoral socialista frustró las expectativas del Partido
Popular y mal aconsejó a sus dirigentes lanzarse a la yugular del contrincante,
negándole el derecho moral a seguir gobernando fuera cual fuese la aritmética
parlamentaria. Los escándalos vinculados a la Administración de González
proporcionaron sobrada munición argumental, y el pacto del PSOE con Convergència i Unió devino la infame muleta que permitía a
los réprobos sostenerse aún en el poder.
Por fin, en 1996, cambiaron las tornas y
el PP alcanzó el gobierno, aunque con menos holgura de la soñada, y ello por
culpa, al entender del liderazgo de los populares, de la asombrosa contumacia
de los votantes felipistas. Seria
preciso, pues, perseverar en la táctica de deslegitimación del partido
socialista, engrosando el bagaje de sus escándalos económicos (la
"amnistía fiscal"...) y haciendo llegar hasta lo más alto las
repercusiones penales del terrorismo de Estado.
Inevitablemente contagiados por estos
métodos, y espoleados por la fragilidad demoscópica del Gobierno de Aznar, los
socialistas han olvidado sus iniciales promesas de una oposición serena y
constructiva para recurrir, también ellos, a un repertorio descalificador que
evoca nuestros años treinta. El mismo Narcís Serra
que reprochaba a la derecha este inquietante fenómeno incuria en él al sostener
que "el PP no es digno de gobernar". Al día siguiente, la ejecutiva
federal del PSOE sugería que Aznar alcanzó el poder gracias al "juego
sucio" y uno de los socialistas más aguerridos, Juan Carlos Rodríguez
Ibarra, cuestionaba abiertamente la legitimidad de la victoria del PP.
Se trata de una tendencia muy peligrosa
porque traslada la natural confrontación política, entre programas e intereses,
a la base misma del sistema; porque enturbia las fuentes de la lógica
democrática ---gobierna quien tiene más escaños, o quien es capaz de
vertebrar a su alrededor una mayoría suficiente---con vidriosos juicios de
intenciones y con categorías morales estrictamente subjetivas. ¿Quién mide, y
cómo, la dignidad de Aznar, o la de González? Sólo pueden hacerlo los
electores, y éstos poseen incluso el derecho de equivocarse...
Afortunadamente, la sociedad española es
hoy muy distinta de aquella que vivió la experiencia republicana, y no parece
fácil que se deje arrastrar por la irresponsabilidad de quienes confunden la
política con un combate de gladiadores mientras otros, desde la grada mediática,
les jalean y exigen la sangre del vencido. De todos modos será bueno que
quienes pueden impongan calma y cordura, no vaya a ser que esta segunda
transición aznarista empezara ensalzando a Azaña
y termine imitando a Casares Quiroga.
VER TAMBIEN: EL
GOBIERNO DEL PP: UN GOBIERNO PELIGROSO