EL PRESIDENTE Y LA NACIÓN
Artículo de José Antonio Zarzalejos en “ABC” del 06/12/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
EL
Presidente del Gobierno, en una de esas afirmaciones aparentemente inocuas e
insolventes con las que acostumbra a pronunciarse, ha sostenido en el Senado que
el concepto nacional de España es una cuestión «discutida» y «discutible».
Semejante fragilidad de convicción en la realidad jurídico-política que sostiene
y vertebra la Constitución española de 1978, cuyo vigésimo sexto aniversario
celebramos hoy -algunos sí lo hacemos- alerta del carácter improvisado de la
denominada «agenda territorial» de este Ejecutivo y explica la agresividad de
los nacionalismos catalán y vasco para tratar de imponer sus tesis en la
anunciada reforma de los Estatutos autonómicos.
Los socialistas están incurriendo en comportamientos, actitudes y
pronunciamientos radicalmente contradictorios. El de José Luis Rodríguez
Zapatero sobre el carácter «discutido» y «discutible» de la nación española es,
desde luego, la más grave de todas porque inocula la duda sobre la supuesta
certeza de los socialistas en la consistencia social, cultural y política en la
que se asienta el Estado, es decir, el ser nacional. La Nación precede al Estado
y determina su naturaleza. El Estado unitario, aunque autonómico como el
nuestro, se basa en una realidad preconstitucional de naturaleza histórica,
cultural, económica y política que la Carta Magna recoge pero no crea. La
Nación, por eso, determina las características del Estado, de ahí que «la
indisoluble unidad de la Nación española» en la que se «fundamenta» la
Constitución establezca una estructura jurídica -la estatal- también unitaria,
aunque autonómica, no compatible con la plurinacionalidad, ni con la
coexistencia de «comunidades nacionales». De tal manera que si alguna autonomía
de las diecisiete estatutarias en España propugnase en su nuevo Estatuto su
carácter nacional entraría en colisión con la Constitución de manera
técnicamente indefectible. Alternativamente, la Constitución debería ser
cambiada e iniciarse un proceso constituyente para debatir -discutir,
precisamente- si España es una «nación de naciones» o un conjunto de
«comunidades nacionales» o una yuxtaposición de naciones y regiones, esto es, si
es asimétrica y se reinventa con el ayuntamiento voluntario de las soberanías
nacionales de lo que ahora son partes de un todo.
Esta y no otra es la denominada «cuestión territorial» que resolvieron los
constituyentes de 1978. Sin embargo, la buena voluntad de los que idearon la
diferenciación entre «regiones» y «nacionalidades» para dar satisfacción a
precedentes históricos de la época republicana y rasgos culturales propios como
el lingüístico, es el asidero actual de algunos para reivindicar que aquella
solución -se dice ahora que «transaccional» con el posfranquismo y «enorme
disposición transitoria», según hallazgo semántico y jurídico del presidente de
la Generalidad de Cataluña- sea sólo un pórtico para que la «discutible» Nación
española se transforme en una «indiscutible» amalgama de regiones y naciones, en
las que aquellas, todas juntas, y, éstas, por separado, pondrían en común sus
respectivas soberanías para alcanzar una suerte de Estado federal asimétrico o
confederal, sustituto del unitario y autonómico vigente.
El Gobierno y su partido niegan que ese sea el propósito de su «agenda
territorial». Pero lo sea o no, por esa vereda revisionista circula la energía
reformadora -más estrictamente, rupturista- que sopla con vientos de fronda
desde Cataluña y nadie puede ya dudar que es exactamente lo que pretende el
denominado «plan» del PNV. En esa agitación de profundo desafecto
constitucional, las palabras dubitativas del presidente del Gobierno -el
carácter discutido y discutible de la nación española- y las baladronadas
insolidarias que llaman a boicotear los intereses comunes sin réplica
proporcional desde el Gobierno, o la docilidad de éste en avenirse a la
humillación de unas regiones frente a otras -es el caso de la denominada «unidad
lingüística» del catalán ante la singularidad, técnica o emocional o jurídica
del valenciano, que tanto da a estos efectos-, o la falta de implicación del
Ejecutivo en la intentada ruptura de la presencia deportiva unitaria en
competiciones internacionales, son todos síntomas de una preocupante abdicación
de principios.
La nación es un concepto dinámico, que se redefine en sus contenidos adjetivos,
incluso en su énfasis militante. Pero es la piedra filosofal de cualquier
sistema constitucional. No hace falta ser patriota para defender en el caso
español la unidad nacional; basta con disponer del mínimo conocimiento de los
ingredientes que aglutinan a los españoles; adherirse al sentido común y a la
sensatez política. Y tener conciencia cierta de que los hechos fundacionales de
la Nación -desde el reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, pasando
por el Quijote de Cervantes, hasta llegar, si preciso fuera, a las asonadas
secesionistas que ni la II República consintió- no han pasado sin dejar muesca
ni dejaran tampoco de tener proyección en el futuro. La unidad nacional de
España, además, concatena la vigencia de otras realidades -la Corona, que está
en su origen- y su afectación desencadenaría una suerte de reacciones y
consecuencias de distinto orden que ningún Gobierno se puede permitir.
Poner negro sobre el blanco del papel prensa estas reflexiones no es, como acaso
vuelva a suponer el presidente del Gobierno, una expresión de «fundamentalismo»,
sino un deber de lealtad para con las firmes convicciones e intereses de la
mayoría que son a los que el Ejecutivo de España tiene que proveer.
Se ha aducido que la reforma constitucional -que si afecta a su núcleo esencial
implicaría un proceso constituyente- requeriría para prosperar el mismo consenso
que el obtenido por la Constitución de 1978. Pues bien: en ningún caso lo
tendría cualquier proyecto que alterase la formulación actual de la unidad
nacional de España porque, a diferencia de lo que ocurrió en épocas pretéritas,
el pronunciamiento unitario se complementa con la declaración del derecho a la
autonomía de las regiones y nacionalidades, de tal manera que se suman, sin
colmar ninguno pero sin despreciar a nadie, los intereses de todos,
promediándolos. En ese juego de equilibrios es donde se sitúa el interés
colectivo, el punto en el que el proyecto moral que toda nación constituye se
hace visible, el eslabón que vincula y singulariza a un tiempo. Esa urdimbre de
valores comunes, de conveniencias recíprocas y de pragmatismos mutuos es la que
sustenta una Nación que, como la española, no ha dejado de serlo desde hace
cinco siglos durante los cuales nunca faltó quien persistiese en afirmar su
carácter «discutido» y «discutible» con las negativas consecuencias que la
historia nos enseña. Intentemos que no se repitan.