LA RUPTURA QUE VIENE
Artículo de JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS en “ABC” del 26/12/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
LA
transición española en los últimos setenta del siglo pasado fue un juego de
descartes y de opciones. Se pensó entonces en erigir una arquitectura sólida
para nuestra difícil convivencia nacional que superase un número indeterminado
de décadas y resolviese con carácter indefinido las «cuestiones» que desde las
guerras civiles del XIX azotaron España y la instalaron en un estado de malestar
y anormalidad permanentes. Se optó por la Constitución de 1978 con la monarquía
parlamentaria, el Estado unitario pero autonómico con consideraciones
territoriales políticamente diferenciadas -regiones y nacionalidades-, la
aconfesionalidad con mención expresa a la Iglesia Católica y todo un listado de
derechos y libertades de apretado garantismo en lo individual y en lo colectivo,
desarrollado en una economía de mercado pero con las correcciones de un Estado
social prestatario de los servicios esenciales a los ciudadanos.
Este andamiaje se basaba no sólo en una voluntad de concordia, sino también en
realidades socio-económicas definitorias como el fortalecimiento de una clase
media de amplia base y el decidido desarrollo económico de comunidades que, como
la vasca y catalana, carecían de poder político propio pero disponían de un peso
decisivo en el entramado financiero e industrial en el conjunto del país.
Por otra parte, la ciudadanía española se modernizaba en hábitos y costumbres y
la jerarquía eclesiástica cooperaba a superar el trance cediendo determinados
terrenos y favoreciendo la penetración de una cultura de la democracia tras
décadas de alineamiento emocional con el régimen franquista. La alternancia en
el Gobierno fue posible, incluso inmediatamente después de una intentona
golpista, y el sistema tuvo una capacidad de regeneración constante frente al
deterioro que procuraba a las libertades y a la estabilidad del Estado el
fenómeno inmisericorde del terrorismo.
Por razones muy profundas cuya glosa rebasa las posibilidades de un texto de
estas características, el turbulento final de los trece años de Gobierno del
PSOE y los últimos tres del mandato del Ejecutivo del PP -con un paréntesis
entre 1996-2000 que resultó modélico- han devuelto la situación de España a unos
términos de debate y discusión propios de un proceso de iniciación democrática.
La convulsión del 11-M y los acontecimientos inmediatamente posteriores se han
comportado como si de una catarsis se tratase. Pareciera que en nuestro país se
interiorizaba una gravísima crisis que -incapaces de detectarla a tiempo-
expresase toda su sintomatología patológica con ocasión de una tragedia cuyas
consecuencias todavía estamos viviendo. Creo que, en realidad, el 11-M es el
pretexto para, al hilo de su extraordinaria gravedad, colgar en su acaecimiento
desgraciado todas las divergencias y resentimientos que se han ido gestando en
este último cuarto de siglo español. La izquierda que se condujo de una manera
determinada en el descarte de opciones y alternativas hace veintiséis años no
está dispuesta ahora a perpetuar lo que cree fueron «sus renuncias»; y la
derecha que gobernó en el inicio del siglo radiografió con deficiencia la España
que tenía entre manos, a la que aplicó una terapia excesiva en algunos aspectos,
surgiendo graves efectos secundarios.
Por eso, ahora, en 2004, después de una victoria inesperada, la izquierda,
agrupada con los nacionalismos irredentos, ataviada de un progresismo de talante
que no le importa desmentir cuantas veces sean necesarias, ha regresado a la
transición y ha recogido la estrategia de la ruptura. Veinticinco años de
complicidad con las características de una España capaz de producir un Aznar y
propiciar ocho años de Gobierno de la derecha democrática -que pudieron haber
sido doce en un ciclo normal- son demasiados para seguir esperando a que la
laicidad se implante por sí sola; excesivos para aguantar un concepto unitario
de España cuya identidad nacional lleva a que los votos se remansen en las
proposiciones más tradicionales; también demasiados para soportar el poder
económico y político centrípeto de Madrid, mientras Barcelona y Bilbao decaen y
se quiebra el triángulo geográfico que se repartía con ecuanimidad el poder
administrativo, el industrial, el de los servicios y, también importante, el de
la contemporaneidad cultural. Cuando el presidente de la Generalitat de Cataluña
escribió aquel sonado artículo de «Madrid se va», estaba llamando a rebato a la
izquierda y nacionalismo periférico, advirtiendo, con toda la sutileza de la que
es capaz -y es mucha- de que ahora o nunca. El tripartito catalán no fue sino el
pórtico de la gloria para una izquierda que, con incrustaciones generacionales
de la transición, había ya desacralizado aquella gesta política. Quedaba para la
historia, pero era historia.
Con la consigna de que todo concepto presuntamente conservador -nación,
matrimonio, religión- es un nominalismo que esconde afanes de dominación, la
izquierda y los nacionalismos se disponen a la siembra de una cosecha de ruptura
para el final de la primera década del nuevo siglo. Para entonces -con la
retaguardia intelectual de los nostálgicos de la «mala» transacción de 1978
ideando fórmulas de apariencia inocente pero de efectos inmediatamente letales
para la actual institucionalización- esperan que España sea algo radicalmente
diferente a lo que es hoy.
Habrá ruptura y la habrá en todos los órdenes, y las erupciones que hoy se
registran no son sino el cortejo inicial de una ofensiva en toda regla que,
aunque arriesgada, cuenta con la apariencia de la inocuidad. Sin embargo, nada
es gratuito en los desarrollos políticos de la izquierda en estos meses de
Gobierno: desde la ominosa denuncia del «engaño masivo» del PP en el 11-M, hasta
el enfrentamiento con la Iglesia Católica; desde el matrimonio de los
homosexuales hasta la reforma torticera del Poder Judicial; desde la acusación
de golpismo al anterior Ejecutivo hasta la connivencia con Chávez y Castro;
desde el reconocimiento del derecho de veto a una colonia hasta la admisión
acrítica del concepto de «comunidades nacionales» para algunos territorios.
Ninguno de estos pasos es improvisado ni fútil. Todos ellos, y sobre todo su
intención última, buscan un propósito, que es el de la ruptura con la «otra»
España que algunos siguen viendo a través del prismático desenfocado y miope de
una historia que ya acabó -la de los vencedores y la de los vencidos- y que, por
un rebrote antropológico relativamente ignoto, algunos siguen viviendo con
revanchismo. Estos son, creo, los términos de la cuestión política en España,
que preludian tiempos difíciles en los que habrá que convencer para vencer.