«TORTAS» Y PROCESO CONSTITUYENTE
Artículo de JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS en “ABC” del 09/01/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
LA decisión
del Gobierno de no recurrir ante el Tribunal Constitucional la aprobación en el
Parlamento Vasco del denominado Plan Ibarretxe no responde al deseo de evitar
«un paso en falso» , sino al propósito de buscar con el lendakari primero, y con
el tripartito catalán después, un arreglo político, eludiendo que un
pronunciamiento normativo previo del intérprete de la Constitución lo condicione
de manera determinante, como sin duda haría. Aducir que el Constitucional
rechazó antes la admisión a trámite del recurso interpuesto por el Gobierno del
PP contra la remisión del proyecto secesionista a la Cámara Vasca y contra la
calificación del texto hecha por la mesa del órgano legislativo autonómico para
justificar esta omisión es, técnicamente, deshonesto, porque aquellos actos
recurridos eran de trámite -según el TC, que lo dilucidó en una reñida votación
entre sus miembros- pero la aprobación de la proposición secesionista por el
pleno del Parlamento Vasco es ya sustantivo.
En la misma línea de simulación política por parte del Gobierno de Rodríguez
Zapatero se inscribe la decisión de la Fiscalía General del Estado de no
recurrir el auto de la magistrada Nekane Bolado que exculpa a Juan María Atutxa
de un delito de desobediencia a la sentencia del Tribunal Supremo que ordenó en
su momento la disolución del grupo parlamentario Sozialistas Abertzaleak
(Batasuna), parte del cual ha sido el que ha dado el pase al Plan Ibarretxe. Se
consuma así, por parálisis, la efectiva inaplicación de la sentencia del máximo
órgano jurisdiccional y, al mismo tiempo, el posible regreso a la legalidad de
Batasuna se incluye en el orden del día de la negociación política que se
proponen los gobiernos de Madrid y Vitoria.
Pero hay más: la iniciativa del Partido Socialista de Euskadi de proponer un
nuevo Estatuto -cuyo redactor-ponente ha sido el que fuera peneuvista Emilio
Guevara- en el que se contempla el País Vasco como una «comunidad nacional»,
asimilable según Guevara a «una nación sin Estado», compone una formulación de
nulo rigor constitucional y sentencia, al igual que el plan nacionalista, el
final del Estatuto de Guernica. Y las casualidades, en política, las justas.
El Gobierno, en consecuencia, no quiere -y por su política de alianzas tampoco
puede- judicializar el plan Ibarretxe. De ahí que trate por todos los medios de
llevarlo al terreno de la negociación política y a un debate en el Congreso de
los Diputados en el que la presión de los socialistas vascos, catalanes y de los
distintos grupos nacionalistas -entre ellos ERC, socio principalísimo del
Ejecutivo- ofrezca un nuevo consenso para revisar en profundidad la actual
concepción constitucional de España en su naturaleza de Nación única y de Estado
unitario autonómico. Es en este contexto de desjudicialización del plan
secesionista de los nacionalistas vascos, y de propuestas de los socialistas
vascos y catalanes para sustituir el término de nacionalidades por el de
comunidades nacionales, en el que Ibarretxe va a jugar sus bazas, que no son
escasas.
Entramos, diga lo que diga el Gobierno, en un proceso constituyente porque hay
deseo nacionalista y necesidad socialista de impulsarlo. Unos y otros se
precisan porque ambos están en el poder y pretenden seguir estándolo. De lo
contrario, es ininteligible que el Gobierno no salve su responsabilidad con el
oportuno recurso ante el Tribunal Constitucional. La teoría del «acto
consentido», bien conocido por los administrativistas -es decir, aquel que se da
por bueno de modo implícito al no recurrirse- cobra aquí una significación
definitiva. A estos efectos, las proclamaciones constitucionalistas del
presidente del Gobierno son de una relatividad manifiesta y merecen, por tanto,
un cauteloso escepticismo.
El proceso constituyente que inicia la aprobación del plan Ibarretxe en el
Parlamento Vasco -y que se inserta en una dinámica alocada de cambios
estatutarios promovidos por socialistas vascos y catalanes, muy próximos a tesis
nacionalistas- es propio de un Gobierno de corte radical que debe comportarse
con extremosidad en sus decisiones -talante aparte- porque es un Ejecutivo débil
y aritméticamente demasiado dependiente. Por eso la más grave tentación del
Gabinete de Rodríguez Zapatero es manejar criterios de oportunidad antes que los
de fondo, que son, en este caso, los de carácter nacional.
Por estas y otras razones escribí que se veía venir una ruptura con la
Constitución de 1978. Ya está aquí. La renuncia a que el garante de la
Constitución intervenga a instancia gubernamental en el examen del Plan
Ibarretxe es una prueba evidente de ello, porque remite la cuestión central de
la unidad nacional a una negociación política en la que los criterios normativos
son secundarios y variables, tal y como desean fervientemente los nacionalistas
y ha manifestado el propio Ibarretxe, que no reconoce ni norma ni institución
que pueda oponerse a sus designios. Hacerlo sería tanto como terminar a
«tortas».
Ha mencionado el lendakari el mayor y mejor argumento para la deslegitimación de
su Plan: el ejercicio de la fuerza. Las «tortas» en forma de casi mil
asesinatos, ejecutados por los que apoyaron su Plan y lo han hecho
coyunturalmente viable, con el permiso epistolar del jefe de los terroristas
protocolizado en sede parlamentaria, son justamente las que le permiten
conducirse y comportarse de la manera en la que lo hace, prepotente y sectaria.
Esas «tortas», algo más que consentidas por el nacionalismo en el que milita,
repartidas inmisericordemente durante décadas por ETA , hijuela del PNV en los
años sesenta, banda con la que su organización pactó en 1998 y con la que ha
vuelto a pactar ahora, son, en el fondo, su gran argumento de convicción, porque
ni la sociedad vasca en su conjunto ni los tres territorios históricos vascos
institucionalmente hubiesen permitido el despropósito de su Plan si no fuera por
el miedo a los pistoleros que votan de consuno con el PNV y el hastío que
provoca el «régimen» impuesto por su partido allí. Más de ocho mil millones han
costado «las tortas» etarras al resto de España en estos últimos diez años; los
chantajes de Lemóniz y Leizarán y los secuestros etarras elevaron la siniestra
cuenta entre 1970 y 1993 a otros tres mil, y el Estado hubo de abonar entre 1994
y 2003 casi 400 millones más a las víctimas del terrorismo por muerte y
lesiones. «Tortas», además de asesinas, ruinosas, como para que Juan José
Ibarretxe miente la soga en casa del ahorcado y se la espete, gesticulante y
ridículo, a una España con tanta experiencia en arremetidas como en sufrimientos
y que estaría dispuesta a mantenerse firme si su Gobierno también lo estuviera,
extremo éste que está por ver porque como Maragall ha predicho los procesos
constituyentes, la mayoría, por cierto, frustrantes y frustrados, son
reiterativos en nuestra historia. Y ahora parece comenzar otro más, abanderado
esta vez por el peor resentimiento colectivo de nuestra reciente historia, aquel
que nace del complejo de inferioridad.