RAZONES PARA UNA DERROTA
Artículo de JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS en “ABC” del 14/03/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
El formateado es mío (L. B.-B.)
LOS atentados
del 11 de marzo del año pasado fueron condición necesaria pero no suficiente
para que las elecciones generales fueran ganadas dos días después por el PSOE o,
en otros términos, perdidas por el PP.
Esta es la conclusión que, creo, recoge con más rigor la opinión general,
incluso la de aquellos que se han basado en la investigación demoscópica para
entender las razones del vuelco electoral del 14-M. Pero aquellos que nos
sentimos profundamente defraudados por el precoz acortamiento del ciclo natural
en el poder de la derecha democrática española, no nos llamamos entonces a
engaño. Sabíamos que el Gobierno popular estaba negándose posibilidades de
continuidad desde hacía ya mucho tiempo.
Nada menos que casi tres años antes, el ocho de julio de 2001, se escribía en
esta página que «la mayoría
absoluta -del PP- lleva a la prepotencia verbal, a los gestos adustos y
antipáticos y a la ausencia de coherencia que dota al desafinado discurso del
Gobierno de una acidez que comienza a procurar la aparición de una gastritis
social particularmente incómoda».
Se añadía que «en ese contexto se explican los problemas de imagen del Gobierno
(...) y el crecimiento lento, aparentemente inane, pero sostenido y eficaz de
los perfiles amables, blandos y cordiales de José Luis Rodríguez Zapatero
(...)». Y se llegaba a una conclusión: «Después de los esfuerzos de convicción y
persuasión que tan buenos resultados dieron (en la legislatura 1996-2000), desde
el poder se practica la altanería ensoberbecida y antipática. Mal diagnóstico».
El que escribió esas líneas fue el abajo firmante («Un Gobierno en depresión»),
a la sazón director de este periódico, que -tras más de cien años de
trayectoria- ya se sabe muy bien lo que defiende y cómo lo hace.
Por supuesto, ni en 2001 ni después, el Gobierno del PP fue capaz de esbozar una
rectificación en su relación con la sociedad española. Aznar fue interiorizando
la necesidad de una especie de tutela permanente sobre la opinión pública en
función de la cual todos los elementos de seducción política eran despreciados
como síntomas de debilidad. Llegó a tal punto la lejanía emocional entre el
Gobierno y la opinión pública que la variable de la comunicación -tan esencial-
fue relegada hasta dejarla en manos de aficionados y de oportunistas. Las
mejores políticas del Gobierno -y fueron magníficas en muchos ámbitos, incluido
el de la política exterior y la relación con EE.UU.- quedaron sepultadas en una
apabullante eficacia de gestión ayuna por completo de ideas e ilusiones.
No se produjo en momento alguno de la
anterior legislatura un flujo recíproco de complicidad y simpatía entre poder y
sociedad. Y el 11 de marzo proporcionó la condición necesaria -los terribles
atentados que buena parte del electorado atribuyó al apoyo del Gobierno a la
guerra en Irak- que se superpuso a las condiciones precedentes que, por sí
solas, no hubiesen propiciado un vuelco aunque, seguramente, sí una seria
disminución parlamentaria del PP. De tal manera que la jornada electoral de hace
hoy un año bien pudo ser un episodio de oclocracia, es decir, de poder de
la «muchedumbre o de la plebe» -que así define este término el diccionario- que
se desata cuando las condiciones en el ejercicio del poder son torpes o resultan
inverosímiles para los ciudadanos y que, así, incorporan al sufragio más un
varapalo a quien gobierna que una opción alternativa para que otros lo hagan
mejor.
Se produjo, es también cierto, un comportamiento popular que necesitó de la
levadura revanchista espolvoreada por los más profesionales enemigos del PP y de
José María Aznar, en conjunción con sus errores,
para acabar con un capítulo inédito de nuestra historia y
que nuestra historia necesitaba continuase como bien se está comprobando ahora.
Y hasta tanto unos no reconozcan que perdieron el poder, en parte, por sus
propios deméritos en un empeño estúpido por fracasar, y otros no asuman que lo
obtuvieron, también en buena parte, por la reacción social al acaecimiento más
dramático y brutal de nuestra reciente historia, no habrá convergencia en la
redacción de un tramo del pasado sobre cuya distinta interpretación se están
sustentando hostilidades que creímos superadas por la dinámica de la transición
democrática.
No tiene demasiado sentido -y además, no responde a la realidad de los datos
fiables de que se dispone- atribuir la derrota electoral del PP el 14-M a
extrañas conjunciones conspirativas sean éstas internas o busquen terminales en
el extranjero. Semejantes fabulaciones se entienden en el contexto del mercado
de una información que requiere ribetes de espectáculo para ser consumida con
mayor apetito del que ahora se registra en las audiencias de los periódicos en
nuestro país. Tampoco tiene demasiado sentido porfiar sobre el sesgo de nuestra
imagen internacional. Basta recurrir a estudios acreditados para concluir que en
los Estados Unidos y Gran Bretaña, la opción electoral mayoritaria el 14-M se
consideró una claudicación; y que en Francia y Alemania, con menor intensidad,
cundió semejante inquietud. Todos sin embargo -anglosajones y latinos,
proamericanos y antiamericanos-
subrayaron en rojo el 14-M español como un hecho sustantivo
para las democracias actuales porque un acontecimiento exógeno, impredecible y
bestial dispuso de una capacidad inaudita de aparente rectificación emocional de
la voluntad popular.
El gran error del Gobierno de Aznar no se produjo sólo en la trágica jornada de
los atentados en la que todos los yerros en la comunicación y en el tratamiento
de la oposición y de la opinión pública se dieron cita; el gran error del ex
presidente empezó mucho antes y fue de concepto acerca del complejo manejo de su
relación con la sociedad a través de los medios, de la altanera concepción de su
misión política, de su excesiva capacidad de sacrificio -muy meritoria, pero que
debió compartir- que le llevó a un innecesario ensimismamiento creyendo que en
el evangélico «por sus hechos les conoceréis» se encerraba la clave del éxito.
Confundió, creo, la política con la teología y el encargo democrático de
gobernar con la misión de llevar a España -en sólo ocho años- a una tierra
prometida a la que demasiados no querían ir ni tan rápidamente ni a empellones.
No admitió las más desinteresadas advertencias. Y ya el 14-M, con 192 víctimas
de un terrorismo taimado y calculador y una feroz campaña de agit-prop, fue
demasiado tarde. Se perdió así
algo más que un gobierno reformista de la nueva derecha democrática española;
se enajenó -ojalá esta vez me confunda-
la oportunidad de capitalizar democráticamente a la «otra» España.
Esa que parece que gana pero que, en realidad, casi siempre pierde porque, por
errores propios y aciertos ajenos, sus enemigos le echan por delante, en vez de
democracia, tumulto. Es decir, muchedumbre en vez de sociedad, demagogia en vez
de dialéctica, eslóganes en vez de mensajes, utopías en vez de realidades. La
izquierda lleva casi un siglo haciéndolo. Se tuvo la oportunidad de esquivar la
trampa de incurrir en la intemperancia, pero de nuevo se cayó en ella.
Del 14-M hace ya un año. Y nos sigue pareciendo a todos que fue ayer. El drama
-el humano, pero también el político- sigue a flor de piel.