SABER QUIÉN SE HA SIDO..
Artículo de MIKEL BUESA, Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, en “ABC” del 23/02/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
ES
pretensión de los gobernantes que, como observó en cierta ocasión Manuel Vázquez
Montalbán, «todo empiece con ellos», olvidando así que, por lo general, los
problemas políticos suelen tener unos precedentes fácticos y, sobre todo,
doctrinales. El plan Ibarretxe se ancla, por supuesto, en las ideas originarias
del nacionalismo sabiniano, pero tiene su raíz inmediata en un hecho que tuvo
lugar en 1990, hace ahora quince años: el acuerdo de todos los nacionalistas
para aprobar en el Parlamento de Vitoria una resolución declarativa del derecho
a la autodeterminación del pueblo vasco.
Así pues, el problema que acucia hoy la sociedad española viene de lejos; y
también de lejos llegan las ideas que pueden ayudarnos, a los ciudadanos y al
Gobierno de la Nación, a afrontarlo. En aquella ocasión, mi hermano Fernando
Buesa tuvo el honor y la oportunidad de presentar, ante la cámara legislativa,
la posición del PSE sobre ese asunto, señalando que «los socialistas vascos nos
oponemos al planteamiento mismo de la autodeterminación como derecho que deba
ser proclamado para ser ejercitado por el pueblo vasco». Y lo hizo presentando
una amplia batería de argumentos, entre los que ocupó un lugar central la idea
de que «los ciudadanos... hemos afirmado nuestro legítimo sistema de convivencia
cuando al establecer la democracia nos hemos dado una Constitución y un Estatuto
de Autonomía». Es precisamente esta afirmación la que le sirvió de base para
sostener que aquella resolución expresaba la voluntad de «abrir la posibilidad
de destrucción del Estado autonómico desde el Parlamento Vasco» y que su
«pretensión separadora no es otra cosa que la pretensión de liquidar el Estado
democrático».
Con posterioridad a aquel debate, las cosas no llegaron más lejos, de manera
que, pese a su contenido potencialmente destructivo, la resolución
autodeterminista no pareció a los socialistas más que un exceso retórico. Y, de
hecho, al año siguiente mi hermano entró a formar parte de un Gobierno de
coalición con los nacionalistas vascos. Entretanto, en el Partido Popular
despuntaba por aquellas fechas un joven concejal de San Sebastián que acababa de
asumir las tareas parlamentarias. Gregorio Ordóñez fue un precursor. Él supo
ver, seguramente antes que otros, que el proyecto secesionista tenía
pretensiones de convertirse en un hecho político irreversible, y que para su
logro los nacionalistas que se encontraban instalados en el Gobierno no dudarían
en actuar en connivencia con los que practicaban el terrorismo. Comprendió que
contra semejante aspiración no cabían componendas ni pactos. Por ese motivo,
como declaró una vez, «llegó un día en que dije ¡basta ya!». Y, a partir de ese
momento, con el ímpetu y la convicción que le caracterizaban, orientó su trabajo
político hacia el doble objetivo de combatir a ETA y vencerla con la ley, por
una parte, y de desbancar a los nacionalistas del Gobierno, por otra. Cuando su
popularidad le colocó en una aventajada posición para competir por la alcaldía
de su ciudad de adopción, pues había nacido en Caracas, el 23 de enero de 1995
fue asesinado. El atentado en el que se le arrebató su vida fue el primer
eslabón de una larga cadena de crímenes con los que la banda terrorista buscó
eliminar a sus oponentes políticos en la creencia de que, por esa tortuosa vía,
podría acelerar el proceso que conduciría a Euskadi a la independencia.
En el quinquenio siguiente a aquel asesinato, se decantó la confluencia de todos
los nacionalistas en torno al objetivo secesionista, como evidenciaron el pacto
de Lizarra y el apoyo de Batasuna al Gobierno de Ibarretxe. Fue en ese período
en el que Fernando Buesa llegó al mismo convencimiento que Ordóñez, de manera
que, como destaca su biógrafa Maite Pagazaurtundúa, ya en 1994 «no consideró
adecuado políticamente reeditar un nuevo Gobierno de coalición con el PNV y EA»,
y con posterioridad acabó convirtiéndose «en la voz más firme de la oposición
socialista... (al nacionalismo) hasta cuatro días antes de su muerte». De entre
los diversos aspectos doctrinales que forman el sedimento de sus discursos y
actuaciones parlamentarias, hay dos que considero especialmente clarificadores y
útiles para enfrentar el desafío que hoy representa el plan Ibarretxe.
El primero es el que pone el acento en el carácter falaz de la idea de que, ante
las exageradas pretensiones de los nacionalistas, es ineludible mover ficha para
no pecar de inmovilismo. Mi hermano no tuvo duda en declarar, a este respecto,
que «si defender los derechos y libertades de la gente, si defender el Estatuto
de Autonomía..., si defender nuestro sistema político es inmovilismo, seré el
más inmovilista de todos..., porque lo que defiendo aquí es la democracia y la
libertad; la libertad de subir a una tribuna y decir a mis conciudadanos cómo
quiero yo que sea este país, y cómo quiero que progrese, sin que nadie me
amenace por detrás». Y a continuación añadió el principio moral que inspiraba su
postura: la convicción de que «todos somos iguales, cuando somos seres libres».
Y el segundo es el que señala que la ineludible respuesta política a la
desmesura nacionalista no podía ser otra que su desplazamiento del Gobierno
mediante la acción conjunta de los socialistas y los populares. Por ello, en una
de sus postreras intervenciones ante las Juntas alavesas señaló: «A nosotros nos
guían las ideas, nos guía la política. Porque nos guía la política hemos dicho
que en este país constitucionales y estatutarios tenemos que formar Gobierno. Y
como soy un hombre que acostumbra a comprometerse, ... he dicho que si yo
obtenía la confianza, no haría un Gobierno con nacionalistas».
Fernando Buesa fue asesinado el 22 de febrero de 2000. Su muerte precedió a otro
quinquenio de ignominia, de engaño permanente, de estado de excepción
nacionalista, de derribo del sistema democrático, cuya culminación no ha sido
otra que el triste y vergonzoso espectáculo de un Congreso de los Diputados
obligado a discutir el proyecto de norma fundamental con el que el nacionalismo
quiere establecer un régimen totalitario en el País Vasco. Su rechazo no ha
establecido más que una pausa en el suma y sigue del designio secesionista. Ha
llegado, por esta razón, la hora de reaccionar para poner freno a ese delirio.
Es el momento de volver a escuchar lo que dijeron los que nos fueron arrebatados
por el crimen: que la solución transaccional para el terrorismo no existe, que
se requiere el acuerdo básico entre los partidos socialista y popular, y que esa
conjunción ha de desembocar en la formación de un Gobierno porque ya no queda
margen alguno para conducir la política junto a los nacionalistas.
Por tales motivos, ahora que, con voluntad de olvido de los sucesos pretéritos,
como si la desmemoria lo invadiera todo, parece que los «niñatos socialistas»
-así los designó Vázquez Montalbán- quieren inaugurar una etapa en la que todo
empiece de nuevo con ellos, sólo queda recordar el sabio consejo que, sobre el
fondo de su enorme conocimiento de la historia de España, nos dejó Américo
Castro: «Saber quién se ha sido equivale a saber con qué se cuenta al ir a poner
la proa hacia el futuro». Pues ese futuro dependerá menos de vanas esperanzas e
ilusorias promesas que de las enseñanzas, las ideas y el acervo democrático de
nuestro pasado.