«BACK TO USSR»
Artículo de NICOLAS BAVEREZ, Economista e historiador en “ABC” del 12/04/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
La libertad
despierta en el Este de Europa en estos albores del siglo XXI. En 1989, la caída
del Muro de Berlín abrió la vía para la caída del Imperio Soviético y la
transición de Europa Central y del Este hacia la democracia y el mercado,
materializada por el movimiento de adhesión a la OTAN y la ampliación de la UE.
La conmoción en el sistema internacional por los atentados de 2001, en especial
el sucesivo fortalecimiento de las relaciones ruso-estadounidenses bajo el signo
de la guerra contra el terrorismo y el posterior aumento de la tensión por la
intervención en Irak, se traduce en una evolución paradójica.
Por un lado, una onda de choque democrática invade el imperio interior ruso de
Europa a Asia Central pasando por el Cáucaso, desencadenando a su paso la
emancipación de Georgia, Ucrania, Moldavia y Kirguistán. Por otro, la caída en
cadena de los gobiernos post-soviéticos dirigidos por miembros de la
nomenklatura provocan una contrarrevolución en Rusia que da la espalda a las
reformas liberales de la década de los noventa para retomar, si no la ideología
marxista, sí al menos las estructuras del Estado autocrático y una orientación
abiertamente anti-occidental. Sus símbolos son las presiones tan llamativas como
inútiles de Moscú para obstaculizar el proceso democrático en su periferia
cercana, el despliegue de una nueva estrategia imperial a partir de la energía
-ya se trate de hidrocarburos con China o Europa, o nuclear con Irán-, la
confiscación de Yukos o la eliminación sangrienta del presidente checheno Aslán
Masjádov el 8 de marzo pasado.
De Moldavia a Kirguistán, los movimientos populares presentan numerosos puntos
en común. Han nacido de los fracasos del «post-sovietismo», que combinó
confiscación de las libertades y bloqueo del desarrollo, economía de renta y de
prevaricación, pauperización de los pueblos y emigración forzosa. Se han
estructurado alrededor de una oposición que ha roto con unos poderes
autocráticos alineados con Moscú, dirigidos por unos miembros de la nomenklatura
envejecidos y corruptos que formaban una internacional de antiguos miembros del
KGB, unida por el rechazo a la democracia y el apego al modelo soviético. Han
nacido del sufragio universal que ha servido como catalizador para estas
insurrecciones de la libertad, la mayoría de las veces pacíficas, superando el
control estatal del sistema político, de la economía y de los medios de
comunicación. Han encontrado un triple apoyo en el discurso muy agresivo de la
Administración de Bush a favor de la expansión de la democracia, en la capacidad
de atracción de la UE y en el apoyo de las nuevas democracias, como por ejemplo
la participación de Polonia en la revolución ucrania.
A la inversa, en Rusia surge una contrarrevolución, a través de la operación de
restauración imperial que es la línea directriz de Vladimir Putin. Al denunciar
en su rueda de prensa del 23 de diciembre de 2004 dedicada a Ucrania los «lemas
anti-rusos y sionistas», tras haber fustigado unos días antes el «casco colonial
de un Occidente que pretende dar lecciones», el presidente ruso ha mostrado la
verdadera naturaleza de su poder. Lejos de ser un «régimen de talante
democrático adaptado a la historia y a la geografía de Rusia», se define como un
proyecto imperial ruso que aspira a mantener las antiguas fronteras de la Unión
Soviética y reconstruir el Estado soviético bajo la apariencia de una «vertical
del poder» que se reduce al aplastamiento de las libertades conquistadas durante
la década de los noventa. En Rusia, al igual que en la Gran Serbia, el
imperialismo es el estadio supremo del comunismo. Y el putinismo no es otra cosa
que el modelo soviético continuado con otros medios, sin el comunismo ni el
gulag, pero con la misma mezcla de culto de la fuerza y del terror, el mismo
control del Estado sobre la economía y la sociedad, y la misma reivindicación de
aplicar la doctrina de la soberanía limitada a la periferia inmediata de Rusia.
La guerra de Chechenia da origen al régimen establecido por Vladimir Putin, cuya
elección en marzo de 2000 es indisociable de la reanudación de las hostilidades
en el Cáucaso en 1999, teniendo como nuevo objetivo la aniquilación de los
chechenos. El actual poder ruso se basa en una espiral de violencia, legitimada
por el cheque en blanco de las democracias occidentales y por el improbable eje
del bien imaginado por la Administración de Bush inmediatamente después de los
atentados de septiembre de 2001 para luchar contra el terrorismo.
La sangrienta toma de rehenes de Beslán ha servido de pretexto para atentar de
forma sistemática contra las libertades civiles y cívicas: la ley
anti-terrorista de 17 de diciembre de 2004 refuerza los poderes ya desorbitados
de los servicios secretos y de las fuerzas del orden, mientras que se ha
iniciado una gran operación de desmantelamiento del federalismo y de
recentralización con el nombramiento por el Kremlin de los gobernadores de las
regiones y de los presidentes de las repúblicas, mañana de los alcaldes de las
grandes ciudades. El cambio de clase dirigente se acelera con el monopolio de
los agentes de los servicios de seguridad en los puestos clave del Gobierno, de
la alta administración y de las grandes empresas. El control de la economía y de
la sociedad por el Estado se reconstituye a través de la normalización de los
medios de comunicación, la nacionalización de hecho de Yukos (tras una
extravagante subasta de sus activos que se llevó por 9.400 millones de dólares
el Baikalfinansgroup, creado tres días antes y que tiene como sede social una
tienda de comestibles de Tver), así como la toma de control por la
administración presidencial de Magnitogorsk, segunda empresa siderúrgica rusa, y
de VimpelCom en el sector de la telefonía móvil.
De este modo, Vladimir Putin reinventa el Estado soviético, basado en el
monopolio de un clan y ya no de un partido sobre el sistema político, en el
control de una economía en la cual los dividendos de un capitalismo de
predadores han sustituido a la ideología marxista, en el dominio creciente de
una población de nuevo sometida al miedo, en la reactivación de una esfera de
influencia fundamentada en su origen en la santa alianza de la nomenklatura de
antiguos miembros del KGB y los negocios especulativos del Estado de la cual el
presidente Kuchma era un ejemplo notable, prolongada ahora por un imperialismo
energético. La creación de un «Aramco» ruso, resultado de la fusión de Gazprom,
Rosneft y la antigua Yukos confiscada por el Estado, todo ello bajo el control
directo del Kremlin, pretende al mismo tiempo garantizar para el clan en el
poder un control total de los beneficios del petróleo y erigirlo en instrumento
estratégico. Primera productora de petróleo del mundo con 9 millones de barriles
diarios, la Rusia de Putin sustituye los euromisiles de la era Bréznev por las
amenazas sobre el aprovisionamiento de hidrocarburos a Europa y Asia.
El destino de las revoluciones democráticas de la periferia rusa es decisivo
para la historia de la primera mitad del siglo XXI. En primer lugar, para las
naciones concernidas, que no deben dejarse arrebatar su impulso democrático y
patriótico, a la vez que deben conjurar el riesgo de separatismo, incluso de
guerra civil, resistiendo a las represalias económicas de Rusia, que garantiza
la mayor parte de su aprovisionamiento energético, prosiguiendo una transición
hacia la democracia y el mercado y reorientando sus intercambios y sus estilos
de vida hacia Europa.
Para Rusia, que se encuentra ante un dilema fundamental entre la continuación de
las reformas liberales y el aperturismo de los años noventa o el
restablecimiento del modelo soviético, entre la democracia o el imperio, entre
la libertad o la dictadura.
Para la UE, que se juega su credibilidad para participar en la estabilidad y en
la seguridad del continente y de su periferia, incluida la resistencia a una
Rusia de nuevo presa de sus demonios imperiales. La crisis ucrania -al igual
que, por defecto, la crisis iraquí- ha demostrado que Europa sólo ejerce su
influencia a condición de estar unida y de hablar con una única voz. De ahí las
dudas legítimas sobre la iniciativa de la diplomacia francesa que ha tratado de
reactivar el improbable bando de la paz, que se formó en el momento álgido de la
crisis iraquí, al recibir en París con gran pompa, el pasado 18 de marzo, a
Vladimir Putin, en compañía de Gerhard Schröder y José Luis Rodríguez Zapatero.
Para EE.UU., cuya estrategia se encuentra doblemente cuestionada. En primer
lugar, desde el punto de vista de su relación con Moscú, ya que la negligencia
benigna frente a los conflictos del Cáucaso, reforzada en la lucha contra el
terrorismo, ha tenido como único efecto convertir la colaboración por la paz en
una vuelta hacia el imperio. En segundo lugar, desde el punto de vista de Irak,
frente al cual las revoluciones del ex imperio ruso se presentan como el ejemplo
opuesto perfecto, subrayando que la democracia y el mercado se construyen a
partir de la voluntad de los pueblos y no de la utilización de la fuerza armada
por una potencia ocupante, aunque sea democrática.
«Cree en tus ojos, no en tus oídos», lanzaba Solzhenitsin a modo de advertencia
frente al totalitarismo soviético. El consejo no ha perdido un ápice de su
validez frente a la Rusia de Vladimir Putin.