CINCUENTA AÑOS SORPRENDENTES
Artículo de José María Carrascal en “ABC” del 16 de diciembre de 2008
Por su interés y relevancia
he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
...La crisis de 2008 ha demostrado las catastróficas consecuencias de un mercado sin control, mientras las guerras de afganistán e Irak están demostrando lo díficil que resulta exportar la democracia a culturas y países distintos a los nuestros. Es más, la paz no se ha impuesto ni siquiera en Europa, donde hemos tenido guerras en los Balcanes y acabamos de tener otra en el Cáucaso, por no hablar de las guerras sucias, como la que tenemos en el País Vasco...
Mi primer artículo apareció el 16 de diciembre de 1958, precisamente en ABC. Era un reportaje sobre el Berlín de las cuatro potencias ocupantes, encabezado por la foto de un Bundestag que mostraba, como toda la ciudad, las heridas de la guerra. En este medio siglo, el mundo ha dado muchas vueltas y han ocurrido muchas cosas, buenas y malas, pero sobre todo, sorprendentes. Sin salirnos de Berlín, tres años después, tuve que informar sobre el alzamiento del Muro, y creí que iba a morirme sin verlo derribado. Sin embargo, en 1989, se vino abajo, no por la fuerza de los tanques, sino de las ideologías. El Muro berlinés ocultaba uno de los mayores fraudes de la Edad Contemporánea: el del comunismo como sociedad más sana, más fuerte, más productiva que el capitalismo, utopía que ha cautivado a la humanidad desde su infancia. El desplome del Muro dejó al descubierto la cruda realidad que ocultaba, el abismo entre dirigentes y dirigidos, el fracaso de una economía incapaz de suministrar los bienes modernos a la población y, a veces, de alimentarla. Una realidad que se llevó por delante no sólo el imperio soviético, sino también a buena parte de la izquierda, que sigue en crisis, pese a todos sus intentos de recuperarse, incluido el de pedir prestadas fórmulas al capitalismo.
Pero no sólo la izquierda está en crisis. Lo está también la derecha, y ésta es otra de las grandes sorpresas. El desplome del Muro trajo el espejismo del «fin de la historia», la creencia de que se habían acabado las ideologías, al no haber alternativa a la democracia como sistema político y al mercado como sistema económico. En adelante, todo sería ensanchar la una y el otro hasta llegar a la «paz perpetua» que soñaba Kant. ¡Cuánto nos equivocábamos! La crisis de 2008 ha demostrado las catastróficas consecuencias de un mercado sin control, mientras las guerras de Afganistán e Irak están demostrando lo difícil que resulta exportar la democracia a culturas y países distintos a los nuestros. Es más, la paz no se ha impuesto ni siquiera en Europa, donde hemos tenido guerras en los Balcanes y acabamos de tener otra en el Cáucaso, por no hablar de las guerras sucias, como la que tenemos en el País Vasco. En otras palabras el mundo es tanto o más peligroso que en 1958.
Volviendo a aquel año, el mundo estaba regido entonces por dos superpotencias, con occidente anonadado por el golpe psicológico que significó el primer vuelo espacial soviético. El futuro parecía estar allí y el chiste en las recepciones diplomáticas era «los pesimistas aprenden ruso, los realistas, chino». Equivocándose en lo primero y acertando en lo segundo, si bien los chinos han adoptado el capitalismo como sistema económico, sin abandonar el comunismo como sistema político. ¿Es ésta la fórmula híbrida del futuro? Pues tampoco lo creo, aunque la experiencia aconseja no descartar nada. Tal vez sea la fórmula para ellos, pero desde luego, no lo es para nosotros.
El comunismo a secas no parece ser ya modelo para nadie y los residuos que quedan de él -Cuba, Corea del Norte- buscan desesperadamente una salida, sin encontrarla. Posiblemente se deba a considerarse un sistema perfecto, siendo imperfecta la condición humana, lo que les impide acoplarse y, más grave aún, impide al sistema evolucionar, que es otra de las leyes de la naturaleza. Mientras el capitalismo, con todos sus defectos, es infinitamente más flexible y no tiene inconveniente en irse adaptando a las circunstancias, autocorrigiéndose incluso con medidas contrarias a su filosofía, si es que tiene alguna. Así, acabamos de ver a gobiernos conservadores nacionalizar parte de la banca, mientras otros, socialistas, la capitalizaban. Un espectáculo inimaginable hace medio siglo. Pero es lo que ha permitido crecer al capitalismo, mientras el comunismo se estancaba.
El crecimiento del capitalismo durante estos cincuenta años, unido a un desarrollo tecnológico superior al de los veinte siglos anteriores juntos, ha acelerado la historia hasta el punto de producir vértigo, por la acumulación de acontecimientos, que somos incapaces de digerir. El hombre empieza a explorar los límites de la naturaleza, con sondas y telescopios que alcanzan los confines del universo y con aceleradores nucleares que intentan descubrir los elementos primordiales del átomo. Trasplantar órganos es ya una operación rutinaria y las células madre abren un campo inédito al tratamiento de enfermedades hasta ahora sin curación. Pero todo ello ha tenido un coste nada barato. El desarrollo material está afectando al equilibrio biológico del planeta, sin que sepamos si llegará a romperlo, pero que le afecta no ofrece lugar a dudas. El aumento de CO2 en la atmósfera, por ejemplo, no es una buena noticia para la humanidad, porque el CO2 es letal para ella. Aunque también es cierto que esa misma humanidad ha sabido salir airosa de todos los desafíos que se le han planteado hasta la fecha. Lo que tampoco garantiza que podrá seguir haciéndolo indefinidamente, al haberse convertido la humanidad en la mayor amenaza para la naturaleza.
¿Cuáles han sido los mayores cambios en este medio siglo? A bote pronto, diría que la liberación femenina, la irrupción de la mujer en todos los ámbitos de la vida pública, al menos en occidente. Ello ha traído, junto a enormes beneficios, costes importantes, incluso para ellas, que han de soportar la doble carga maternal y laboral, con alteraciones significativas en la familia, los hijos, las relaciones de pareja y sexuales, que todavía estamos digiriendo.
La globalización es otra de las grandes revoluciones. A caballo de la explosión de las comunicaciones, lo que ocurre en una esquina del planeta repercute al instante en la otra, como un terremoto global. Pero al mismo tiempo, está en marcha la tendencia opuesta: la individualización. Todo lo ocurrido en las últimas décadas tiende a potenciar el individuo sobre la comunidad. El coche le ha dado la posibilidad de desplazarse por su cuenta; el móvil, la de comunicarse desde cualquier sitio; la televisión por cable, la de elegir entretenimiento; la tarjeta de crédito, la de comprar cuanto desea. Incluso se habla del «derecho a tener 15 minutos de fama», lo que puede ser ilusorio, pues si todos somos famosos, nadie lo será realmente, como si todos somos ricos, tampoco lo seremos e incluso podemos convertirnos en pobres, como estamos viendo en la presente crisis. En cualquier caso, todo ha ido en provecho del individuo, nada de la comunidad, que se debilita. Una tendencia inquietante.
En estos 50 años hemos cambiado el mundo bastante más que a nosotros mismos, lo que arroja dudas sobre nuestro progreso. Al sueño comunista no le ha sucedido el sueño del progreso ininterrumpido y la paz perpetua como soñábamos. Le ha sucedido el individualismo exacerbado y la globalización acelerada, dos fuerzas contradictorias, con derivados como los nacionalismos y los fundamentalismos, claramente negativos. Cómo coordinarlos y domesticarlos va a ser la gran tarea del siglo que empieza.
En cuanto a profecías, basta lo expuesto para entender que son ejercicios fútiles. Las fundamos en experiencias que, al haber cambiado la realidad en que se dieron, ya no sirven. La aceleración que hemos dado a nuestra sociedad, a nuestra vida y a nuestro entorno igual puede conducirnos a un planeta mejor que a destruirlo. Dirijo la vista atrás, poniendo la mano a modo de visera para que no me deslumbren las catástrofes ni los triunfos, y llego a la conclusión de que, pese a todos los pesares, el mundo de hoy es mejor que el del Berlín destruido por la guerra. O sea, que soy un optimista escéptico. Pero tendrá que ser el periodista que, con enorme satisfacción, vea hoy publicado su primer artículo quien, dentro de 50 años, podrá decirlo realmente.