HÉROES DE LA IDEA
Artículo de Fernando García de
Cortázar en "ABC"
del 29-1-12
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
« Los gobiernos se prueban en los problemas y en las
crisis, pero a veces los pueblos necesitan que los gobernantes no sean solo
genios de la administración sino también héroes de las ideas »
Hace más de siglo y medio, cuando Chateaubriand
evocaba el regreso de Luis XVIII a París, recordaba el desprecio en la mirada
de los veteranos del ejército napoleónico al presentar sus armas ante el
monarca que había sustituido al emperador de los franceses. La pompa sin gloria
de aquel retorno de la monarquía legítima por el que tanto había luchado,
encarnada en un anciano que parecía llevar en su apariencia toda la decrepitud
del antiguo régimen, le permitía referirse al tiempo recién inaugurado, en el
que la desaparición de los grandes hombres dejaría paso a la soledad poco
heroica de los acontecimientos. No era Chateaubriand
persona que se dejara perder en el laberinto de las emociones. Por el
contrario, sus Memorias de ultratumba estaban destinadas a elogiar el regreso
de una política que no exigiera el sacrificio masivo de los hombres, ni su
perpetuo cautiverio en las profundidades excitadas de los abismos
revolucionarios.
Pero esa defensa de la normalidad gris, de la prudencia,
del derecho a la seguridad de las personas, contenía también las pavesas de
unas ilusiones perdidas, las cenizas de algunos sueños de juventud, vividos en
las inmediaciones de la Revolución francesa. Antes de que el Terror le empujara
a desear el regreso del orden pretérito y el repudio de los principios de 1789,
Chateaubriand se sintió ligado a algo que recordó,
melancólicamente, cuando todo había terminado. La grandeza de las ideas y de
los hombres y mujeres que las encarnan. La calidad de un tiempo en el que la
representación política iba aparejada a la más alta captación de las líneas
maestras de una época. Chateaubriand no podía ya
reivindicar a los grandes personajes cuya deriva sufrió tan a fondo, cuando la
idea de la libertad no ardía en los mismos altares que se alzaron en su nombre:
se limitó a indicar las débiles palpitaciones, la arritmia ideológica de unos
tiempos que confundieron el realismo con la mediocridad.
El siglo XX nos ha blindado con un sano recelo ante las
monstruosas criaturas de los sueños de la razón. Y la reflexión sobre el
desvarío humano, las guerras civiles, los campos de exterminio o el sacrificio
de una generación europea llevó a una ruptura integral con el mundo anterior a
1945, aquel estercolero en el que se depositaron las esperanzas y utopías
trastornadas de la época de entreguerras. A quienes creen que la política debe
ostentar el rango de la intolerancia, de las comunidades exclusivas, de las
identidades acérrimas, debería recordarse más a menudo que nuestro territorio moral
se constituyó precisamente sobre la negación del vivir peligrosamente, el miedo
a perderlo todo y el rechazo al afán adolescente de aventuras. Sobre el
descubrimiento de la indigencia del mundo se asienta nuestro impulso ético. En
él se fundamenta nuestra rectitud, nuestra cordura y el recinto más íntimo y
precioso de nuestra participación en el destino de la humanidad.
Sin embargo, nuestro tiempo no sólo debe exhibir esa
lección bien aprendida, siempre conveniente para cerrar la boca a quienes pronuncian
discursos abismales que resuenan cuando el sufrimiento social turba el sentido
común y amenaza con desvelar nuestra infinita capacidad de destrucción. Porque
la experiencia de aquella época terrible no fue vencida con el relativismo
moral, la ironía estilística, el desguace de las ideas y la reducción de la
política a las amistades peligrosas y las clientelas con derecho a dietas. Ni
tampoco con ejemplos obscenos del inventario de Talleyrand
que confesaba haber sido comprado por muchos para acabar vendiéndolos a todos.
Los años que siguieron a la segunda guerra mundial fueron
la hechura de una generación de líderes nacionales que deseaban comprender en
qué había consistido la catástrofe de Europa y trenzaron su atroz experiencia
personal con una voluntad de reconstrucción del humanismo europeo. Llevaban en
su corazón el significado de Europa en la historia, olvidado hasta la
extenuación por aquel eclipse de nuestra cultura que culminó en la gran masacre
de 1939. Procedían de la estirpe de quienes resistieron en los cenagales del
nacionalismo totalitario y del comunismo, movimientos para los que la vida del
hombre era menos importante que el robustecimiento de la Historia. Su triunfo
no fue fácil, pero les otorgó un carácter singular. Su moderación no procedió
de la flaqueza de sus ideas, sino de un duro aprendizaje en la necesidad de
preservarlas. Su amor a la libertad no fue fruto de la indolencia, sino de un
penoso esfuerzo por recuperarla.
Hombres como De Gaulle, De Gasperi,
Adenauer, Churchill, Schuman, Mendès
France, entre tantos otros líderes de la posguerra,… tenían ideas y vivían en
creencias. Como lo hizo Blas de Otero pidiendo la paz y la palabra, porque
sobre una se construye y en la otra se convive. Disponían de principios y sólo
comprendieron su labor en relación con éstos. Para ellos, cada una de sus
naciones y Europa entera no eran territorios asépticos, sino los lugares que
habían proporcionado al mundo los valores esenciales de la modernidad y el
imperativo moral de su defensa. Valores que sólo podían recuperarse ejerciendo
un liderazgo que no se limitaba a una delegación formal de la voluntad de los
ciudadanos expresada en las urnas, sino que tenía que practicarse sobre la
solidez de unas convicciones.
La nuestra es una crisis económica pero que se acompaña
de la desconfianza de los ciudadanos por sus representantes, de la carencia de
puntos de orientación que modulen de nuevo el carácter de una cultura. La
política parece haberse convertido en menudeo, cálculo infinitesimal, longitud
de pasillos y anchura de salas de espera para el medro. La corrupción
desalienta a los ciudadanos, mientras la falta de ideología se exhibe como
pintoresca virtud del gobernante. Europa dice unirse, pero ha olvidado las
fechas y los motivos profundos de su constitución, cuando unas pocas e inmensas
personalidades tiraban de ella hacia la superficie de la libertad, de la
responsabilidad y de la política digna de ese nombre. Los gobiernos se prueban
en los problemas y en las crisis, pero a veces los pueblos necesitan que los
gobernantes no sean solo genios de la administración sino también héroes de las
ideas. Hoy sabemos que con aquellos hombres se fue el último fulgor de Europa y
el mundo dijo adiós a cuanto hasta entonces había significado el viejo
continente. En este invierno de nuestra orfandad, recordamos lo que recuperaron
para todos nosotros hace setenta años. Y nos preguntamos si, para salir del
callejón al que nos han conducido la insensatez, la incompetencia y el
desprecio por las ideas, sabremos entender el mensaje que aún parecen
transmitirnos aquellos que levantaron su voz sobre los despojos de una Europa
en ruinas. Si sabremos distinguir entre el desacuerdo y el antagonismo, entre
la opinión propia y la deslegitimación de la contraria, entre la convicción
serena y la colérica afirmación de una certeza despiadada.
Fernando García de Cortázar, Director de la Fundación Dos
de Mayo, Nación y Libertad