¿QUÉ VALORES? ¿QUÉ PRINCIPIOS?
Artículo de Juan Manuel de Prada en “ABC” del 09.07.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
EN su primera comparecencia
ante los medios tras la matanza, un consternado Blair afirmaba que «nuestra
determinación para defender nuestros valores y nuestro modo de vida» es mayor
que el ímpetu destructivo de los terroristas. En un tono algo enfático, Zapatero
se pronunciaba en el mismo sentido: «Los terroristas no conseguirán jamás que
abandonemos nuestros principios y nuestros valores». Ambas aseveraciones,
irreprochables en su formulación y muy eufónicas, constituyen un desidératum,
una aspiración muy loable; ambas adolecen, sin embargo, de un candor y un
idealismo atroces. Pues, a la postre, el terrorismo islámico que azota Europa se
alimenta precisamente de nuestra incapacidad para defender nuestros valores,
nuestros principios, nuestras formas de vida. Europa ha perdido la fe en la
validez universal de su cultura; quizá siga aferrada a afirmaciones retóricas y
pomposas que proclaman lo contrario -apelaciones vacuas a la democracia, al muy
manoseado Estado de Derecho, etcétera-, pero ese espejismo semántico no debe
distraernos de la verdad pavorosa: también los romanos seguían invocando a sus
dioses y ofrendándoles rutinarios sacrificios cuando ya habían dejado de creer
en ellos.
Europa está enferma de relativismo; y esta enfermedad, instilada y sostenida por
el pensamiento dominante, acrecienta cada día su debilidad. Lejos de mostrar una
determinación inquebrantable en la defensa de sus valores, Europa proclama que
no existen valores y principios de validez universal, sino más bien valores
particulares que no deben confrontarse con los valores procedentes de otras
culturas. Defender los valores propios se convierte automáticamente en un
ejercicio de prepotencia intelectual, de arrogancia fundamentalista, de
imperialismo cultural; naturalmente, cualquier intento de exportar esos valores
se considera una imposición inaceptable, puesto que todos los modos de vida son
igualmente legítimos y respetables. Europa ha dejado de creer en su superioridad
moral; y, paralelamente, ha desarrollado una suerte de apatía o desistimiento
que la corrección política disfraza de «tolerancia» hacia otros valores y formas
de vida. Todo ello acompañado, además, de un brumoso y atenazador complejo de
culpa que ha sumido a Europa en un estado de parálisis, de crisis de identidad,
de falta de confianza en el futuro. Esta atonía espiritual se manifiesta,
paradójicamente, acompañada de una mayor prosperidad material, de un disfrute
ensimismado y onanista de las ventajas que esos valores y formas de vida nos
proporcionan: pero ya se sabe que los pueblos que exprimen y saborean con
fruición las ventajas de sus formas de vida, sin preocuparse de defenderlas,
están condenados primero a la decrepitud y después a la mera extinción. Europa
ha encontrado en su progreso material el pasatiempo que le permite descuidar su
decadencia espiritual. Los terroristas islámicos, más atentos en el diagnóstico
de la enfermedad que nos corroe, redoblan sus ataques porque saben que Europa se
ha debilitado, porque saben que en su relativismo se esconde la semilla de la
rendición.
¿Qué determinación puede oponer una sociedad que ha dejado de creer en su
identidad espiritual frente a una fuerza hostil que pretende imponer sus formas
de vida? Los pronunciamientos de los políticos en esta hora luctuosa insisten
patéticamente en invocar un cadáver que el pensamiento dominante no quiere
resucitar. Si en verdad Europa aspira a defender sus principios y valores,
deberá empezar por recuperar la fortaleza espiritual que impulsó su nacimiento.
Hoy esos principios y valores son letra muerta, despojos zarandeados por el
oleaje manso del relativismo; vivificarlos exige un previo esfuerzo de fe para
el que dudo mucho que los europeos estemos preparados.