LA TRAICIÓN DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Artículo de Paolo Flores D'arcais en “El País” del 06 de
noviembre de 2009
Por su interés y relevancia he seleccionado el
artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
Los partidos reformistas, convertidos en aparatos de
gestión del poder, se han olvidado de la defensa de la igualdad contra el
sistema de privilegios. Al incorporarse al 'establishment'
han perdido su razón de ser
Creo haber escrito mi primer artículo sobre "la
crisis de la socialdemocracia" hace aproximadamente un cuarto de siglo, y
eran ya muchos quienes me habían precedido. Sirva ello para explicar que el
tema no es nuevo y que puede decirse que las socialdemocracias, en cierto
sentido, siempre han estado en crisis (excepto las escandinavas, que nunca
llegaron a crear escuela). La raíz de tal crisis reside en efecto en la
desviación (un abismo a menudo) entre el dicho y el hecho que las aqueja. La
socialdemocracia nació como una alternativa al comunismo en la defensa de la
igualdad contra el sistema de privilegios. La alternativa al comunismo se ha
conservado (con toda justicia) pero la batalla por la igualdad (es decir, la
lucha contra los privilegios) se ha visto reducida a flatus
vocis, incluso en su fórmula minimalista de la
"igualdad de oportunidades de arranque", que llegó a ser teorizada
por numerosos liberales como corolario de la meritocracia
individual.
Resulta por ello más fácil recordar los raros momentos
en los que la socialdemocracia alimentó realmente esperanzas: el laborismo de
la inmediata posguerra, que implanta con Attlee el
estado de bienestar teorizado por Beveridge; los años
de Brandt, que el 7 de diciembre de 1970 se arrodilla
en el gueto de Varsovia; la época de Mitterand, que
interrumpe la larga hegemonía gaullista que pesaba sobre Francia casi como
destino (o condena). Logros reformistas, a los que las propias
socialdemocracias no han dado continuidad. La política del estado de bienestar
se detuvo apenas un poco más allá del servicio sanitario nacional (que además
se burocratizó rápidamente). La desnazificación
radical de Alemania, que los gobiernos democristianos habían descuidado, no se
vio enraizada en similares transformaciones de las relaciones de fuerzas
sociales. Y la unidad de la izquierda de Mitterrand, tras la prometedora y
brevísima época de los "clubes", se resolvió mediante compromisos
entre los aparatos de partido, no en un acrecentamiento del poder efectivo de
los ciudadanos.
Porque esa es la cuestión -no secundaria en absoluto-
que los análisis de la "crisis de la socialdemocracia" no suelen
tener en cuenta. El carácter de aparato, de burocracia, de nomenclatura, de
casta, que han ido adquiriendo cada vez más, incluso en la izquierda, quienes,
por decirlo con palabras de Weber, "viven de la política" y de la
política han hecho su oficio. La transformación de la democracia parlamentaria
en partidocracia, es decir, en partidos-máquina autorreferenciales y cada vez
más parecidos entre sí, ha ido haciendo progresivamente vana la relación de
representación entre diputados y ciudadanos. La política se está convirtiendo cada
día más en una actividad privada, como cualquier otra actividad empresarial.
Pero si la política, es decir, la esfera pública, se vuelve privada, lo hace en
un doble sentido: porque los propios intereses (de gremio, de casta) de la
clase política hacen prescindir definitivamente a ésta de los intereses y
valores de los ciudadanos a los que debería representar, y porque el ciudadano
se ve definitivamente privado de su cuota de soberanía, incluso en su forma
delegada.
Los políticos de derechas y de izquierdas acaban por
tener intereses de clase que en lo fundamental resultan comunes -de forma
general: el razonamiento siempre tiene sus excepciones en el ámbito de los
casos individuales- dado que todos ellos forman parte del establishment,
del sistema de privilegios. Contra el que por el contrario debería luchar la
socialdemocracia, en nombre de la igualdad. Y es que, no se olvide, era la
"igualdad" el valor que servía de base para justificar el
anticomunismo: el despotismo político es en efecto la primera negación de la
igualdad social y el totalitarismo comunista la pisotea por lo tanto de forma
desmesurada.
La partidocracia (de la que la socialdemocracia forma
parte), dado que estimula la práctica y creciente frustración del ciudadano
soberano, la negación del espacio público a los electores, constituye un
alambique para ulteriores degeneraciones de la democracia parlamentaria, es
decir, para una más radical sustracción de poder al ciudadano: así ocurre con
la política-espectáculo y con las derivas populistas que parecen estar cada vez
más enraizadas en Europa.
Pero lo cierto es que las vicisitudes actuales de las
socialdemocracias parecen manifestar algo más: grupos dirigentes al completo
que no solo están en crisis sino casi a la desbandada, sumidos en la espiral
(al igual que los aviones al caer en picado) de un auténtico cupio dissolvi. La cuestión es
que la culpa originaria, el haber olvidado la brújula del valor de la
"igualdad", sin el que la izquierda pierde todo su sentido, está
pasando ahora factura. Pero razonemos con orden.
Resulta paradójico que la socialdemocracia viva el
acmé de su crisis precisamente cuando más favorables son las condiciones para
la critica hacia el establishment
y para plantear propuestas de reformas radicales en ámbito financiero y
económico, dado que está a la vista de todos o, mejor dicho, está siendo
padecido y sufrido por las grandes masas, el desastre social provocado por la
deriva de los privilegios sin freno y por el dominio sin control ni contrapeso
del liberalismo salvaje, de los "espíritus animales" del beneficio.
Y es que la crisis provoca incertidumbre ante el
futuro y el miedo empuja a las masas hacia la derecha, según se dice. Pero eso
ocurre solo porque la socialdemocracia no ha sabido dar respuestas en términos
de reformismo, es decir, de justicia social creciente, a la necesidad de
seguridad y de "futuro" de esos millones de ciudadanos. Pongamos
algún ejemplo concreto. El miedo ante el futuro adquiere fácilmente los rasgos
del "otro", el inmigrante, que nos "roba" el trabajo. Pero
si el inmigrante puede "robarnos" el trabajo es solo porque acepta
salarios más bajos. ¿Ha intentado llevar a cabo alguna vez la socialdemocracia
una política de sistemático castigo de los empresarios, grandes y pequeños, que
emplean a inmigrantes con salarios más bajos y sin el resto de costosas
garantías normativas obtenidas tras decenios de luchas sindicales?
Algo análogo ocurre con la deslocalización de las
empresas, el fenómeno más vistoso de la globalización. El empresario alemán, o
francés, o italiano, o español, al trasladar su actividad productiva hacia el
tercer mundo, se lucraba con enormes beneficios explotando mano de obra con
salarios ínfimos y sin tutela sindical (por no hablar de la libertad de
contaminar en forma devastadora). Pero los gobiernos poseen potentes
instrumentos, si así lo quieren, para "disuadir" a sus propios
empresarios en su carrera hacia la deslocalización, instrumentos que la
política de la Unión Europea puede hacer incluso más convincentes o reforzar en
buena medida.
La socialdemocracia, por el contrario, se ha doblegado
ante esta mundialización, cuando no la ha exaltado, cuando si el empresario
puede pagar menos por el trabajo, deslocalizando la
fábrica o pagando en negro al clandestino, se crean las condiciones para un
"ejército salarial de reserva" potencialmente infinito, que irá
reduciendo cada vez más los salarios, restituyendo actualidad a categorías
marxistas que el estado del bienestar -y luchas de generaciones (no la
espontánea evolución del mercado)- habían vuelto obsoletas. Y sin embargo la
socialdemocracia está organizada nada menos que en una
"Internacional", y ha gozado durante mucho tiempo en las
instituciones europeas de un peso preponderante. No es por lo tanto que no pudiera
hacerse una política diversa. Es que no quiso hacerse.
Los ejemplos podrían multiplicarse. La
socialdemocracia ha llegado a aceptar las más "tóxicas" invenciones
financieras, y no ha hecho nada concreto para acabar con los "paraísos
fiscales" o el secreto bancario, instrumentos del entramado
económico-mafioso a nivel internacional, con el resultado de que el poder de
las mafias se extiende por toda Europa, desde Moscú a Madrid, desde Sicilia
hasta el Báltico, y ni siquiera se habla de ello. Y dejemos correr el problema
de los medios de comunicación, absolutamente crucial, dado que "una
opinión pública bien informada" debería constituir para los ciudadanos
"la corte suprema", a la que poder "apelar siempre contra las
públicas injusticias, la corrupción, la indiferencia popular o los errores del
gobierno", como escribía Joseph Pulitzer (¡hace
ya más de un siglo!), mientras que nada han hecho las socialdemocracias por
aproximarse a este irrenunciable ideal.
La socialdemocracia debía distinguirse del comunismo
en sus métodos, mediante la renuncia a la violencia revolucionaria, y en sus
objetivos, mediante la renuncia a la destrucción de la propiedad privada de los
medios de producción. No estaba desde luego en su ADN, por el contrario, la
abdicación a condicionar a través de las reformas (es decir sustancialmente) la
lógica del mercado, volviéndola socialmente "virtuosa" y sometiéndola
a los imperativos de una constante redistribución del superávit tendente hacia
la igualdad.
Al traicionar sistemáticamente su única razón de ser,
la socialdemocracia ha estado en crisis incluso cuando ha ganado elecciones y
ha gobernado. ¿Cuánto se han reducido las desigualdades sociales bajo los
gobiernos de Blair? En nada, si acaso todo lo contrario. ¿Y con Schroeder? ¿De
qué puede servir una izquierda que lleva a cabo una política de derechas, si no
a preparar el retorno del original?
No resulta difícil, por lo tanto, delinear un proyecto
reformista, basta tener como estrella polar el incremento conjunto de libertad
y justicia (libertades civiles y justicia social). Es imposible realizarlo, sin
embargo, con los actuales instrumentos, los partidos-máquina. Porque pertenecen
estructuralmente al "partido del privilegio". No pueden ser la
solución porque son parte integrante del problema.