Artículo de Francis Fukuyama en la revista “Tiempo” del 10-10-08
Catedrático de Economía
Política Internacional en la Universidad Johns Hopkins de Washington D.C., este
politólogo estadounidense de origen japonés alcanzó notable prestigio tras su
ensayo ‘El fin de la historia y el último hombre’, publicado en 1992. En él
constataba la muerte de las ideologías y la hegemonía del liberalismo
democrático.
La economía
estadounidense se ha salido de sus raíles y amenaza con arrastrar al resto del
mundo. El culpable es el mismo modelo americano porque, bajo el mantra de
‘menos gobierno’, Washington no supo regular el sector financiero.
La implosión de los bancos de inversión con más historia de Estados Unidos. La desaparición de más de un trillón de dólares en los mercados de valores. Un parche de 700.000 millones de dólares para los contribuyentes estadounidenses. El tamaño de la grieta de Wall Street difícilmente podría ser más gigantesco. Hasta los americanos preguntan por qué tienen que pagar semejante suma para evitar que la economía explote, y algunos discuten un coste más intangible y potencialmente mucho mayor para Estados Unidos, el daño que la crisis financiera está haciendo a la marca de América. Las ideas son nuestras exportaciones más importantes y dos ideas fundamentalmente americanas han dominado el pensamiento mundial desde principios de los años 80, cuando Ronald Reagan fue elegido presidente. La primera era una determinada visión del capitalismo: se creía que impuestos bajos, poca regulación y un gobierno en segundo plano serían el motor del crecimiento económico. El reaganismo le dio la vuelta a la tendencia del último siglo de un gobierno aún mayor. La desregulación se puso a la orden del día no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo.
El ‘poder suave’
La segunda idea era la de Estados Unidos como promotora de la democracia
liberal en todo el mundo, a la que se consideraba como
el mejor camino hacia un orden internacional más próspero y abierto. El poder y
la influencia se sustentaba no sólo en nuestros tanques y dólares, sino en el
hecho de que la mayoría de la gente encontraba el autogobierno americano
atractivo y quería reformar sus sociedades en la misma línea, en lo que el
politólogo Joseph Nye ha etiquetado como el “poder suave”. Es difícil entender
cómo estos signos de identidad de la marca estadounidense se han visto
desacreditados. Entre 2002 y 2007, mientras el mundo disfrutaba de un periodo
de crecimiento sin precedentes, era fácil ignorar a esos socialistas europeos y
populismos latinoamericanos que denunciaban el modelo económico de EE UU como
“capitalismo cowboy”.
Pero ahora el motor del crecimiento, la economía americana, se sale de sus
raíles y amenaza con arrastrar al resto del mundo con ella. Peor, el culpable
es el mismo modelo americano: bajo el mantra de “menos gobierno”, Washington no
supo regular adecuadamente el sector financiero y permitió hacer un daño
tremendo al resto de la sociedad. La democracia resultó deslustrada incluso
antes. Una vez que se demostró que Sadam no tenía armas de destrucción masiva,
la administración Bush trató de justificar la guerra de Iraq vinculándola a una
más amplia “agenda de la libertad”. De repente, la promoción de la democracia
era la principal arma en la guerra contra el terrorismo. Para mucha gente en
todo el mundo la retórica americana sobre la democracia sonaba como una excusa
para ampliar la hegemonía de EE UU. La elección a la que nos enfrentamos ahora
va más allá del rescate o de la campaña presidencial. La marca americana ha
sido puesta a prueba profundamente en un momento en que otros modelos –China o Rusia–
parecen cada vez más atractivos. Restaurar nuestro buen nombre y revivir la
demanda por nuestra marca es en muchos aspectos tan importante como estabilizar
el sector financiero. Barack Obama y John McCain darán distintas fuerzas a esta
tarea. Pero para los dos será una lucha cuesta arriba que durará años. Y no
podemos ni siquiera empezar hasta que entendamos claramente qué falló, qué
aspectos del modelo americano son sensatos, cuáles no se pusieron en práctica y
cuáles tienen que ser descartados. Muchos comentaristas han apuntado que la
caída de Wall Street marca el final de la era Reagan.
En esto no hay duda, incluso si McCain es elegido presidente en noviembre. Las
grandes ideas nacen en el contexto de una particular era histórica. Pocas
sobreviven cuando el contexto cambia drásticamente, que es por lo que la
política tiende a oscilar de izquierda a derecha una y otra vez en ciclos
generacionales. El reaganismo (o en su forma británica, el thatcherismo) estuvo
bien en su momento. Desde el New Deal de Franklin Roosevelt en los años 30, los
gobiernos de todo el mundo no habían hecho más que crecer más y más. Para los
años 70 los grandes Estados del bienestar y las economías acuñadas como rojas
estaban demostrando ser altamente disfuncionales. Los teléfonos eran caros y
difíciles de conseguir, el transporte aéreo era un lujo para los ricos y la
mayoría de la gente puso sus ahorros en cuentas bancarias en las que pagaban
intereses bajos y regulados. Programas como Ayuda a las Familias con Niños
Dependientes desincentivaron a las familias pobres para trabajar y permanecer
casadas, y las familias se rompieron. La revolución Reagan-Thatcher hizo más
fácil contratar y despedir trabajadores, provocando un gran dolor debido a que
las industrias tradicionales se hundían.
Pero también puso los cimientos para casi tres décadas de crecimiento y la
emergencia de nuevos sectores como la informática, la tecnología y la
biotecnología. Internacionalmente, la revolución Reagan se tradujo en el
‘Consenso de Wa- shington’, bajo el cual Washington –y las instituciones bajo
su influencia como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial–
obligaron a los países en desarrollo a abrir sus economías. Mientras el
‘Consenso de Washington’ era habitualmente atacado por populistas como el
venezolano Hugo Chávez, alivió con éxito el dolor de la crisis por la deuda en
América Latina de principios de los años 80, cuando la hiperinflación se
extendió por países como Argentina y Brasil. Políticas a favor del mercado
similares son las que han convertido a China e India en poderosas economías. Y
por si alguien necesita más pruebas, se podría mirar a los ejemplos mundiales
más extremos de la ex Unión Soviética y otros países comunistas. En 1970
estaban por detrás de sus rivales capitalistas en todos los aspectos. Su
implosión después de la caída del Muro de Berlín confirmó que tales Estados del
bienestar con esteroides eran un callejón sin salida histórico.
El final de una era
Como todos los movimientos transformadores, la revolución Reagan perdió su
trayectoria porque para muchos de sus seguidores se convirtió en una ideología
intachable, no una respuesta pragmática a los excesos del Estado del bienestar.
Había dos conceptos sacrosantos: el primero, que el recorte de impuestos se autofinanciaría,
y dos, que los mercados financieros se autorregularían. Antes de 1980, los
conservadores eran fiscalmente conservadores, esto es, no estaban dispuestos a
gastar más de lo que recaudaban mediante impuestos. Pero la reaganmanía
introdujo la idea de que cualquier impuesto virtual estimularía de tal manera
el crecimiento que el gobierno terminaría obteniendo ganancias al final (la
llamada curva Laffer). De hecho, el punto de vista tradicional era correcto: si
recortas impuestos sin recortar el gasto, al final hay un dañino déficit. Por
tanto, el recorte de impuestos de Reagan en los 80 produjo un gran déficit; el
incremento fiscal de Clinton en los 90 produjo superávit y el recorte de
impuestos de Bush de principios del siglo XXI produjo un déficit aún mayor. El
hecho de que la economía creciera tan rápido en los años de Clinton como en los
de Reagan no alteró la fe de los conservadores en el recorte de impuestos como
la llave maestra para el crecimiento. Más importante, la globalización
enmascaró los defectos de este razonamiento durante varias décadas.
Los extranjeros aceptaban el dólar, que permitió al Gobierno estadounidense
tener déficit mientras seguía disfrutando de un elevado crecimiento, algo que
ningún país en desarrollo pudo conseguir. Por este motivo, el vicepresidente
Dick Cheney pronto instruyó al presidente Bush en que la lección de los 80 era
que “los déficits no importan”. El segundo dogma de fe de la era Reagan, la
desregulación financiera, fue impulsado por una alianza de verdaderos creyentes
y por las firmas de Wall Street, y para los años 90 había sido aceptado también
como doctrina por los demócratas. Argumentaban que regulaciones duraderas como
la Ley Glass-Steagall de la era de la Depresión (que separó los bancos
comerciales de los bancos de inversión) asfixiaban la innovación y minaban la
competitividad de las instituciones financieras de Estados Unidos. Parecían
tener razón. La desregulación por sí sola produjo un flujo de nuevos productos
financieros que están en el corazón de la crisis actual. Algunos republicanos
aún no se han dado cuenta de esto, e incluso en su propuesta alternativa a la
ley de rescate proponían mayores recortes de impuestos para los fondos de alto
riesgo. El problema es que Wall Street es muy diferente de, por ejemplo,
Silicon Valley, y una leve regulación es genuinamente beneficiosa.
Las instituciones financieras se basan en la confianza, que sólo puede florecer
si los gobiernos aseguran que son transparentes y contraen los riesgos que
pueden correr con el dinero de otra gente. El sector también es diferente
porque la quiebra de una institución financiera daña no sólo a sus accionistas
y empleados, sino también a personas inocentes (lo que los economistas llaman
soberbiamente “externalidades negativas”). Síntomas de que la revolución Reagan
ha ido a la deriva peligrosamente han estado claros durante la última década.
Una alarma fue la crisis financiera de Asia de 1997-1998. Países como Tailandia
y Corea del Sur, siguiendo el consejo y la presión americanas, liberalizaron
sus mercados de capitales a principios de los 90. Un montón de dinero caliente
empezó a fluir por sus economías, creando una burbuja especula- tiva y después
huyeron ante la primera señal de problemas. ¿Suena familiar? Mientras, países
como China y Malasia que no siguieron el consejo americano y mantuvieron
cerrados sus mercados financieros o estrictamente regulados se encontraron en
una posición menos vulnerable.
Una segunda señal de alarma está en la acumulación americana de déficit estructural,
China y otros países empezaron a comprar dólares después de 1997 como parte de
una estrategia deliberada para devaluar sus monedas, mantener sus factorías
humeando y protegerse de los shocks financieros. Esto le vino bien a una
América post 11-S; significaba que podríamos recortar impuestos, financiar una
borrachera consumista, pagar dos guerras y tener déficil fiscal al mismo
tiempo. El creciente déficit que esto provocó –700.000 millones de dólares al
año en 2007– eran claramente insostenibles; más pronto o más tarde los
extranjeros decidirían que Estados Unidos no era tan buen lugar para ingresar
su dinero. La caída del dólar indica que ya hemos llegado a este punto.
Claramente, en contra de lo que piensa Cheney, el déficit sí importa. Incluso en
casa, la cuesta abajo de la desregulación estaba clara antes del colapso de
Wall Street. En California, los precios de la electricidad se salieron de
control en 2000-2001 como resultado de la desregulación en el mercado
energético estatal, con el que compañías sin escrúpulos como Enron jugaron con
ventaja. La misma Enron, junto con otras firmas, se fue a la quiebra en 2004
debido a que no se habían cumplido las normas contables adecuadamente. La
inequidad en Estados Unidos surgió a lo largo de la década p asada porque las
ganancias del crecimiento económico se hicieron desproporcionadas para los
americanos más ricos y mejor educados, mientras que los ingresos de la clase
trabajadora se estancaron. Y finalmente, la chapucera ocupación de Iraq y la
respuesta al huracán Katrina expusieron la debilidad del sector público,
resultado de décadas de insuficiente financiación y el bajo prestigio que
tenían los funcionarios desde los tiempos de Reagan. Todo esto sugiere que la
era Reagan debería haber terminado hace tiempo. No lo hizo en parte porque el
Partido Demócrata no consiguió presentar candidatos convincentes y argumentos,
pero también debido a un particular aspecto de América que hace a nuestro país
muy diferente de Europa.
Allí (en Europa), los ciudadanos de clase trabajadora y menos educada votan a
socialistas, comunistas y otros partidos de izquierda, en base a sus intereses
económicos. En Estados Unidos, pueden oscilar de izquierda a derecha. Eran
parte de la gran coalición demócrata de Roosevelt durante el New Deal, una
coalición que tomó la Gran Sociedad de Lyndon Johnson en los 60. Pero empezaron
a votar a los republicanos durante los años de Nixon y Reagan, viraron hacia
Clinton en los 90 y volvieron al campo republicano bajo George W. Bush. Cuando
votan a los republicanos, es porque las cuestiones culturales como religión,
patriotismo, valores familiares y posesión de armas triunfan sobre las
económicas. Este grupo de votantes decidirá en las elecciones de noviembre, no
debido a su concentración en un puñado de Estados indecisos como Ohio o
Pensilvania. ¿Se inclinarán hacia un Obama más distante y educado en Harvard
que refleja más apropiadamente sus intereses económicos? ¿O se decantarán por
aquel con el que mejor puedan identificarse como McCain y Sarah Palin? Fue
necesaria una crisis económica de dimensiones masivas desde 1929 a 1931 para
llevar al poder a una administración demócrata.
Las encuestas indican que hemos vuelto a llegar a este punto en octubre de
2008. El otro componente crucial de la marca americana es la democracia y la
disposición de Estados Unidos a apoyar a otras democracias en todo el mundo.
Esta línea idealista en la política exterior de Estados Unidos ha sido una
constante en el siglo pasado, desde la Liga de Naciones de Woodrow Wilson,
pasando por las Cuatro Libertades de Roosevelt hasta la llamada de Reagan para
Mijail Gorbachov a tirar el Muro de Berlín.
Falta de credibilidad
La promoción de la democracia –a través de la diplomacia, la ayuda a grupos
civiles, medios de comunicación libres– nunca ha sido controvertida. El
problema ahora es si utilizando la democracia para justificar la guerra de
Iraq, la administración Bush sugirió que la “democracia” era un comodín para
intervención militar y cambio de régimen. (El caso que provocó en Iraq no ayudó
precisamente a la imagen de la democracia). Oriente Próximo en particular es un
campo minado para cualquier administración estadounidense desde que América
apoya a aliados no democráticos como los saudíes y se niega a trabajar con grupos
como Hamás y Hezbolá que llegaron al poder a través de elecciones. No tenemos
demasiada credibilidad como campeones de la “agenda de la libertad”. El modelo
americano también se ha visto seriamente deslustrado por el uso de la tortura
por parte de la administración Bush. Después del 11-S los americanos
demostraron estar dispuestos a hacer concesiones en protecciones
constitucionales a cambio de seguridad. La bahía de Guantánamo y el prisionero
encapuchado en Abu Ghraib han reemplazado desde entonces a la estatua de la
Libertad como símbolo de América a ojos de muchos no americanos.
No importa quién gane la presidencia dentro de un mes, el paso a un nuevo ciclo
de la política americana y mundial habrá empezado. Los demócratas probablemente
incrementarán sus mayorías en el Congreso y en el Senado. Una gran cantidad de
rabia populista está fermentando a medida que la caída de Wall Street se
expande por Main Street. Ya hay un creciente consenso en la necesidad de
regular muchas partes de la economía. Globalmente, Estados Unidos no disfrutará
de la posición hegemónica que ha ocupado hasta ahora, algo que de algún modo se
ha puesto en evidencia por la invasión rusa de Georgia el 7 de agosto. La
habilidad de América para amoldarse a la economía mundial a través de acuerdos
comerciales y el FMI y el Banco Mundial disminuirá, de la misma manera en que
lo harán sus recursos financieros. Y como en muchas partes del mundo, las ideas
americanas, los consejos e incluso la ayuda será menos bienvenida que ahora.
Bajo tales circunstancias, ¿qué candidato está mejor posicionado para
devolverle la marca a América? Barack Obama obviamente está más ligero de
equipaje del pasado reciente y con un estilo que parece moverse más allá de las
divisiones políticas. De corazón parece un pragmático, no un ideólogo. Pero su
capacidad para formar consensos será probada de verdad cuando tenga que hacer
elecciones duras, llevándose al bolsillo no a los republicanos sino a los
rebeldes demócratas. McCain, por su parte, ha hablado como Tedy Roosevelt en
las últimas semanas, clamando contra Wall Street y pidiendo la cabeza del
presidente de la Comisión de Valores y Bolsa (SEC), Chris Cox. Será el único
republicano que pueda llevar a su partido, a patadas y gritando, a la era
post-Reagan. Pero uno tiene la impresión de que no ha comprendido totalmente
qué clase de republicano es o qué principios deberían definir a la nueva
América.
Adaptabilidad y resistencia
La influencia americana puede ser y será restaurada. Debido a que el mundo en
su conjunto puede sufrir un estancamiento económico no está claro que los
modelos chino o ruso serán más apreciados que la versión americana. Estados
Unidos se ha recuperado de serias caídas durante los años 30 y 70, debido a la
adaptabilidad de su sistema y a la resistencia de su gente. Más aún, queda otra
vuelta en nuestra habilidad para hacer cambios fundamentales. En primer lugar,
debemos romper con la camisa de fuerza de la era Reagan por lo que respecta a
los impuestos y la regulación. El recorte de impuestos parece bueno pero no
estimula necesariamente el crecimiento. Dada nuestra larga situación fiscal, va
a tener que contarse honestamente a los americanos que tendrán que pagar su
propio camino en el futuro. La desregulación, o el fracaso de los reguladores
para mantenerse con mercados que se mueven rápidamente puede
ser increíblemente costosa, como hemos visto. Todo el sector público americano
–insuficientemente financiado, desprofesionalizado y desmoralizado– tiene que
ser reconstruido y dársele un nuevo sentimiento de orgullo. Hay algunos
trabajos que sólo pueden realizar los gobiernos. Al mismo tiempo que
comprometemos estos cambios, por supuesto, existe el peligro de una corrección
excesiva. Las instituciones financieras necesitan una supervisión fuerte, pero
no está claro que otros sectores de la economía también lo necesiten.
El comercio libre sigue siendo un poderoso motor para el crecimiento económico,
así como un instrumento de la diplomacia de Estados Unidos. Deberíamos dar una
mejor asistencia a los trabajadores para que se ajusten a las cambiantes
condiciones mundiales, más que defender sus trabajos actuales. Si el recorte de
impuestos no es el camino para la prosperidad automática, tampoco lo es el
gasto social ilimitado. El coste de los rescates y de la debilidad a largo
plazo del dólar significan que la inflación será una
seria amenaza en el futuro. Una política fiscal irresponsable podría fácilmente
añadirse al problema. Y mientras unos pocos no americanos probablemente
escuchan nuestros consejos, muchos seguirán beneficiándose de emular ciertos
aspectos del modelo Reagan. Ciertamente, no la desregulación de los mercados
financieros. Pero en la Europa continental, los trabajadores siguen teniendo
largas vacaciones, cortas semanas laborales, empleos garantizados y otros
muchos beneficios que debilitan su productividad y no serán sostenibles
financieramente. La respuesta nada edificante de Wall Street a la crisis
muestra que el mayor cambio que necesitamos hacer está en nuestra propia
política. La revolución Reagan rompió el dominio de cincuenta años de los
liberales y los demócratas en la política americana y abrió un camino para
enfoques diferentes a los problemas de aquel tiempo.
Pero a medida que han ido pasando los años, lo que un día fueron ideas frescas
se han convertido en dogmas canosos. El debate político se ha vuelto grosero
por partidarios que cuestionan, no las ideas, sino los motivos de sus
oponentes. Todo esto hace más difícil ajustarse a la nueva y difícil realidad
que afrontamos. Así que el último test para el modelo americano será su
capacidad de reinventarse una vez más. Una buena marca no consiste, por citar a
un candidato presidencial, en ponerle pintalabios a un cerdo. Se trata de tener
el producto acertado y ser el primero en venderlo. La democracia americana
tiene que ponerse a trabajar en ello.