UN CONTINENTE ENFERMO
Artículo de Paul Johnson, historiador, en “ABC” del 27.06.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
NO se puede negar que
Europa como entidad está enferma y que en la Unión Europea como institución
reina el desorden. Pero ninguna de las soluciones que se están discutiendo
actualmente puede remediar las cosas. Lo que debería deprimir a los partidarios
de la unidad europea tras el rechazo por Francia y Holanda de la constitución
propuesta no es tanto el fracaso de este ridículo documento como la respuesta de
los dirigentes a la crisis, especialmente en Francia y Alemania. Jacques Chirac
ha reaccionado nombrando primer ministro a Dominique de Villepin, un frívolo
donjuán que nunca ha sido elegido para nada y es conocido principalmente por su
opinión de que Napoleón debería haber ganado la batalla de Waterloo y seguir
gobernando Europa. El alemán Gerhard Schröder se limitó a subir el tono de su
retórica anti-estadounidense. Lo que es claramente patente entre la élite de la
UE no es sólo la falta de capacidad intelectual sino una obstinación y una
ceguera que bordean la imbecilidad. Como dijo el gran poeta paneuropeo Schiller:
«Hay un tipo de estupidez contra la que hasta los dioses luchan en vano».
Los puntos débiles fundamentales a los que hay que poner remedio si se quiere
que la UE sobreviva son de tres tipos. En primer lugar, se ha intentado hacer
demasiado, con demasiada rapidez y demasiado detalle. Jean Monnet, arquitecto de
la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el proyecto original de la UE,
siempre dijo: «Evitar la burocracia. Guiar, no dictar. Normas mínimas». Había
aprendido a despreciar la Europa del totalitarismo en la que había crecido y en
la que el comunismo, el fascismo y el nazismo competían por imponer normativas
sobre cada aspecto de la existencia humana. Reconocía que el instinto
totalitario está profundamente arraigado en la filosofía y la mentalidad
europeas -en Rousseau y Hegel, así como en Marx y Nietzsche- y debe ser
combatido con toda la fuerza del liberalismo, que él consideraba enraizado en el
individualismo anglosajón. De hecho, durante toda una generación, la UE ha
avanzado en la dirección opuesta y creado un monstruo totalitario propio, que
literalmente expele normativas por millones e invade cada rincón de la vida
económica y social. Las consecuencias han sido terribles: una inmensa burocracia
en Bruselas, cada departamento de la cual está clonado en las capitales de todos
los países miembros; un presupuesto enorme, que enmascara una corrupción
inaudita, de forma que nunca se ha sometido a auditorías, y que ahora constituye
una fuente de ponzoña entre los contribuyentes de los países que pagan más de lo
que reciben; y sobre todo, la reglamentación de las economías nacionales a
escala totalitaria.
La filosofía económica de la UE, en la medida en que la tiene, se resume en una
palabra: «convergencia». El objetivo es hacer que todas las economías nacionales
sean idénticas al modelo perfecto. Pero resulta que ésta es en realidad la
fórmula perfecta para el estancamiento. Lo que hace funcionar al sistema
capitalista, lo que mantiene el dinamismo de las economías es precisamente el
inconformismo, lo nuevo, lo inusual, lo excéntrico, lo egregio, lo innovador,
que manan de la inagotable inventiva de la naturaleza humana. El capitalismo
prospera con la ausencia de normas o con la capacidad de burlarlas. Por
consiguiente, no sorprende que Europa, que creció rápidamente en las décadas de
1960 y 1970, antes de que la UE echara a andar, haya ralentizado su ritmo desde
que Bruselas asumió la dirección e impuso la convergencia. Ahora está estancada.
Las tasas de crecimiento superiores al 2 por ciento son raras, excepto en Reino
Unido, que fue thatcherizado en la década de 1980 y desde entonces ha seguido el
modelo de libre mercado estadounidense. El crecimiento lento o inexistente,
agravado por el poder de los sindicatos, encaja bien en el sistema de Bruselas e
impone mayores restricciones al dinamismo económico: jornadas laborales cortas y
enormes gastos en seguridad social que han provocado un desempleo elevado,
superior al 10 por ciento en Francia y más elevado en Alemania que en cualquier
otro momento desde que la Gran Depresión llevó a Hitler al poder.
Es natural que el desempleo elevado y crónico genere una ira depresiva que
encuentra múltiples expresiones. Una, en la Europa actual, es el anti-semitismo
y el anti-americanismo. Otra son las tasas de natalidad excepcionalmente bajas,
más bajas en Europa que en cualquier otra parte del mundo excepto Japón. Si se
mantienen las actuales tendencias, la población de Europa (excluidas las islas
británicas) será inferior a la de Estados Unidos a mediados de siglo: por debajo
de 400 millones, de los cuales los mayores de 65 años constituirán un tercio. El
aumento del anti-americanismo, una forma de irracionalidad deliberadamente
fomentada por los señores Schröder y Chirac, que creen que con él conseguirán
votos, resulta especialmente trágico, porque las primeras fases de la UE
tuvieron su origen en la admiración por la forma estadounidense de hacer las
cosas y la gratitud por la manera en que Estados Unidos había salvado a Europa,
primero del nazismo y después (bajo la presidencia de Harry Truman) del imperio
soviético, mediante el Plan Marshall en 1947 y la creación de la OTAN en 1949.
Los padres fundadores de Europa -el propio Monnet, Robert Schumann en Francia,
Alcide de Gasperi en Italia y Konrad Adenauer en Alemania- eran pro
estadounidenses convencidos y estaban ansiosos por posibilitar que las
poblaciones europeas disfrutaran del estilo de vida estadounidense. Adenauer en
particular, ayudado por su brillante ministro de Economía Ludwig Erhardt,
reconstruyó la industria y los servicios de Alemania, siguiendo el modelo más
libre posible. Éste fue el origen del «milagro económico» alemán, en el que las
ideas estadounidenses desempeñaron un papel determinante. El pueblo alemán
floreció como nunca en su historia, y el desempleo alcanzó mínimos históricos.
El descenso del crecimiento alemán y el estancamiento actual datan del punto en
el que sus dirigentes se apartaron de Estados Unidos y siguieron el modelo de
«mercado social» francés.
La enfermedad de la UE se deriva de un factor aún más fundamental. Europa no
sólo ha vuelto la espalda a Estados Unidos y al futuro del capitalismo, sino
también a su pasado histórico. Europa fue esencialmente una creación del
matrimonio entre la cultura grecorromana y el cristianismo. Bruselas ha
repudiado, de hecho, a ambos. En la malhadada Constitución no se mencionaban los
orígenes cristianos de Europa, y el Parlamento Europeo de Estrasburgo ha
insistido en que un católico practicante no puede ocupar el cargo de Comisario
de Justicia de la UE.
Igualmente, lo que llama la atención del observador en el actual funcionamiento
de Bruselas es el asfixiante e insufrible materialismo de su punto de vista. El
último estadista continental que captó el contexto histórico y cultural de la
unidad europea fue Charles de Gaulle, que deseaba «la Europa de las patrias»
(L´Europe des patries). Recuerdo que en una de sus conferencias de prensa hizo
referencia a «L´Europe de Dante, de Goethe et de Chateaubriand». Yo le
interrumpí: «Et de Shakespeare, mon General?». Él se mostró de acuerdo: «Oui!
Shakespeare aussi!». Ninguno de los miembros principales de la élite de la UE
actual usaría ese lenguaje. La UE carece de contenido intelectual. Los grandes
escritores no tienen función que desempeñar en ella, ni siquiera indirectamente,
como tampoco los grandes pensadores o científicos. No es la Europa de Aquino,
Lutero o Calvino; o la Europa de Galileo, Newton y Einstein. Hace medio siglo,
Robert Schumann, primero de los padres fundadores, solía referirse en sus
discursos a Kant y a santo Tomás Moro, a Dante y al poeta Paul Valéry. Para él
-dijo explícitamente- la construcción de Europa era una «gran cuestión moral».
Hablaba del «alma de Europa». Tales pensamientos y expresiones no tocan ninguna
fibra sensible en la Bruselas actual. En resumen, la UE no es un cuerpo vivo,
con mente, espíritu y alma que le dé vida. Y a no ser que encuentre esas
dimensiones inmateriales pero esenciales, pronto será un cuerpo muerto, el
cadáver simbólico de un continente moribundo.