Artículo de Valentí Puig en “ABC” del 18 de agosto de 2009
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web
Aquellos
«hippies» pioneros que han ido a celebrar los cuarenta años del gran festival
en Woodstock van regresando a casa con un lametón agridulce en el córtex de su memoria emocional. Lo «hippioso»
tiene el escaso arraigo de una nostalgia carcomida por cuarenta años de
aceleración, de sucesivos «big bangs»,
de globalización y de unos nietos que no están para flores si no las siembran
virtualmente en el ciberespacio. El sueño roussoniano
del buen salvaje llevaba hecho trizas desde el Gulag, Auschwitz
y Nagasaki pero de repente los «hippies» aparecieron -después de los
«beatniks»- pidiendo paz a todo trance. Qué raro que algún ayuntamiento de
izquierdas no haya erigido un monumento al anónimo primer «hippy» español
fallecido quién sabe dónde y cuándo, de alguna sobredosis.
Los
cuarenta años de Woodstock coinciden con los datos más escabrosos de la
biografía de William Golding, el autor de «El señor
de las moscas». Esa novela insistía en que el regreso al estado de inocencia es
imposible porque lo que en verdad ocurre es una regresión implacable, un
retorno a la barbarie. Las crónicas cuentan que los viejos «hippies»
arracimados este fin de semana en Woodstock han consumido dosis sensatas de «chardonnay» y que, en lugar de tumbarse promiscuamente por
el suelo, han aceptado alquilar unas tumbonas.
Todos
tenemos algún conocido que se quedó anclado en la marea floreal «hippy»,
cultiva marijuana en las macetas de la terraza y
avergüenza a sus hijos fumando porros mientras ellos juegan a guerras de
algoritmos en la videoconsola. Cuarenta años se han llevado muchas cosas por
delante. Hoy en día las educaciones sentimentales son cuestión de meses.
Cubrirse la coronilla inexcusable con las guedejas laterales es casi una proeza
que el viento del siglo XXI respeta poco. Paz y amor: sabemos que la
postulación expresiva de estos objetivos ha logrado nimios resultados
concretos. Fue más eficiente Solidarnosc o tuvo más
fuerza Tiananmen. Para entonces los «hippies»
viajaban involucrados en una nube de paraísos artificiales, trapicheaban en
mercadillos de abalorios o se habían convertido en productores de televisión.
Fines de semana para rememorar la era Acuario que aparecía en los refectorios
comunales en forma de tortilla de hachís. Recordar cuando pusieron una flor en
el cañón de un rifle policial. Aquellos días anocheció tarde en Woodstock. Olía
a rubias de cabello pre-rafaelita y a pitillos con
alguna hierba.
Fueron
los años sesenta, con la llamada satánica de Charles Mason en el umbral de la pan-destrucción, mientras otra generación pisaba la
luna. Algunos antropólogos habían engañado a la generación «hippy» llevándola a
creer que en las tribus primitivas no había culpa ni mal. Regresar al origen
purificaba. La civilización urbana pervertía. No estará de más volver a leer
las novelas de Golding. Tampoco el «chardonnay» es un mal sustituto del LSD que a tantos dejó
colgado, aunque su profeta Leary acabó siendo otra
cosa.
En
las cafeterías de nuestras universidades, la máquina de expender preservativos
es una versión poco poética del hacer el amor y no la guerra. ¿Salió algo
imperecedero de aquellos años tan turbados? Algunas canciones, ritmos, letras,
todo muy marcado por una generación más fungible que otras. Mucha ceniza y
pocos diamantes. Un tipo con las espadas cargadas, reumático y canoso, con una
funda de guitarra en ristre, un tipo que sale de entretener a la clientela
desengañada de una pizzería reconvertida en templo de la cocina vegetariana.
Pensará tal vez qué le quiten lo bailado.