¿VOLVERÁ A ENCAJAR EL PUZZLE?
Artículo de YEZID SAYIGH en “La Vanguardia” del 03/12/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
La personalidad y las
intenciones de Arafat serán debatidas durante largo tiempo, aunque puede que su
muerte no ofrezca la oportunidad anunciada de reformar la política y el Gobierno
nacional palestino y, ante todo, de relanzar el proceso de paz. En parte, esto
ocurre porque su legado nacional de una política basada en las influencias, una
burocracia aletargada y unas instituciones fragmentadas quedó consolidado
durante su década como presidente de la Autoridad Palestina (AP) y no será fácil
contrarrestarlo. También ocurre porque la reanudación de un verdadero proceso de
paz depende por igual de la política de Israel como de EE.UU., cuyos gobiernos
no dan ningún motivo de optimismo.
Para los palestinos, la desaparición de Arafat supone deshacerse de una carga
pesada, aun así puede que se haya producido demasiado tarde para cambiar la
dinámica que él contribuyó a poner en marcha. En la pasada década, el líder
palestino marginó a las ramas ejecutiva, legislativa y judicial de la AP de la
cual era presidente, e introdujo tendencias autoritarias y de amiguismos en su
política y en su economía. Así socavó los cimientos del Estado que aspiraba a
establecer en Cisjordania y la franja de Gaza. Sin embargo, fue él quien condujo
la OLP hacia la negociación y coexistencia con Israel para conseguir la
independencia de Palestina.
De hecho, puede que Arafat infligiera un daño de funestas consecuencias en las
esperanzas palestinas de conseguir la categoría de Estado al renunciar al
liderazgo político y moral al principio de la intifada hace cuatro años,
alentando a la paramilitarización de la política palestina y contribuyendo a que
Sharon ascendiera al poder. Su subsiguiente negación a poner los asuntos
palestinos en orden, incluso mientras continuaba monopolizando el control del
poder, fue una estrategia egocéntrica en la que empleó el caos como medio para
obligar al Gobierno israelí y la Administración estadounidense a reconocer su
postura primordial como líder nacional y socio negociador.
Sin embargo, todo esto iba a llevar a la AP al borde del colapso, lo que suponía
desperdiciar el tan costoso apoyo internacional y los logros institucionales de
los anteriores 35 años y poner en peligro las esperanzas palestinas de
independencia y democracia económica y política.
Hasta ahora, los sucesores de Arafat han garantizado una transición sin
complicaciones y, en gran medida, sin violencia, aunque es probable que su
tregua dure un par de meses en el mejor de los casos. Los peligros se pusieron
rápidamente de manifiesto cuando los asesinos de Al Fatah acusaron de traidor al
sucesor de Arafat como presidente de la OLP, Mahmud Abbas, y mataron de un
disparo a dos de sus guardaespaldas en una reciente visita a Gaza.
El liderazgo palestino de la transición se enfrenta a tres desafíos
fundamentales: reformar el sistema de Gobierno de la AP, introduciendo un grado
mucho mayor de responsabilidad política dentro de la organización; poner fin a
la violencia contra la fuerza de ocupación israelí así como proponer medios
eficaces para contrarrestar la incesante colonización israelí de Cisjordania y
Jerusalén Este; presentar parámetros claros para lo que ellos consideren una
solución permanente y aceptable al conflicto con Israel. No puede surgir ningún
liderazgo eficaz ni gobierno que desempeñe su función tras la desaparición de
Arafat que no gestione estos desafíos con éxito. No obstante, avanzar en
cualquiera de estas cuestiones provocará una sólida resistencia nacional y
reacciones violentas, como el incidente de Gaza.
La legitimidad es sin duda un factor crucial. La celebración de unas elecciones,
retrasadas durante mucho tiempo, ofrecería a los sucesores de Arafat un medio de
obtener esta legitimidad. Incluso la derrota electoral sería beneficiosa, porque
los sucesores de Arafat cargarían la responsabilidad de cambiar el rumbo de la
nación sobre las espaldas de los que se opusieran a sus propuestas. Además, las
facciones militantes que desean presentarse a las elecciones tendrían que
suspender sus ataques contra Israel, aunque sólo fuera por miedo a que sus
candidatos no pudieran hacer campaña sin sufrir las represalias israelíes.
Hamas ya ha anunciado que participará tanto en los comicios nacionales como en
los locales, si se celebran, y que proclamará un alto el fuego con Israel si le
permiten compartir el poder en un nuevo gabinete de la AP. Lo mismo puede
decirse del propio grupo de Arafat, Al Fatah, y sobre todo de sus afiliadas
Brigadas de los Mártires de Al Aqsa. Algunos sectores pueden perseverar en la
militancia, aunque la mayoría pueden ser invitados a colaborar con el sistema
mediante las elecciones que les ofrecen una vía para gozar de una importante
influencia política y un liderazgo que les fueron negados, irónicamente, por
Arafat.
No se prevé que Abbas y el primer ministro de la AP, Ahmed Qureia, diseñen la
plataforma descrita, tampoco tienen la voluntad ni habilidad políticas para
aguantar hasta el final con objeto de promocionarla antes de las elecciones ni
para aplicarla tras los comicios. Como mínimo, los sucesores de Arafat no deben
mostrarse tímidos a la hora de argumentar que las elecciones son un aspecto
clave para conseguir un atisbo de responsabilidad interna en la política y el
Gobierno nacional palestinos. Aunque no lo digan de forma explícita, ésta es la
consecuencia de una década de mandato autócrata y disfuncional por parte de
Arafat.
Sin embargo, la responsabilidad no debe recaer sólo en los palestinos para unas
reformas internas duraderas y, sobre todo, para que se retome el proceso de paz
con Israel con alguna credibilidad o posibilidad de éxito. En primer lugar y más
importante, esto significa acabar con la campaña de asentamiento israelí en
Cisjordania y Jerusalén Este, que ha continuado de forma incesante durante los
mandatos de todos los primeros ministros israelíes desde que Yitzhak Rabin firmó
los acuerdos de Oslo con Arafat en 1994. También significa que Israel demuestre
compostura a la hora de responder a las amenazas palestinas a su seguridad.
No es menos importante el hecho de garantizar que Israel realmente permita la
celebración de las elecciones palestinas. Esto supone facilitar de forma
significativa, cuando no retirar del todo, el omnipresente sistema de los
controles de carretera israelíes, las restricciones para viajar y los cierres de
fronteras que han provocado una caída del 40%del PNB palestino desde el año
2000. Además de endurecer y polarizar la opinión pública palestina, el sistema
hace prácticamente imposible que el censo y la campaña electorales, no hablemos
ya de la votación en sí, se desarrollen en un ambiente sin intimidaciones. Sin
embargo, los candidatos de Hamas deben contar con la libertad de hacer campaña
sin miedo a ser asesinados y la población palestina de Jerusalén Este debe poder
participar en los comicios tal como hizo en enero de 1996. Los beneficios de
reestablecer un gobierno legítimo y responsable mediante las elecciones son
evidentes, no sólo para los palestinos sino también para el proceso de paz y,
por ende, para Israel. Con todo, las elecciones anunciadas para el 9 de enero
del 2005 se celebran únicamente para elegir al sucesor de Arafat como presidente
de la AP. Las elecciones parlamentarias, no hablemos ya de las locales, puede
que no se celebren nunca debido a la oposición israelí y estadounidense.
Los indicios no son buenos. En octubre, el antiguo y principal asesor de Sharon,
Dov Weisglass, reveló que la proyectada retirada unilateral de Israel de Gaza en
el 2005 tiene como objetivo "la paralización del proceso político. Y si se
paraliza ese proceso político se evita el establecimiento de un Estado palestino
y se evita una discusión sobre los refugiados, las fronteras y Jerusalén. Todo
esto con el visto bueno presidencial [de EE.UU.] y con la ratificación de ambas
cámaras del Congreso". Su prepotente confidencia se vio confirmada de inmediato:
la Administración estadounidense reaccionó ante sus revelaciones aceptando con
docilidad aunque de forma nada convincente la confirmación de Sharon de que
seguía comprometido con la agonizante hoja de ruta, una postura de la que
lealmente se hizo eco el Gobierno británico. Está claro que las elecciones
generales palestinas no están entre los planes de Ariel Sharon. Más que oponerse
a ellas abiertamente, es más probable que las obstaculice poniendo condiciones
que la AP no pueda satisfacer de inmediato, como cumplir con sus obligaciones de
seguridad con una fuerza policial que Israel ha desarmado en gran medida, o
tomar medidas enérgicas contra Hamas cuando su participación en las elecciones
resulta esencial.
También es posible que Sharon prevea la presión nacional e internacional que
sufrirá al retomar unas conversaciones de paz significativas en cuanto un nuevo
y electo líder palestino tome posesión del cargo, y que quiera poner concesiones
previas a la forma y la esencia de cualquier negociación futura a cambio de
permitir que se celebren las elecciones. Esas concesiones podrían incluir un
acuerdo de la AP, y lo que no es menos importante, de EE.UU. para limitar la
categoría provisional de Estado para los palestinos a la franja de Gaza y a
ciertos focos de Cisjordania durante un largo periodo provisional; abandonar o
aplazar las discusiones sobre Jerusalén Este o los refugiados durante un periodo
similar de tiempo; o no incluir en las conversaciones futuras los grandes
bloques de asentamientos como Maale Adumim y Ariel, algo que ya ha
respaldado Bush.
Por su parte, ahora la Administración estadounidense apoya las elecciones
presidenciales de la AP del 9 de enero del 2005, aunque es probable que siga
oponiéndose a las elecciones parlamentarias y locales, para continua frustración
de otros miembros del Cuarteto. Permitir que Hamas participe en las elecciones
será algo difícil de digerir, pero si Israel y EE.UU. quieren un verdadero
interlocutor palestino, capaz de negociar y cumplir en lo referente a los temas
más peliagudos del conflicto, debe existir la posibilidad de que el pueblo
palestino considere las elecciones como un proceso legítimo en el que se sienta
incluido.
Las elecciones generales palestinas no son la panacea, pero sí son un elemento
vital para que la AP cumpla con sus obligaciones relativas a seguridad y para
contribuir al relanzamiento de un proceso de paz. El Cuarteto, pero en especial
la Administración Bush, debe garantizar no sólo que se celebren los comicios,
sino que se vean libres de condiciones y restricciones que priven a priori de
legitimidad al proceso electoral y a sus resultados. No hay atajos ni vías de
escape para nadie, empezando por los palestinos, pero a menos que puedan
celebrarse unas verdaderas elecciones, los discursos de Bush o del primer
ministro británico Tony Blair sobre una oportunidad de renovar el proceso de paz
tras la muerte de Arafat son infundados en el mejor de los casos e hipócritas en
el peor de los casos.
YEZID SAYIGH, asesor palestino. Principal autor del Informe del Grupo de Trabajo Independiente para la Consolidación de las Instituciones Públicas Palestinas (Nueva York, Consejo sobre Relaciones Exteriores, 1999) Traducción: Verónica Canales Medina