LA ESCUELA DE LA SINRAZÓN

 

 Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 13.11.05

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

En los últimos treinta años ha habido en España media docena de leyes generales de educación. Cada Gobierno entra con una bajo el brazo, por lo general informada por los principios del sectarismo ideológico. Numerosas familias tienen hijos de distinta edad que han estudiado con arreglo a diferentes planes educativos envueltos en un mar de siglas: LODE, LOPEG, LOGSE, LOCE, LOE, LRU, LOU. El desbarajuste de la enseñanza se ha convertido ya en un tópico nacional, agravado por el irritante y dogmático aldeanismo de las autonomías, empeñadas en estrechar la perspectiva intelectual de los estudiantes hasta encerrarla en horizontes de campanario. El indiscutible desarrollo económico y social de la España moderna es un edificio con los cimientos inundados de una ignorancia que acaba de certificar, negro sobre blanco, la Unión Europea: estamos a la cola de Europa en casi todos los parámetros que miden la educación contemporánea. Y, paradójicamente, nunca hubo aquí más escuelas, ni más profesores; el problema es de planificación, de calidad, de concepto.

El Gobierno de Rodríguez Zapatero ha traído, como no podía ser de otro modo, su ley educativa, en este caso previa derogación de la de Aznar, que ni siquiera llegó a entrar en vigor: un récord de despropósito político. El PP intentó poner algo de razón en el dislate de la LOGSE, cuyos calamitosos resultados han creado una generación desmotivada por el estudio y un profesorado entumecido por el desaliento moral. Pero Aznar abordó tarde su empeño, y lo hizo desde la prepotencia de sus últimos años de poder: no escuchó a nadie y despreció las críticas y reparos de la comunidad educativa. Con todo, aquella ley abortada tenía una lógica de recuperación del esfuerzo como valor y de la jerarquía intelectual como modelo. Justo los valores que fueron bandera del regeneracionismo del siglo XX, incluido el de la República, y que ahora desprecia esta izquierda posmoderna aficionada a las éticas indoloras.

La ley de Zapatero, la LOE, peca de los mismos defectos de soberbia política que sus promotores criticaron a la de Aznar: la misma falta de consenso y un sectarismo ideológico que maneja a pendulazos la cuestión religiosa. Pero además contiene un espíritu revanchista, apunta directamente contra los colegios confesionales y desentierra los fantasmas de la desmotivación que caracterizaron el fracaso de la Logse. Desarma a los profesores, sovietiza los centros con comisiones diversas y transpira hostilidad hacia la enseñanza concertada, a la que huyen las familias despavoridas ante los escombros de la escuela pública.

El Gobierno pretende cubrirse ante las críticas de la comunidad educativa apelando al viejo conflicto español del Estado y la Iglesia. Ha desenterrado la batalla contra los curas para parapetarse detrás de sus sotanas. Zapatero y su equipo han lanzado la cuestión religiosa como una cortina de humo para tapar la realidad de una educación desnuda que naufraga en el horizonte del progreso social. Eso siempre funciona en esta España dual tan apegada a los viejos tópicos históricos: socialistas laicos enfrentados a una conspiración de sacristías.

Pero los cientos de miles de personas que ayer desafiaron la intemperie del otoño en Madrid no estaban en las calles para defender las notas obligatorias de Religión, que al fin y al cabo fue siempre una «maría» en nuestra escala colectiva de esfuerzos. Salieron para protestar contra el caos en la escuela, contra la permisividad ante la falta de esfuerzo, contra el acoso a la concertada, contra la miopía de la doctrina nacionalista que sólo enseña la realidad de la aldea y niega la anchura del mundo. Y para defender la libertad de elegir la educación de sus hijos. La libertad, esa palabra. La libertad que no es patrimonio de la izquierda ni de nadie.

Estaban los obispos, sí. Algunos obispos, no muchos, por cierto. Y estaba el PP, sí. Y estaban muchos curas y muchos católicos que son tan ciudadanos como los demás y sienten que el Gobierno no sólo arremete contra sus creencias con una política hostil, sino que trata de cercenar desde un apriorismo ideológico su derecho a la libertad de enseñanza. Y que saben que desde la escuela concertada están sosteniendo el descrédito de la pública, evitando que el sistema se desplome y recibiendo a cambio la ingratitud de las autoridades. Desde luego, también protestaban de una manera general contra el Gobierno, pero ése es un derecho tan inalienable como el de la libertad de expresión. Se podrá discutir sobre la idoneidad de que algunos prelados encabecen las manifestaciones, pero no sobre la evidencia palmaria, incontrovertible, del malestar de una gran parte de la comunidad educativa contra una ley sectaria y, sobre todo, de pésima calidad y nulo consenso.

Ocurre que el Gobierno es consciente de su erosión, de su desgaste. La batalla del Estatuto catalán se come las aristas de la política de Zapatero. Muchos socialistas están alarmados ante las encuestas. El pasado domingo, en una cena de presidentes autonómicos antes del debate del Senado, el ambiente echaba humo contra Maragall. En este clima eléctrico, una manifestación multitudinaria supone otro montón de truenos contra un Ejecutivo visiblemente tocado en el crédito social de su corto mandato. La calle se rebela: transportistas, pescadores, mineros, agricultores, enseñantes. Una riada de gente cabreada que erosiona los débiles muros de la acción de gobierno.

El presidente Zapatero, que ha cedido ante todo el que le ha plantado cara gastándose un dineral para calmar las iras populares, cree que le va a salir rentable hacer frente ahora a la protesta educativa rescatando los demonios de la izquierda comecuras para presentarse como un reformista laico cercado por la ranciedumbre de las casullas. Pero ése no es el problema. El problema es que este país está educando a sus generaciones más jóvenes en la indigencia intelectual, en la falta de jerarquías, en la cortedad de miras, en el desapego por el estudio, en el analfabetismo funcional. Que la investigación no funciona, que el profesorado no tiene alicientes, que la juventud se amontona estabulada en escuelas sin solvencia ni rigor, eso que Butler llamaba los colegios de la sinrazón. Que todos los planes de estudio sucesivos carecen de valor porque les falta la base de un pacto cívico duradero. Y todo eso se paga. Aunque se pague a plazo mucho más largo del que pueda importarle a cualquier gobernante iluminado.