DINAMISMOS SOCIALES Y PODER POLÍTICO
Artículo
de Olegario González de Cardedal, de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas, en “ABC” del 15.02.07
Por su interés y
relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web.
Con una
apostilla a pie de título:
SABIDURIA
Cuando aparecen creaciones completas, íntegras, cabales, como
este artículo de González de Cardedal, no se pueden dejar caer en el olvido de
lo efímero. Desde aquí quiero enviar una señal de reconocimiento (L. B.-B.,
15-2-07, 7:30)
¿Qué
confiere dignidad y libertad, confianza y riqueza a una sociedad? La conciencia
y la participación, el protagonismo y la decisión de todos y cada uno de los
grupos, asociaciones y personas, en su lugar y tiempo debidos. ¿Cuáles son
aquellas potencias realmente creadoras y dignificadoras de una sociedad, que la
mantienen limpia y libre? ¿Cuáles son sus dinamismos primigenios, no derivables
ni subyugables por otros? Los cuatro siguientes: la ciencia, la cultura, la
moral y la religión. ¿Qué abarca y significa cada una de ellas para el proceso
social y la vida de los ciudadanos?
La
primera es la ciencia. Ella es la gran revolución de la era moderna. El hombre
ha logrado penetrar en la estructura constituyente de la realidad y desde ahí
la ha alterado o recreado, poniéndola al servicio de las necesidades e
ilusiones de la vida. El hombre ya no puede ser esclavo de las tormentas ni de
los tiranos. En la escuela repetíamos el elogio de Franklin: «Robó a los cielos
el rayo y a los tiranos el cetro». De la ciencia proceden los medios y formas
de comunicación desde las viejas a las modernísimas, la sanidad, la ordenación
económica, el bien estar, el reparto de la riqueza, la esperanza de vida. La
ciencia no es la conciencia, pero la una ya no es posible sin la otra.
La
segunda es la cultura o la forma en que el hombre se da a sí mismo razón de su
lugar en el cosmos, de su tarea en el mundo, de su responsabilidad con el
prójimo y de su último destino. Él es voluntad de sentido y a la vez creación
de nueva realidad por la literatura, el arte, la música, el teatro, el cine, la
obra figurativa popular. La cultura es un elemento constituyente de la vida
humana, cuando quiere vivir más allá del instinto zoológico o de la ley de la
selva. En la cultura prevalece lo gratuito, la belleza, la esperanza, lo
sublime o la ironía para sobreponernos al absurdo o a lo imposible, saltando
sobre sus alambradas. Esas creaciones ensanchan y redoblan la vida humana,
permitiendo a cada a uno de nosotros vivir las múltiples trayectorias posibles
que laten en nuestros entresijos; esos «yos complementarios» de los que hablaba
Unamuno. Un país sin esa libertad y creatividad cultural no es una verdadera
comunidad de seres espirituales sino un rebaño de los que Rabelais llamaba
«moutons de Panurgue».
¿Es
también la moral una potencia decisiva? Como conciencia ella es quizá la
potencia primordial. La inteligencia y la razón son armas que pueden servir al
bien o al mal, orientar hacia la vida o hacia la muerte. La moral es la
voluntad de fin, la respuesta al deber, la ordenación al bien, a la verdad y a
la perfección, el reconocimiento de la dignidad del prójimo. La moral abre el
horizonte más allá de las fronteras que los poderes o carencias de la vida
humana nos imponen, rompen las mentiras que se nos introyectan desde fuera,
desenmascaran a los violentos, invocando la justicia y las leyes eternas. La
debilidad de Antígona es capaz de desafiar a Creonte en nombre de esas normas
no escritas que ningún poder político de este mundo puede desconocer ni violar.
La moral abre el hombre a la gloria de lo sublime y al sueño de esa utopía que
nos engrandece. Plutarco nos trasmite la frase clásica que tantas instituciones
educativas de Europa han recogido como divisa: «Navegar es necesario, vivir no
es necesario».
En
este panorama, ¿dónde situar la religión? Es lo más natural y a la vez lo menos
evidente. El hombre, proveniente de la tierra y atenido a la naturaleza, es
respiro hacia el Eterno, secreta suplica a un Tú sagrado, adoración y rendida
confianza en Dios. Frente al terror del tiempo cíclico ante el eterno retorno
que lo condena a la nada o al tedio insoportable de lo mismo, la religión le
abre a un rostro personal, que invoca como Dios, su horizonte de eternidad como
la plenitud de una vida divina, que ya alumbra la presente y la dignifica. La
religión ha determinado la vida humana a lo largo de todos los tiempos porque
no es una fase de la historia sino una estructura de la conciencia. Mientras
ésta siga alumbrando y no sea apagada por falta de alimento o sofocada por
poderes exteriores, la religión será un factor de paz y de esperanza. Ahora
bien, si es degradada o corrompida puede ser también un factor de violencia y
opresión.
¿Y
dónde queda la política? Ella no es una potencia primaria sino secundaria,
legítima y sagrada pero relativa a las anteriores, que son las verdaderamente
creadoras y liberadoras, sin las cuales aquélla sería duro ejercicio de poder
inmisericorde. La tentación de la política es que, en su misión de conjugación
o correctivo de esos otros dinamismos, intente anularlos o subyugarlos a lo que
son los programas del partido en el poder. Lo mismo que los poderes judicial,
legislativo y ejecutivo son diferentes y soberanos, sin poder ser dominados
unos por otros en situaciones normales, tampoco aquí un gobierno puede subyugar
la ciencia, la cultura, la moral y la religión a su programa elevado a norma
suprema.
Tal
tensión entre las potencias humanas creadoras por un lado y el poder político
por otro es permanente. Deber de la política es acoger, discernir, integrar,
apoyar, establecer primacías a la luz de las necesidades y sobre todo ayudar a
aquellos que, por la pobreza del origen, carencia de medios o peculiares
dificultades históricas, no puedan ayudarse por sí mismos. Pero lo que la
política nunca puede hacer es decretar la existencia o no existencia de esos
campos desde sus propios presupuestos, reducirlos a silencio, ponerlos a su exclusivo
servicio, cercenar posibilidades personales o beneficiar sólo con ayudas
económicas a quienes les apoyan o adulan.
Ante
esa tentación queda el imperativo de las personas, como individuos y como
grupos: tomar la palabra, emprender la acción, mostrar el rechazo ante lo
injusto, provocar al diálogo, desenmascarar la ideologización. Sobre todo queda
la obligación de no plegarse, no sucumbir al chantaje, rechazar el ascenso,
envenenado y ofrecido a cambio de la traición a las convicciones de la propia
conciencia, rechazar el dinero, preferir, como Sócrates, la pobreza con
dignidad a la riqueza con vilipendio.
Una
sociedad que no participa, no es libre. Y es libre cuando es culta, es decir
piensa, lee, reflexiona por sí misma, no está a merced de chismes o rumores,
propone públicamente razones universalizables, no meras opiniones personales.
Hoy casi todos los partidos tienden a suplir a la sociedad y al Estado,
poniéndolos a su servicio. Pero ni una ni otro son apropiables por ningún
gobierno. La Constitución no puede ser obviada ni por un golpe de Estado ni por
una maniobra de rodeo sinuoso, encubridor de una negación real de los
contenidos constitucionales.
La
actual hora de España reclama remejer las conciencias, despertar las
responsabilidades para que esas cuatro potencias sean las columnas que
sostienen la casa de la patria. La política no es su soberana sino la sierva
que debe velar por ellas. El poder político intenta apropiarse de todo y
decidir todo a través de sus inmensas redes, especialmente a través de los
jueces y del dinero que corre por arroyos subterráneos. En Alemania queda el
recuerdo de aquel emperador que quiso desposeer a un campesino de sus tierras.
Este apeló a la justicia. Ante la sentencia favorable al campesino, el pueblo
gritó alborozado: «Somos libres porque aún quedan jueces en Berlín». Esta es la
encrucijada de España, la hora de su dignidad o de su hundimiento en la
miseria. Ahora, sabremos todos quiénes somos todos, cuando aparecen los grandes
retos. ¿Seremos como grano que por su peso cae a tierra o como paja que lleva
el viento en todas las direcciones? El libro santo ya lo formuló: «Zarandeando
la criba, cae el grano y aparecen las granzas» (Ecli 27,5).