L’enfant terrible

 Artículo de JAVIER CASTAÑEDA   en “La Vanguardia” del 24-5-03

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

Siempre se dice que un niño es como una esponja que absorbe todo lo que pasa a su alrededor. Y aunque sea cierto, probablemente tan raído dicho no baste para explicar la extraña inversión de roles de la que adolece el rostro infantil. Como si hubieran heredado las peores cargas de los adultos, una extensa gama de adjetivos acompaña a su mundo y aumenta de tal modo, que permite afirmar que algo ocurre. Muchos crecen desmotivados, ahítos de todo, tristes o con depresión. Otros en cambio son excesivamente egoístas, respondones, malcriados y autoritarios.

Afortunadamente y, a pesar de los pesares, no todos son así. Pero resulta muy frecuente ver incrementarse el número de padres, maestros y familiares, que aseveran haber perdido totalmente el control sobre sus criaturas. Y también la paciencia. Éstas, a su vez, campan a sus anchas y hacen la vida imposible –normalmente a sus progenitores y a esos forzosos canguros modernos que son los abuelos-, quienes confiesan desesperados no saber qué hacer para lograr poner un poco de orden y estabilidad emocional en sus pequeñas pero caóticas existencias.

Muchos niños andan desarraigados. Con esa desazón que produce el saberse siempre en la mitad del camino que recorre la distancia entre la casa de su padre y de su madre. Y como buenos pescadores, obtienen ganancia del río revuelto. Pero éstos son sólo algunos casos. Otros, ajenos a esta circunstancia, igualmente sacan tajada de ese nuevo oasis, exequátur típico de las sociedades desarrolladas, que supone ver a los padres un rato por la mañana y otro por la noche en el mejor de los casos. Por no hablar de los que se tornan violentos y agresivos. Algunos -acostumbrados a moverse por premios, recompensas, chantajes y amenazas-, se han convertido subrepticiamente en pseudotiranos infantiles que, hasta que no imponen su santa voluntad, no paran. Caiga quien caiga y pese a quien pese.

Después, una queja constante se instala como un lamento en la sociedad: "estos niños, a quién habrán salido, no tienen educación, no paran de pedir, etc.". Pero claro, malamente se le puede exigir a un niño que modere sus caprichos, cuando el padre ya va por la tercera cámara digital o la madre es una adicta al móvil de última generación, etc. El problema de obtener las cosas sin que cuesten esfuerzo alguno, o bien sin haber aprendido a valorarlas, es que ya nada hace ilusión. Recuerdo con mucho cariño cuando, después de pedir algo durante meses, por fin ese deseo era cumplido. Era una ilusión meditada, soñada, masticada y anhelada tan a fondo que, cuando cobraba forma, brotaba un regocijo inigualable e indescriptible. La paradoja es que, actualmente, a pesar de tener de todo, muchos no son felices.

Ahora, cuando los padres preguntan a un niño que qué regalo quiere por su cumpleaños, pone cara de póquer y se encoge de hombros. Mientras, los padres se ven obligados a devanarse los sesos para intentar descifrar qué puede hacerle ilusión… hasta que se dan cuenta de que, si no desean nada, es porque tienen de todo sin haberlo pedido. Por eso no saben qué quieren. O lo que piden suele ser por un simple pedir o por puro capricho, pero no por anhelo. Saben perfectamente que, hoy en día, no hace falta esperar a ninguna ocasión especial para tener cualquier cosa que deseen. Y que si algo se rompe o se acaba, será automáticamente repuesto.

A su vez, escasea lo que de verdad necesitan: una persona de carne y hueso –o a ser posible dos: sus padres-, con la que poder vivir un aprendizaje responsable, tener un referente. No basta con dejarles horas delante de la tele, la consola de juegos o el ordenador, y luego llevarles al parque temático de turno, inflarles a regalos y hamburguesas de plástico. La ecuación que intenta compensar esa afectividad perdida a cambio de agasajos no funciona. Pero la optimización del tiempo que requiere hoy la vida, convierte a los padres en gestores de la hipotética felicidad de sus hijos –a pesar de que a duras penas logran encontrar la suya- y hace que constantemente decidan por ellos. Así, les apuntan a las actividades extra que ellos creen que necesitan, deciden qué juguete caro o nuevo les hará dichosos, o pueblan su cuarto de trastos hasta una hiperabundancia que teóricamente opera como compensador de ausencias. Pero la realidad es bien distinta.

La hiperactividad con la que el mundo moderno impregna la vida de los mayores, se transmite por ósmosis al mundo infantil, que salta de un capricho a otro como en un trampolín loco sin apenas prestar atención a nada. Todo ello, a pesar de que el abandono emocional o la negligencia en el cuidado psicoafectivo, son considerados como una forma de maltrato infantil. Y ese déficit empeora por un exceso de atención material, es decir, dar al niño todo lo que pide sin límites ni pautas. En primer lugar, porque el niño muchas veces es feliz si acaba jugando bajo la mesa con el tapón de refresco que se ha caído al suelo. Pero para seguir, porque lo que realmente requiere un niño es tiempo. La educación, tal y como recuerda Savater, es un proceso de enseñanza que abarca mucho más que una mera transmisión de conocimientos objetivos o destrezas prácticas y ha de verse acompañado de un ideal de vida y de un proyecto de sociedad.