POR OCCIDENTE
Artículo
de Juan
Manuel De Prada en “ABC” del 27.02.06
Por su interés y
relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web.
Durante
mi estancia en Roma como enviado especial de ABC, tras la muerte de Juan Pablo
II, viví muchas aventuras prodigiosas, entre las que siempre recordaré una
entrevista a Marcello Pera, el presidente del Senado
italiano, que acababa de publicar, en colaboración con el cardenal Ratzinger,
un volumen titulado «Sin raíces». Acudí indocumentado al palacio senatorial,
como en mí es costumbre (más por desidia o despiste que por vocación
transgresora, tampoco vamos a colgarnos medallitas), impertinencia que provocó
gran escándalo entre los edecanes del presidente, que a pique estuvieron de
despedirme con cajas destempladas; pero fueron mis rogativas tan encarecidas y
contritas que al final logré que Marcello Pera,
pasmado de mi cuajo, accediera a recibirme. Confesaré que solicité aquella
entrevista para tratar de dilucidar la figura del nuevo Papa; pero la lectura
de aquel libro escrito a cuatro manos -en el que ambos autores convergían en un
diagnóstico común sobre la postración de un Occidente «que ya no se ama a sí
mismo», en afortunada acuñación de Benedicto XVI- me inclinó a profundizar en
los postulados de Pera, un profesor de filosofía que, procedente del
pensamiento laico, preconizaba, como revulsivo a la parálisis moral que atenaza
Europa, una recuperación de los valores cristianos que han configurado nuestra
civilización.
Marcello Pera, según me confesó entonces, no era
creyente; lo cual no le impedía reconocer que las más perdurables conquistas
occidentales eran fruto del cristianismo: así, por ejemplo, el reconocimiento
de la suprema dignidad del hombre, corolario natural del misterio de un Dios
que adopta la naturaleza humana; así, los principios de igualdad, tolerancia,
respeto, solidaridad y compasión hacia el prójimo, hacia cualquier prójimo, con
independencia de su raza, sexo, credo o condición, ininteligibles sin el
sacrificio redentor de Dios, cuyos beneficios se extienden sobre todo el género
humano; así, la propia y «sana laicidad del Estado» -volvemos a citar a
Benedicto XVI-, que Jesús estableció cuando pusieron en sus manos un denario
del César. El pensamiento anticristiano ha pretendido presentar estas
conquistas como creaciones del espíritu ilustrado; patraña que los papagayos
del laicismo han entronizado con denuedo, siguiendo aquella consigna goebbelsiana que convierte (a la fuerza ahorcan) en verdad
aceptada una mentira mil veces repetida. Pero hasta quienes pretenden negar el
origen cristiano de las conquistas occidentales convendrán que la Ilustración
floreció en terreno abonado por la revolución del Galileo.
Marcello Pera ha promovido ahora un manifiesto que
aboga por el rearme moral de Occidente, minado por la carcoma de un laicismo
que «reniega de las costumbres milenarias de nuestra Historia» y «envilece los
valores de la vida, de la persona, del matrimonio y de la familia»; un
Occidente, por lo demás, genuflexo ante la pujanza
del fundamentalismo islámico, que ha hecho de nuestra debilidad el mejor
alimento de su fortaleza. A Pera ya se han apresurado a caracterizarlo de «teo-con» y de esbirro papista; pero su manifiesto, antes
que una declaración ideológica, constituye un aldabonazo feroz para una Europa
entregada plácidamente a ese «arrebato de automutilación» del que nos hablaba Solzhenitsyn, desvinculada del patrimonio que la Historia
le ha confiado y desarraigada del humus espiritual que favoreció su esplendor.
Europa carece de recursos imaginativos y morales para mantener su civilización;
carece, incluso, de razones convincentes para sobrevivir a los ataques
-externos, pero sobre todo internos- que está sufriendo. Sólo las recuperará
cuando vuelva a amarse a sí misma, cuando vuelva a asumir las raíces de su
identidad, que se resumen en el signo elemental y vertiginoso de la cruz. Así
de claro y así de simple.