PERSECUCIÓN EN LAS AULAS
Artículo de Ernesto LADRÓN DE GUEVARA
en “La Razón” del 01/11/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Fuenterrabía (Guipúzcoa) se ha puesto, lamentablemente, en primera línea de las
malas noticias con el suicidio de Jokin y algún nuevo caso de acoso en el mismo
Instituto que está saltando a los medios de comunicación.
Hay programada una manifestación de padres y alumnos para concienciar a la
sociedad contra este fenómeno de violencia que afecta a las aulas, y la
consejera de Educación del Gobierno vasco ha anunciado diversas medidas que a mí
me parecen cosméticas y de puro parcheo, pero más vale algo que nada.
El problema está en ver cuáles son las causas por las que unos alumnos
carecen de los suficientes ingredientes morales y de conducta cívica como para
perseguir a compañeros suyos hasta llevarles a un grado de desesperación límite
o para que, por ejemplo, a pesar de que alguno de los casos haya cambiado de
centro, se ponga en marcha por los perseguidores, miméticamente, la misma
conducta coercitiva en el nuevo centro receptor de la víctima. La pregunta es
por qué suceden estos fenómenos, y si son nuevos o ya existían anteriormente,
aunque no afloraran, y analizar los componentes psicológicos, sociológicos y
culturales o antropológicos que desencadenan estas conductas. Es necesario ver
la etiología del problema para poder atajarlo con soluciones que lleven a
erradicar estos comportamientos, lo cual es la base de la educación, término que
etimológicamente significa conducir o llevar hacia un perfeccionamiento como
personas. En definitiva, corregir unas conductas para estimular otras más
positivas para sí mismos y para su entorno social.
Me voy a atrever a hacer una aproximación a lo que yo entiendo que está
produciendo una serie de desviaciones de conductas en segmentos de alumnado de
la Secundaria, cuyo origen es lo suficientemente complejo como para no poder
sintetizarlo en un este artículo.
Creo que la principal variable que provoca este tipo de conductas llamadas
disruptivas es la variable axiológica, es decir: la de la jerarquía de valores
que gobierna las mentes de nuestros adolescentes. Aunque también hay otras que
producen un desgobierno en nuestras aulas y una falta de orientación personal
que está en la base de la educación, como es el desdibujamiento que se ha
producido en la última década de la figura del tutor que es una referencia
fundamental para sus alumnos. El profesor que se dedica a tan vital tarea
controla, da pautas, guía a sus alumnos y sirve de puente con los padres. Hay
más factores que producen un caos comportamental del alumnado pero eludo el
riesgo de desbordar el espacio de un artículo como éste.
Me voy a centrar en la vertiente axiológica (de los valores cívicos y
humanos) de la educación, que ha estado y está en franco declive.
La secularización de la sociedad ha llevado a confundir separación
Iglesia-Estado con militancia laicista. Unamuno planteaba la distinción entre lo
que puede ser una actitud negadora de la trascendencia que predica la
antirreligiosidad –para él rechazable– con una secularización que no busca lo
antirreligioso sino que promueve la religiosidad íntima y profunda del ser
humano, con fuertes pilares cimentados en hondas convicciones. Por respeto a los
demás que pueden tener creencias o ideales distintos, es necesario que exista
una sociedad secularizada, pues una colectividad homogénea desde el prisma
religioso sería fundamentalista y dogmática como lo fue en tiempos de la
dictadura franquista y ahora en los países islámicos totalitarios. Por tanto, la
religiosidad es necesaria y esa religiosidad debe ser entendida en un sentido
amplio, no sólo en el cristiano aunque sea la fuente de nuestra civilización y
cultura dominante, muy positivo para la vertebración ética de nuestra sociedad.
Tan religioso puede ser un militante comunista que lucha por disolver las
profundas huellas de la desigualdad en el mundo o cambiar las bases de la actual
distribución de la riqueza mundial, es decir que busca la dignificación del ser
humano, como una persona que tiene en el Evangelio cristiano los componentes
fundamentales para la construcción de una sociedad más justa y humanizada.
¿Pero a dónde hemos ido a parar? Estamos en un erial axiológico donde
cualquier valor queda subsumido en las disolventes influencias de la llamada
televisión basura, o en la violencia contenida en la filmografía americana, por
las tendencias disgregracionales de un modelo de familia que está pasando de la
familia nuclear a la monoparental que apenas dispone de tiempo para atender a su
prole, o por el cada vez menor respeto existente a la persona como nido esencial
de la naturaleza humana, indisoluble, inviolable, intransferible y sujeto de
todos los derechos, o por la disolución del concepto de autoridad que no es lo
mismo que autoritarismo, y por haber desechado la disciplina y el esfuerzo como
ingredientes sustanciales de la formación de la personalidad.
El control compatible con el afecto corresponde a la acción educativa
parental. Pero como las tendencias dominantes son de calificar a estas
posiciones como regresivas y lo políticamente correcto no es la idea kantiana de
que no hay que hacer a los demás lo que no queremos que se nos haga a nosotros,
los que se transmiten a nuestra juventud no son valores fuertes, firmes, sólidos
sino endebles, basados en el menor esfuerzo, en los logros fáciles e inmediatos,
en la satisfacción hedonista no fundamentada en la satisfacción de la idea del
deber ser más que en el tener; sino en el consumismo y en el materialismo más
estéril que ahoga un espiritualismo y una identidad nacida en sentimientos y
afectos sanos. Y así no hay institución que eduque, todo lo más que instruya y
muchas veces ni eso.
A ello se añade en el País Vasco la situación demoledora de unos referentes
axiológicos inexistentes por la degradación moral en la que se desarrolla la
acción política vasca, en la que las víctimas, para algunos partidos, no son
susceptibles de amparo ni de apoyo más allá del reconocimiento de sus derechos
económicos; y donde se pone en el mismo nivel a un etarra destrozado por un
accidente con el artificio preparado para ejecutar un atentado, o a los presos
de ETA, que a las víctimas del mismo terrorismo. Una situación en la que los
territorios y las lenguas tienen más valor que las personas, y en la que los
proyectos nacionales se sobreponen a los derechos de los ciudadanos. Una
contexto donde el fin justifica los medios desde hace varias décadas de nuestra
historia próxima. Unos referentes de moral en virtud de los cuales un ex
presidente del Gobierno considera que hay que indultar por sus servicios
prestados –va en el sueldo– a quienes han utilizado el dinero de todos los
españoles en beneficio propio. O, en el ejemplario público que observan nuestros
adolescentes, otros con grado de ministriles de su Comunidad consideran normal
plantear un proyecto de reforma estatutaria que divide y enfrenta a las dos
grandes sensibilidades que operan en territorio vasco: la nacionalista y la no
nacionalista; gobernando a único beneficio de la primera mitad, etcétera.
Con esa ejemplaridad y con esa ética política, ¿qué vamos a pedir a nuestros
niños, adolescentes y jóvenes? Estos se convierten en la viva reproducción de lo
que se ven. Cada pueblo y sociedad tiene lo que merece en función de la
categoría moral de sus gobernantes que al final se convierte en regla para el
comportamiento de los ciudadanos a los que rigen.
Ernesto Ladrón de Guevara es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación y
portavoz de Unidad Alavesa