LA ELECCIÓN DEL NUEVO PAPA:DIOS A LA VISTA

 

 Artículo de CARLOS NADAL  en “La Vanguardia” del  10/04/2005

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


Del Papa Wojtyla se dijo que recordaba las maneras imperativas de un pontífice medieval. Y el largo y ceremonioso proceso de las honras fúnebres le ha envuelto en una aureola de grandeza litúrgica de connotaciones barrocas.

¿Moderno o antiguo, Juan Pablo II, renovador o conservador? A bote pronto, la respuesta salta, fácil, casi como una evidencia: es el Papa que ha cortado todo intento de reformismo. Pero estamos en una época de confusión verbal, en la cual los conceptos de progresismo y conservadurismo se intercambian semánticamente, algo que ocurre cuando hablamos de posmodernidad.

¿Qué es posmoderno, el aséptico Estado laico desposeído de condicionamientos ideológicos y de la soberanía como instancia indiscutible? ¿La privacidad radical, la degradación y dispersión social a causa de la función demoledora de fuerzas económicas mundializadas? ¿O posmoderno es también el renacer de las viejas doctrinas de salvación en la fe, la invocación literal del mensaje del Libro revelado (Biblia o Corán) de las religiones monoteístas así como la unión comunitaria religiosa emocional, en torno a guías carismáticos como respuesta al fracaso de una sucesión de frías propuestas pragmáticas sin capacidad de conmover, de seducir?

Si situamos al Papa Wojtyla en esta doble e irreconciliable interpretación de la posmodernidad, cabe decir de él que ha sido posmoderno. Para entenderlo así hay que ver su férrea voluntad de misión en el contexto tan actual del fundamentalismo religioso que crece y se extiende con batalladora vocación de proselitismo y reconversión, tanto en el mundo musulmán como en el cristiano. El radicalismo del integrismo islamista y el de los movimientos evangelistas. Ortega y Gasset dio en los años treinta aquel aviso de "Dios a la vista" sin saber de verdad la magnitud de lo que estaba anunciando. Ahora, vuelve la hora de Dios. Y el Papa polaco lo vio claro. ¿Cómo?

Lo vio porque venía de vivir el final de una dura y muy duradera batalla de dos siglos. La combatida con el ateísmo y el anticlericalismo militantes cuando habían llegado a su versión más estructurada y totalizadora: el Estado comunista, fundamentado en el materialismo dialéctico. Y al mirar hacia Occidente le vino una santa ira. La de verlo crecientemente sumido en el ateísmo práctico del agnosticismo y la indiferencia religiosa.Un Occidente sin enemigo para la Iglesia, en gran parte ni hostil ni receptivo. Captado por el materialismo blando de las "idolatrías" del consumo de bienes, del hedonismo y por el materialismo duro de la mundialización de las fuerzas económicas. Un Occidente que había dejado atrás la resaca del Holocausto, de Hiroshima y Nagasaki, de las deportaciones en masa y el Gulag; de los bombardeos de Coventry y Dresde y los delirios alemanes de la "herrenrasse" (la raza de señores).

Un Occidente que al mismo tiempo encontraba renovadas reservas para la aventura vital. Los derechos cívicos y humanos, la libertad. Y revoluciones de fondo como la igualdad de los sexos, exigida por la coparticipación en el mundo del trabajo, la actualización ineludible de los derechos civiles y los avances científicos en el control de la natalidad. En consecuencia, la apertura en las relaciones sexuales, sus efectos en la estructura familiar.

La santa ira del Papa polaco se rebeló también contra su propia Iglesia, a la que encontró desmotivada, desorientada sobre cómo realizar su misión en un mundo secularizado. El viejo dilema que le venía ya a la Iglesia de las crispadas relaciones con la modernidad anterior, liberal, nacionalista, racionalista o revolucionaria. Desde el "Non possumus" recalcitrante de Pío IX, desposeído de los estados pontificios, la Iglesia se debatía entre el "aggiornamento", la actualización, o el rechazo. Pactar con el mundo moderno, insertarse en él, o encerrarse en los muros de la fortaleza del integrismo doctrinal.

Juan Pablo II obró en diversas direcciones para superar esta dicotomía. Una consistía en cortar de raíz las dos maneras como parte de la Iglesia buscaba recuperar el vigor y la justificación de su mensaje en el mundo actual. La primera de estas maneras consistía en asumir, con real militancia evangélica, la responsabilidad de combatir la injusticia, la pobreza y la miseria en el mundo. Especialmente en Latinoamérica este propósito se concretó en la teología de la liberación de Gustavo Gutierrez, Leonardo Boff o del obispo Casaldàliga. Comportamiento que tuvo generosas y heroicas derivaciones que el padre Ellacuría y otros cinco jesuitas y el obispo Romero pagaron con su vida en El Salvador sin que en la Sede Apostólica se inmutaran. Otro intento de actualización que fue neutralizado es el de la llamada nueva teología. Se consideraron desviaciones inaceptables los trabajos de teólogos como Karl Rahner, Hans Küng o Schillebeeck.

Quedaban abiertas, frescas aún, las resoluciones del concilio Vaticano II. Los aires de renovación de "Gaudium et spes", que el dubitativo Pablo VI no supo encauzar mientras el mundo eclesial se dividía en reacciones encontradas. Y Juan Pablo II, cuyo temperamento no era dado precisamente a la duda, hizo con la doctrina conciliar algo parecido a lo que los comunistas chinos han hecho con Mao: proclamarse continuadores fieles de su legado doctrinal sin tenerlo más en cuenta.

¿Qué hizo, pues, el Papa Wojtyla? Enderezar el árbol que consideraba torcido. ¿Cómo? Entrando en cierta manera en los métodos de los fundamentalismos religiosos posmodernos. Disponía de una Iglesia jerarquizada, de fuerte penetración capilar mediante las ramificaciones diocesanas, parroquiales, de las congregaciones religiosas, de las múltiples organizaciones seculares. Se trataba de restablecer la disciplina. Pero en esta Iglesia jerarquizada, el Papa se reservó el papel de principal actor de la "nueva evangelización". Portador personal del gran mensaje, agitador de la fe y misionero apostólico como ganador de todos los récords en países y continentes visitados, en muchedumbres reunidas, en encíclicas y documentos escritos, en audiencias concedidas, en la elevación de santos a los altares.

Era un pontífice para una época de masas, de amplificación múltiple de los hechos en los medios de comunicación. El poder de la imagen. Hasta el recogimiento, la interiorización devota mostrada en medio del vocerío de la muchedumbre, los cánticos, la oración colectiva y la euforia de la gestualización colectiva. ¿No son los recursos de los líderes evangelistas, de los telepredicadores, su religiosidad del espectáculo, el mensaje directo, simplificado y la salvación por la praxis?

Juan Pablo II se ha servido a fondo de su excepcionalidad personal. Sólo la religión católica dispone de una cabeza visible de rango supremo que lo haga posible. La "auctoritas" y la piedad visibles en un jefe carismático. Pero el proselitismo musulmán, el de mayor éxito actualmente, y el neoevangelista, sobre todo norteamericano, tienen a su favor la proliferación de grupos autónomos dotados de un gran dinamismo en casi todo el mundo. Un activismo con el cual el evangelismo fundamentalista compite con creciente éxito en la gran reserva humana del catolicismo que es Latinoamérica. Por esto el Papa Wojtyla supo ver la utilidad de los movimientos católicos de cristianización. Opus Dei, Legionarios de Cristo, neocatecúmenos, focolares, Comunión y Liberación, etcétera.

El campo queda abierto con amplitud mundial. Es el gran envite para quien entre cardenal y salga Papa del cónclave en la capilla Sixtina.