UNA NUEVA COMUNIÓN

 

 Artículo de Antoni Puigverd en “La Vanguardia” del 14/03/05

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

La elección del sabio y bondadoso obispo Blázquez como presidente de la Conferencia Episcopal se ha producido en una semana política repleta de ritos emotivos.

En Barcelona, aparcaba en un remanso reflexivo la crisis del Carmel, que ha demostrado que la mayoría de los políticos están perdiendo olfato y no acaban de captar el aire de los tiempos. Y en Madrid se realizaban los actos de conmemoración del primer aniversario del colosal atentado de Atocha.

Una encomiable austeridad formal subrayó la extraordinaria intensidad funeral de la tragedia. En los discursos de la cumbre antiterrorista, Juan Carlos I se refirió a la lucha contra el terror en términos de "imperativo moral", Kofi Annan reclamó la necesidad de combatir el mal del terror sin atentar contra el bien de los derechos humanos; y el presidente Zapatero insistió en su bienintencionada propuesta de "alianza de civilizaciones".

No hay que tener el ojo muy clínico para observar la consolidación de un fenómeno que al obispo Blázquez no debe de pasarle desapercibido: los dirigentes laicos usan cada vez con más soltura el lenguaje de los valores morales.

Diríase que los líderes están sintetizando el púlpito y el ágora. Diríase, incluso, que el vacío que la religión católica ha dejado lo está ocupando una especie de religión laica. Una comunión humana sin Dios, aunque con gran énfasis litúrgico.

Una manera laica, pero muy lírica, muy emotiva, de compartir el destino trágico de la sociedad, de la humanidad. Una vivencia comunitaria en la que instituciones públicas, medios de comunicación y ciudadanía se articulan en forma de iglesia.

Fuera del templo laico, la vida es dura. Muy competitiva, repleta de dificultades, obligaciones e inquietudes. Y repleta también de compensaciones sensuales.

Montañas de objetos, de sexualizadas invitaciones al goce, de ofertas de ocio audiovisual, gastronómico o turístico aparecen ante la ciudadanía a la manera de un incensante mecanismo de compensación.

Derrotada por completo la Iglesia católica en tanto que impulsora de la moral social; y derrotadas las viejas ideologías que sustituyeron a la religión (marxismo, racionalismo crítico), existía un vacío en la sociedad española (una sociedad occidental, sí, pero acostumbrada durante muchos siglos al imperio de una moral religiosa que, de repente, con la explosión del consumo, se esfumó de la vida cotidiana).

El vacío moral apenas ha preocupado a intelectuales y políticos durante años.

Al contrario, han contribuido gozosamente a afianzarlo. Nada ha tenido más prestigio social en este país que el relativismo ideológico imperante en el discurso cultural y periodístico: el culto a la provocación, el humor disolvente, el cinismo pragmático, el cultivo de las flores del mal.

Diversas opciones han intentado, sin embargo, llenar este vacío. Casi todas ellas respondían a un rebote nostálgico, a un instinto regresivo, a la añoranza del cálido hogar paterno.

Se trataba de llenar el vacío presente con las seguridades del pasado. El catolicismo abandonó las veleidades liberales y devino decididamente integrista (y el ímpetu de Juan Pablo II, procedente de un catolicismo en lucha contra el marxismo, contribuyó decisivamente a confirmar el viraje).

Los nacionalismos catalán y vasco apelaron cada vez con más énfasis a la raíz primera: a la tradición, a la tribu, a las piedras antiguas. La historia como fuente de seguridad ante las incertidumbres del presente.

Finalmente, la alianza que protagonizó Aznar entre catolicismo y nacionalismo español evocaba épocas más que estables: autoritarias. Los gestos épicos del pasado contra las melifluas imposturas contemporáneas.

Pero el vacío seguía existiendo en la sociedad española, puesto que los regresos al pasado acostumbran a ser más decorativos que efectivos. Cierto: los nacionalismos se expanden combativamente, tensando las sociedades de manera muy maniquea.

Pero el vacío de las sociedades presentes no se rellena con este tipo de tensiones, si, de repente, nuevos peligros que amenazan con destrozar el sistemaa parecen en el horizonte: invisibles, inquietantes, tremendamente destructivos. Sucedió en Nueva York y después en Madrid.

Automáticamente, la inseguridad se convierte en el sentimiento social determinante (hasta el punto que las tensiones nacionalistas parecen miniaturas). De las cenizas de Manhattan y de Atocha emergen los mártires de esta nueva religión laica.

Asustada, la sociedad busca un refugio. No en las vetustas bóvedas eclesiásticas. Sino en las portentosas bóvedas virtuales de la televisión. En el templo de los medios de comunicación contemporáneos es donde ahora se comparte el dolor de las víctimas y se conjuran los miedos modernos.

Algunos políticos, acostumbrados a las formas de gestión ilustrada, racionalista, no se han dado cuenta de ello. El drama del Carmel (a pesar de que no hay propiamente víctimas, sino damnificados) demuestra que la falta de respuesta al impacto sentimental de un desastre acaba eclipsando la gestión técnica del mismo.

Mucho más importante que la promesa de reformar el Carmel, era la necesidad de purgar penitencialmente las responsabilidades. Lo esencial es compartir en el templo mediático el dolor de las víctimas.

Las víctimas se han convertido en el sagrario contemporáneo: en el vínculo simbólico que permite restablecer lazos comunitarios en este presente tan extraño e incierto.