EL NUEVO IRAK
Editorial de “ABC” del 09/06/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
La aprobación por parte del Consejo de Seguridad
de Naciones Unidas de la resolución definitiva sobre el nuevo Irak abre la
esperanza a una etapa de colaboración multilateral para afrontar crisis futuras.
Ayer no estaba sólo en juego el reencuentro de dos potencias —Estados Unidos y
Francia—, sino también la capacidad de la ONU para seguir asumiendo con eficacia
las responsabilidades de su Carta fundacional. Y si algo ha reflejado el curso
de las negociaciones para cerrar esta resolución es que el papel de pacificador
y legislador mundial que se reclama para la ONU sigue dependiendo de la
coincidencia de intereses de los cinco miembros permanentes, paradoja
insuperable para quienes subliman el prestigio de esta organización, muy por
encima de sus méritos reales. En todo caso, ha habido acuerdo sobre Irak con las
condiciones que interesaban a EE.UU., a los países opuestos a la guerra y al
Gobierno iraquí. Es posible interpretar la resolución en el sentido de que no da
a la ONU el control político y militar de la situación, pero que así haya sido
es coherente con la devolución de la soberanía a Irak y el reconocimiento de la
legitimidad del Gobierno interino.
Lo incoherente era pedirle a la ONU una dirección que no quería tomar y, al
mismo tiempo, exigir para Irak una soberanía que de las fuerzas ocupantes habría
pasado a la ONU si se hubiera cumplido la primera condición. Por eso, esta nueva
resolución ha optado por la vía directa de restaurar la soberanía de Irak, dando
a Naciones Unidas el papel arbitral que le corresponde, y a las potencias
ocupantes, la condición de fuerza multinacional bajo su amparo, que ya les fue
reconocida en la resolución 1.511 (apartados 13 y 25).
Alcanzado este acuerdo, una valoración seria y con perspectiva de lo sucedido
desde marzo de 2003 no puede ignorar la dimensión estratégica que tiene el
surgimiento de una nueva democracia —incipiente e imperfecta, pero democracia al
fin y al cabo— en una región aprisionada por repúblicas integristas, regímenes
dictatoriales y monarquías feudales, que, antes o ahora, han actuado, todos,
como patrocinadores u organizadores de grupos terroristas. Con estos vecinos,
resulta un sarcasmo inadmisible afirmar que el nuevo Irak democrático se va a
convertir en un vivero de terroristas o en una fuente de amenazas para las
democracias occidentales. Para ganar la paz y derrotar al terrorismo, el mejor
instrumento político es la democracia, y su extensión a todas las regiones del
mundo debería ser el objetivo de este nuevo clima de entendimiento entre las
potencias. El terrorismo integrista pudo no tener relaciones con la dictadura de
Sadam Husein, pero lo importante es que, para el futuro, el nuevo Irak aparezca
como un terreno hostil en el mapa terrorista de Al Qaida. Por las mismas razones
por las que Bin Laden ha de sentirse defraudado, la resolución de la ONU también
debe constituir una victoria para los millones de musulmanes que luchan por la
democratización de sus Estados, cuyas aspiraciones de libertad y progreso son
las primeras víctimas del integrismo violento. El mantenimiento de la discordia
en el Consejo de Seguridad habría sido un motivo de desesperanza para quienes
pretenden un cambio político del mundo musulmán.
La resolución ha sido fruto de un esfuerzo colectivo, acuciado por las
necesidades de los ocupantes y de sus adversarios y también por las justas
demandas del pueblo iraquí. En la trastienda de la negociación se han movido los
intereses de los grandes Estados, y este acuerdo tendrá su repercusión en la
posición internacional de todos ellos y, por supuesto, de España. Antes o
después se notarán los efectos de que en las relaciones diplomáticas se prefiere
antes al adversario coherente que al socio desleal. También se verá que, por
razones de cálculo electoral y rentabilidad de imagen, el Gobierno de Rodríguez
Zapatero ha puesto a España fuera del carril por el que va a circular la
cooperación de los Estados con capacidad de influencia. Si la repatriación de
las tropas fue un error, la actitud con que el Gobierno socialista ha acogido la
nueva resolución agrava las consecuencias de su torpeza. Zapatero ha dejado
claro en varias ocasiones que no cree en la ONU. La primera vez, en el Congreso,
cuando desde la oposición anunció que, con resolución de la ONU o sin ella, no
apoyaría la intervención en Irak. La segunda, cuando en la declaración que
anunciaba la repatriación de los soldados aseguró que tenía la certeza de que no
habría resolución antes del 30 de junio. La tercera, cuando, con aire de
suficiencia y en presencia del jefe de Gobierno danés, reprochó a la nueva
resolución falta de ambición. Ningún dirigente democrático con criterio ha
formulado objeciones similares.
La política exterior de España no puede quedar reducida a la diplomacia virtual
que está desarrollando el nuevo Gobierno, satisfecho, según su ministro de
Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, con creerse que la repatriación fue
el detonante del acuerdo del Consejo o con exhibir aportaciones a la nueva
resolución muy bien intencionadas, pero de segunda mano, porque ya estaban
contenidas en resoluciones anteriores, como la aplicación del Derecho
internacional humanitario a la fuerza multinacional (resolución 1.483, apartado
5) o el informe periódico que esa fuerza debe dar a la ONU (1.511, apartado 25).
Entre la foto de las Azores y la irrelevancia absoluta en la que ha quedado
España había un término medio que Zapatero ha desperdiciado.