POLÍTICA HIPOTECADA O POLÍTICA LIBERADA
Artículo de JOSEBA ARREGI en “El Correo” del 18/09/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Es
de sobra sabido que no es posible hacer política como si la Historia comenzara
cada día de nuevo, aunque haya sido el sueño de los revolucionarios totalitarios
o nihilistas en busca del hombre nuevo, la nueva sociedad, la sociedad pura, y
siga siendo la ilusión de algunos irreformables que siguen buscando lo mismo
bajo fórmulas disimuladas de nacionalismo de distintas clases.
Pero el peso de la Historia como condición de la libertad política no puede ni
debe ser nunca excusa para aceptar hipotecas indebidas, nacidas del chantaje, y
que impiden el mínimo de libertad necesaria a la hora de actuar políticamente.
Las hipotecas históricas pretenden determinar el futuro político, negando el
mínimo de libertad posible históricamente a la hora de proyectar ese futuro.
La política vasca ha contado, desde la transición, con una gran hipoteca: la
violencia terrorista de ETA. Se ha tratado de una hipoteca que era preciso
resolver, gestionar, cancelar y anular para poder construir en libertad nuestro
futuro. El punto de partida para ello fue el Estatuto de Gernika, como
instrumento en cuyo marco debía producirse la cancelación de la hipoteca que era
la violencia terrorista. Y aunque el núcleo del Estatuto lo constituía el pacto
interno entre vascos que veían a Euskadi y se definían a sí mismos de formas
distintas, y en ese sentido era de todos los que lo pactaron, se privilegió por
parte de todos los partidos y de los poderes del Estado al nacionalismo vasco,
al PNV, como gestor y líder de la cancelación de la hipoteca terrorista: nada se
podía hacer en ese terreno que no tuviera la aprobación del PNV.
Visto desde la perspectiva del momento actual se puede afirmar que el
nacionalismo vasco no ha sido un buen gestor de esa encomienda, aunque durante
mucho tiempo el nacionalismo institucional, los nacionalistas que representaban
y encarnaban las instituciones vascas, fueran lo que en inglés se denomina
'honest broker', unos gestores honrados de la tarea encomendada, desarrollando
el instrumento que era el Estatuto y marcando una clara línea de diferencia
respecto al terrorismo. Pero las decisiones nacionalistas de estos últimos años
promovieron la pirueta mortal de convertir la hipoteca de la violencia
terrorista en un crédito del conjunto del nacionalismo vasco contra el resto de
ciudadanos vascos, haciendo de éstos simples deudores.
O dicho de otro modo: el nacionalismo vasco que había recibido la prima de ser
el gestor privilegiado para cancelar la hipoteca de la violencia terrorista con
el instrumento del Estatuto y sobre su base -y preciso es reconocer que hubo
deslealtad en su cumplimiento también por parte de los distintos gobiernos
centrales y de las distintas mayorías parlamentarias- quiso cambiar la hipoteca
convirtiendo a los deudores -los violentos- en acreedores, y a éstos,
especialmente a los vascos no nacionalistas y a las víctimas y amenazados, en
deudores.
De esa pirueta mortal del nacionalismo vasco -que va desde la doctrina de la
necesaria negociación política con ETA a los acuerdos de Estella/Lizarra, a los
papeles firmados con una ETA en tregua y hasta el plan Ibarretxe- se deriva la
continuidad de la política vasca hipotecada: toda la política vasca -y española-
debe tener una única dirección, satisfacer las demandas nacionalistas; en esa
dirección, lo que cuenta son las demandas de los más radicales; y ahondando en
la misma dirección, el esfuerzo máximo debe ir dirigido a que los radicales den
un espaldarazo a las vías políticas -votando el plan Ibarretxe-; y ahondando aún
más en la misma línea, la política, en su meollo fundamental, debe ir dirigida a
que los terroristas obtengan la ganancia suficiente que les permita abandonar la
violencia, como indicó recientemente el lehendakari colocando su plan como la
condición cuya satisfacción acarrearía el fin de la violencia.
Lo que debiera ser exigencia mínima para participar en la vida democrática,
condenar la violencia y renunciar al uso ilegítimo del terrorismo, se transforma
en crédito a cobrar a los vascos no nacionalistas y a las víctimas de ETA.
Aunque el nacionalismo vasco se haya empeñado en imbuir a la sociedad vasca, y
española, la idea de que la culpa de no haber podido cancelar la hipoteca del
terrorismo se debe al instrumento pactado en la transición, al Estatuto de
Gernika, lo cierto es que cuando al nacionalismo vaco se le ha retirado la prima
de la que ha gozado para resolver el problema terrorista, y los partidos PP y
PSOE han acordado asumir directamente la anulación de la hipoteca, la derrota
del terrorismo, ésta se ha visto como posible sin tener que atribuir el fracaso
al Estatuto de Gernika. Al contrario, la necesidad de poner a disposición el
Estatuto ha formado parte de la pirueta que ha pretendido convertir la hipoteca
del terrorismo en deuda a cobrar a los amenazados por la misma.
Haber desenmascarado la hipoteca como tal, el haber desenmascarado la pirueta
mortal del nacionalismo vasco que trataba de convertir la hipoteca en deuda a
cobrar coloca la política vasca en una situación nueva, liberada de dicha
hipoteca, a pesar de los esfuerzos del nacionalismo por mantenerla viva. Y esta
nueva libertad conquistada abre el horizonte para ver que el paso que falta en
estos momentos para normalizar la política vasca no radica en seguir
-convencidamente o por simple cálculo electoral- estérilmente atrapado en la
idea de facilitar el aterrizaje a quienes han sido incapaces de cumplir con el
requisito mínimo para vivir en democracia, la condena de la violencia y la
renuncia a su uso ilegítimo, sino en romper la muralla que sigue impidiendo que
en las elecciones autonómicas, en las que se juega, al parecer, permanentemente
la definición de la sociedad vasca, un porcentaje suficiente de ciudadanos vote
sin tener en cuenta el alienamiento en el bloque nacionalista o en el bloque no
nacionalista.
La sociedad vasca será políticamente normal el día en que exista un porcentaje
suficiente de ciudadanos que pueda pasar de votar nacionalista a votar
socialista o PP en las autonómicas, y a la inversa: cuando un porcentaje
suficiente pueda pasar de votar siempre PP o PSE a votar algún partido
nacionalista.
La superación de la muralla que hoy todavía existe en las elecciones autonómicas
y que hace que la sociedad vasca no termine de estar normalizada políticamente,
significaría que hemos dejado de creer que en cada elección autonómica está en
juego el ser o no ser de la sociedad vasca, la definición de su identidad.
Significaría que todos los partidos democráticos actúan dentro del mismo campo,
dentro de los mismos supuestos, compartiendo la misma gramática institucional
que hace posible el diálogo democrático.
Todos los movimientos deben empezar por alguna parte, puesto que es imposible
que la Historia coloque a todos en las mismas condiciones de partida. La
historia vasca a partir de la transición sitúa al nacionalismo vasco en la
posición de haber gobernado siempre, mientras que los otros o no han gobernado o
lo han hecho como acompañantes. El movimiento debiera empezar, por lo tanto, del
campo nacionalista hacia el otro, hacia el campo de los partidos
constitucionales. Pero para que termine siendo un verdadero movimiento, no para
consolidar otro tipo de muralla, sino para alcanzar la higiene democrática de
hacer posibles los cambios de gobierno con relativa facilidad, siempre en
función de los programas para resolver los problemas de la vida diaria, y no
para resolver las cuestiones metafísicas de ser o no ser que no tienen
respuesta.
El nacionalismo vasco corre el peligro hoy de ser, aunque sea inconscientemente
y por razones electorales, el que siga dando vida, no al terrorismo que depende
sustancialmente de quienes lo practican y lo predican, pero sí a que ello
suponga una hipoteca que pretenda determinar la política vasca. Es hora de abrir
otro capítulo.