DE DIOS Y DE DIOSES


Artículo de JOSEBA ARREGI en "El Correo" del 5 de noviembre de 2001

La cultura moderna, occidental, aquella que había creído haberse librado de Dios para siempre, del Dios voluntad pura y arbitraria, del Dios predestinador que la había condenado a la inseguridad existencial suprema respecto a lo que más la concernía, su propia salvación, vuelve a encontrarse con Dios, con algún dios. De nada le ha valido fundamentarse en la ciencia que funciona ‘etsi Deus non daretur’, como si Dios no existiera. Tampoco le ha valido de mucho construir su sociedad desde la separación del espacio público y el espacio privado, estando Dios, cualquier dios, restringido al espacio privado y ser así irrelevante para la política, para el espacio público en el que reina la aconfesionalidad, la neutralidad confesional, religiosa, porque no es el lugar de los dioses, sean los que sean.

Tampoco parece que le haya valido de mucho haber construido una cultura en la que, como consecuencia de la separación del espacio público y el espacio privado, ha sido capaz de distinguir la ciencia de los valores, la política de la ética, el derecho de la moral, el ser del deber ser, contruyendo así los espacios modernos de libertad.

Y parece que no le ha valido mucho porque de nuevo tiene enfrente a Dios, se ve enfrentada la cultura moderna a Dios. Y no a un Dios cualquiera, sino a un Dios todopoderoso, a un Dios que no admite ningún otro Dios, a un Dios celoso de su unicidad, como el Yahvéh del Antiguo Testamento, al que, sin embargo, los creyentes invocan llamándolo el misericordioso.

Es una batalla, ideológica, necesaria si la cultura moderna quiere conservar lo que ha conquistado en los últimos siglos, si la cultura moderna quiere preservar los espacios de libertad que se le han abierto a partir de la conquista de la libertad de conciencia que sólo es concebible desterrando a Dios del espacio público y haciéndole su sitio, garantizado en la opción personal de cada uno, en el espacio privado. Ésa es la libertad que conocemos, ésa es la libertad que hemos conquistado en Occidente y que, aun reconociendo que no es el fin de la Historia, que no es el valor absoluto, que, teóricamente al menos, puede haber otras formas de modernidad -aunque quienes lo afirman, aparte de hacerlo, algún esfuerzo debieran hacer para mostrarlo-, que no es universal por definición, debiéramos defender, siendo plenamente conscientes de que defender esa cultura que ha conquistado esos espacios de libertad bajo esas premisas no debe significar un derecho preferente en el plano económico y en el plano político.

Pero el enemigo de las libertades conquistadas no sólo está enfrente. Está también dentro. En la propia cultura moderna. Porque, recordando y parafraseando a Nietzsche, no sólo es verdad que Dios ha muerto, sino que también es verdad que los humanos nos negamos a aceptarlo. Y esa negativa está presente y materializada en los múltiples endiosamientos que en la propia cultura moderna se han ido produciendo para llenar el vacío público del Dios enviado al destierro, y a la irrelevancia, de la privacidad.

Dos dioses producidos por la modernidad, típicos de la cultura moderna y características estructurales de ella, pueden ser destacados de entre todos los demás. El Dios-Moloch del Estado nacional integral, producto de la absolutización de lo político, fruto de un nacionalismo que eleva a dogma de fe la contraposición de amigo-enemigo, que hace que desaparezca el yo individual en el sujeto colectivo, en el grupo, único válido, y que vive de chupar la sangre de todos aquellos que mueren y matan por la patria.

Y el Dios del mercado, ese otro soberano absoluto que impone sus leyes despiadadas sin afección de personas, ni de circunstancias, ni de condiciones, leyes implacables que amenazan con el fuego de la pobreza y el no crecimiento caso de pecar contra sus disposiciones y que, como muy acertadamente lo observara San Pablo, produce necesariamente excluidos como la Ley de la Torah producía necesariamente pecadores.

Creíamos que nos habíamos librado de Dios y del diablo -en el espacio público- para siempre. Pero la concupiscencia humana produce religión, produce dioses constantemente. Y no sería bueno que entendiéramos la situación planteada a nivel global como una batalla entre dioses, sino como una confrontación entre un proyecto que pretende construir un espacio público de convivencia desde la libertad de conciencia, y por esa razón un proyecto laico, aconfesisonal, relativo, y por otro lado proyectos que niegan esa relatividad, que abierta u ocultamente pretenden introducir alguna forma de confesionalidad -algún dios, la nación, el mercado- desde fuera o desde dentro de la propia cultura moderna.

El filósofo Hans Jonas, muerto hace pocos años, alemán judío, se pregunta en uno de sus trabajos si es posible pensar en Dios y hablar de él después de Auschwitz. Se pregunta si Dios, siendo todopoderoso, no debiera haber impedido esa terrible tragedia, casi inefable, dando la vuelta, o quizás en acuerdo perfecto, con aquel otro judío que a gritos reclamaba la existencia de Dios para que hubiera alguien a quien poder hacerle culpable de haber permitido que ocurriera el Holocausto.

Pues bien, Hans Jonas dice que la única forma de hablar de Dios después de Auschwitz es pensándolo como Dios débil. Si dios es omnipotente, si Dios es perfecto, si Dios es absoluto, el Holocausto pierde todo su sentido, no es humano, ni es entendible de ninguna forma, la tragedia no podía, no debía haber sucedido, pues Él no lo podría haber permitido en su omnipotencia, en su perfección, en su ser absoluto: «Sólo desde una concepción de Dios como alguien totalmente incomprensible se puede decir que sea al mismo tiempo absolutamente bueno y absolutamente poderoso, y que permite que el mundo sea como es... bondad absoluta, poder absoluto y comprensibilidad se hallan en una relación mutua de forma que la vinculación de dos de ellos hace la tecera afirmación imposible».

El hombre se ha hecho a sí mismo a la imagen y semejanza del Dios que adora o del Dios que destrona. Si ese Dios es omnipotente y absoluto, así será el hombre que le sirve, o el hombre que lo destituye. Por eso lo importante no es destronar o destituir a Dios, ni lo importante radica en creer o no en él. Lo importante es concebir a Dios, tanto si se cree en él como si se le destierra, como alguien débil, capaz de sufrir, de incurrir en la falta de humanidad, y todo ello a condición de recordarle al ser humano los límites de su propia humanidad, y los límites de todas sus construcciones, sean ideologías de libertad y de justicia, sean figuraciones de nación, sean destinos legitimados por algún Dios, con mayúscula o con minúscula, reconocido u oculto. Y quizá sean éstos, los ocultos, los más peligrosos, los que se presentan con faz de humanismo total.