ESPAÑA
Artículo de JOSEBA ARREGI en “El Correo” del 07.09.2003
Cuando se va acercando el 25 aniversario de la
aprobación de la Constitución española, España, las distintas visiones posibles
de España, vuelven a ser un tema de debate de primera importancia. Quizá, entre
otras cosas, porque algunos tanto lo han querido evitar. Convendría recordar las
palabras de María Zambrano: «¿Qué español es ese inquietarse por España!». Sin
que tengan ningún valor estadístico, no deja de ser significativo que dos serios
trabajos sobre la historia de España lleven como título La angustia de España
(Javier Tusell) y Mater dolorosa , el extraordinario estudio de José Álvarez
Junco acerca de la formación histórica de la idea de nación española.
Nada debiera tener de sorprendente ni nadie debiera estar temeroso ante un
debate así en unos momentos en los que, como mínimo, se puede decir que el
núcleo en torno al cual se ha articulado la conceptualización moderna de la
política, el Estado nacional y la soberanía que le sirve de sustento, está
inmerso en un proceso de profunda transformación. Transformación no significa
que desaparezca el Estado. Transformación no significa que desaparezcan las
naciones. Transformación significa que la vinculación de necesidad que ha
establecido la modernidad entre una nación y un Estado, sustentándolas en el
principio de soberanía, va debilitándose, sin que se vislumbre con exactitud
hacia dónde va el camino. Transformación significa que el concepto de soberanía,
con todos sus supuestos absolutistas, ha hecho crisis por todas partes.
El concepto de España está, pues, sobre la mesa de debate. Desde la evidencia de
que debiera ser posible tener distintas ideas, distintas visiones de España,
incluso sin tocar para nada los textos constituyentes pues su lectura da para
más de una visión, hasta la alternativa en la que parece que desemboca, por
ahora, el debate: la idea de una España plural consagrada por la Constitución
frente a la idea de una España centralista, uniforme y homogénea.
La primera conclusión que se puede extraer, ingenuamente al menos, de la forma
en que parece que va estableciéndose el debate, es que nadie pone en cuestión la
existencia de España como Estado, aunque desde algunos nacionalismos periféricos
se haya puesto en cuestión, de forma absurda, la existencia de España como
nación, frente a la indudable realidad de las naciones catalana y vasca. Pero,
como digo, parece que un primer resultado provisional de cómo se están
planteando las cosas es que nadie pone en duda la existencia de España como
Estado ni su unidad.
Una segunda conclusión, quizá no tan evidente, es que si es posible que existan
distintas visiones de España, tan rechazable es la pretensión de normatividad
exclusiva de una visión de España, como tienden a hacerlo el PP y el Gobierno
actual, como rechazable es que sólo la interpretación dinámica, expansiva de los
poderes autonómicos sea la única de obligado cumplimiento, la única forma de
leer y entender la Constitución. Al contrario: si la pluralidad de visiones de
España es posible, es preciso conceder que la interpretación que asegura no
negar la estructura autonómica del Estado, la que ha avanzado, aunque no haya
satisfecho todas las apetencias, en la financiación autonómica, la que ha
dirigido la renovación indefinida del Concierto Económico vasco en condiciones
inmejorables, es también legítima. Dicho lo cual, se puede añadir que el PP y el
actual Gobierno actúan con tics, con modos, con gestos que justifican la imagen
de unitaristas a ultranza que perciben muchos ciudadanos, aunque en la práctica
sustantiva no se diferencien en nada de anteriores gobiernos socialistas.
¿En qué radica entonces el debate? ¿Dónde se sitúa la discusión? Desde el
Partido Socialista y desde los nacionalismos periféricos se afirma, y con razón,
que el PP y su Gobierno se han apropiado de la idea de España en una lectura
restrictiva de la Constitución, haciendo de esa idea partidista una norma
obligatoria para todos, y expulsando fuera del acuerdo constitucional a quienes
no están dispuestos a compartir esa visión normativa de España, y mezclando todo
ello con el rechazo a la violencia terrorista. No se trataría en este caso tanto
de un neocentralismo como de una instrumentación partidista de lo que pertenece
al conjunto de la ciudadanía española.
A esta instrumentación partidista de la idea de España que llevan a cabo el PP y
el Gobierno actual se añade la crítica de que tratan de aprovecharse, de
resucitar o de infundir un neonacionalismo español negador de las diferencias
reales existentes en España, y todo ello con vistas a ganar las elecciones
generales próximas, por cálculo electoral partidista. Este conjunto de críticas
implica que quienes defienden una visión de España distinta, respetuosa con la
plurinacionalidad, lo hacen desde posiciones asépticas, sin ningún ansia de
poder, sin instrumentación partidista de ninguna clase, sin cálculo electoral
alguno y sin caer en la tentación de conectar con sentimientos de identidad, con
procesos identificatorios nacionalistas.
La crítica a esta posición por parte de quienes, con legitimidad, tienen otra
visión de España -de lo contrario estaríamos ante la misma pretensión de
normatividad de la visión propia particular de la que se acusa con razón al PP-
es que termina estableciendo como principio invariable y como exclusiva medida
de la correcta interpretación de la Constitución el principio de autogobierno
como único democrático consagrado por la Constitución y sin limitaciones de
ninguna clase. Es decir: ¿qué queda de la afirmación de la existencia de España
como Estado si vía reconocimiento de las naciones catalana y vasca, y vía
aplicación del principio exclusivo de aumento indefinido de autogobierno, al
final no queda más que la mera afirmación del Estado sin realidad sustantiva
alguna? Pregunta que se refiere no sólo al Estado, sino a la libertad de los
ciudadanos, pues el principio de autogobierno no puede nunca, en democracia, ser
indiscutible, sino puesto siempre al servicio de la libertad de los ciudadanos,
libertad que vive de la existencia de diversos ámbitos superpuestos e
íntimamente imbricados de poder político. Quizá debieran hacer más hincapié en
que una visión plurinacional de España está abocada a un Estado más cohesionado,
más fuerte.
Si el debate quiere ser serio y servir para hacer de España algo moderno,
dinámico y con capacidad de futuro, quienes defienden la visión de una España
plural, distinta a la idea del PP y del Gobierno actual, deben tomar en serio la
pregunta crítica, al igual que deben tomar en serio que ellos tampoco están
libres ni de apetencias de poder, ni de pescar en las turbias aguas de
sentimientos de identidad, de identificaciones nacionalistas. Y al igual que
debiera quedar claro que su visión de una España plural en lugar de debilitar el
Estado lo consolida y fortalece, debiera ser capaz esta visión de plantear con
claridad que España será plurinacional en la medida en que las naciones que la
constituyen, especialmente las que reclaman el reconocimiento de la
plurinacionalidad, se sepan y se institucionalicen desde el reconocimiento de su
propia pluralidad interna. No podrá haber la una sin la otra, ni viceversa.
Pero si nos atenemos a la primera conclusión citada, si se alcanza la capacidad
de no negar legitimidad a ninguna de las visiones de España en la medida en que
no juegan al debilitamiento total del Estado para mantener sólo una mera
apariencia, el debate podría servir para ir fraguando un proyecto de Estado
ilusionante, dinámico, capaz de extraer las mejores posibilidades de la
Constitución del 78. Mucho me temo que algunos nacionalismos nunca se apuntarán
a este proyecto, ni siquiera al debate serio, sino que justificarán la sospecha
del PP y del actual Gobierno de que lo que buscan es el debilitamiento del
Estado para poder crecer ellos como sustitutos en el vacío que fuera surgiendo,
mimetizando el nacionalismo de Estado.
Se equivocan profundamente el PP y el actual Gobierno cuando colocan cualquier
diferencia en la lectura y la interpretación de la Constitución bajo la sospecha
de estar haciendo el juego a los nacionalismos independentistas. Están ahogando
la Constitución Se equivocan también quienes defienden una visión pluralista de
España, quienes creen en un proyecto más abierto y dinámico de España cuando
reducen la posición del PP y de su Gobierno a mero interés partidista, a mera
manipulación de la realidad del terrorismo y, no ven que puede existir una
visión de España tan legítima como la suya, y necesaria en una democracia
plural, en la medida en que no erosione sustancialmente las previsiones
autonómicas de la Constitución, algo distinto al rechazo que provocan actitudes,
tics, formas, maneras y afirmaciones de los dirigentes actuales del PP y del
Gobierno.
Ojalá este debate, colocado en el contexto de un proceso de construcción de la
Unión Europea, bastante descafeinado por cierto, sirva para tratar de aplicar lo
que escribe el filósofo francés Bernard-Henri Levy en un ensayo publicado en un
número especial de Time International dedicado a Europa: «Europa, en otras
palabras, no es la realización de la forma definitiva de comunidad, de la que la
nación, la región o Dios-sabe-qué no eran más que borradores. Europa es el
principio que recuerda a cada comunidad, especialmente a una nacional, que la
comunidad verdadera no existe y que esa idea no es, en definitiva, más que un
sueño arrogante y sangriento».