EL ALMA DE EUROPA

 

  Artículo de JOSEBA ARREGI en “El Correo” del 18.09.2003

 

Dicen algunos mentideros políticos que en la última reunión de jefes de Estado y de primeros ministros europeos en el norte de Italia, en las orillas del lago Como, el ministro de Exteriores polaco se posicionó vehementemente contra el borrador de Constitución europea, criticando radicalmente el reparto de poder que se prevé en dicho borrador, ampliando así el frente de los llamados pequeños países que se rebelan contra la hegemonía que pretenden establecer los grandes sobre la Europa futura, especialmente contra el llamado eje franco-alemán.

También se ha sabido que el presidente español, José María Aznar, ha planteado la conveniencia de hacer alguna referencia al legado cristiano en el preámbulo de la futura Constitución, a lo que más de un analista ha contestado apuntando a la imposibilidad de que alguien que ha apoyado la guerra de Irak pueda aproximarse siquiera a lo que el cristianismo significa, cuánto menos erigirse en su defensor o embajador.

Aunque el contenido de estos dos apuntes no levante pasiones, es indicativo de que está en juego el futuro de Europa, y en buena medida también su alma, si bien ésta no se reduce, si es que existe, ni al reparto de poder, ni a la forma de proceder al recuento de votos, ni siquiera a la referencia al cristianismo o a la ausencia de dicha referencia, sustituyéndola por la memoria de la Ilustración, con o sin dialéctica, con o sin contradicciones.

Y sin embargo sería importante debatir sobre el futuro de Europa pensando que puede existir algo así como un alma de Europa y debatiendo cómo se puede dar continuidad a dicha alma, cómo se puede proyectar un futuro para dicha alma, llamésela alma, espíritu, tradición, herencia o memoria. Porque me parece que no va a bastar, tal y como están las cosas, con apoyarse en el éxito económico, ni tampoco la voluntad de diferenciarse de EE UU va a poder materializarse sin un proyecto de ilusión, sin algo que sea capaz de insuflar vida a un ente político complejo en su propia idea y en su propia estructura, máxime cuando el principal argumento para difeenciarse de EE UU en política exterior radica en la crítica dirigida al alma que inspira aquella política, al espíritu teocrático y misionero de la que surge.

¿Cuál es el alma de Europa, dónde está el alma de Europa, de qué idea, herencia, memoria vive Europa, a qué ideal va a dar vida la futura Constitución europea, la Europa futura? El tiempo transcurrido desde los acuerdos del carbón y del acero y desde la firma del Tratado de Roma permite afirmar que Europa se ha desarrollado en un doble juego: como proyecto de una nueva configuración política superadora de las quiebras y contradicciones del sistema de Estados nacionales y del principio de soberanía que implica. Es decir, como ideal de paz por un lado, pero sin saber exactamente en qué consiste esa nueva configuración, envuelta en un mar de dudas acerca de su propia idea, de su propio ideal, de los principios capaces de sustentar la paz, escondiéndose al mismo tiempo en los asuntos económicos, en el éxito económico como única vía segura de avance.

Este doble juego pone de manifiesto una también doble verdad: que Europa sólo será si se desarrolla como idea de paz, superando el principio de soberanía y las contradicciones del Estado nacional. Y que el acuerdo para definir los principios sobre los que debe sustentarse la nueva Europa es tremendamente difícil, porque casi todo lo que conforma la herencia de Europa, la herencia espiritual e intelectual, está llena de contradicciones y problemas.

Y es más que probable que el reconocimiento de esto mismo, de esta dificultad, tuviera que ser el punto de partida. Porque si tienen razón los que critican que Aznar, habiendo apoyado la guerra de Irak, reclame la referencia al cristianismo porque éste es todo lo contrario a la guerra, también debieran recordar que el cristianismo ha llegado hasta nosotros gracias a su institucionalización como Iglesia, es decir, con todas las contradicciones posibles, como un ideal de pureza pacifista y de amor al prójimo, y como religión oficializada y legitimadora del Imperio Romano, como ascetismo que huye del mundo y como vountad institucional de controlar el poder temporal, como misticismo y como inquisición, como generadora de libertad personal y como controladora extrema de las conciencias, como ideal de paz y como legitimadora de guerras. Y la herencia cristiana es todo eso, bien resumida en la frase de la patrística que llama a la Iglesia casta meretrix , casta prostituta.

Pues la historia espiritual de Europa, desde la Ilustración de los griegos, ha sido la historia que Adorno y Horkheimer analizan en su Dialéctica de la Ilustración : cómo en cada proceso crítico y de ilustración han ido apareciendo nuevos dioses, cómo todos los procesos de emancipación han acarreado nuevas esclavitudes. Porque también la Ilustración que algunos proponen en alternativa al cristianismo como referente espiritual de la futura Constitución europea tiene sus propias contradicciones, porque la Europa que se ha construido desde la ausencia de Dios sigue todavía sin saber bien cómo gestionar esa ausencia, cómo gestionar lo que le ha sutituido, que no es otra cosa que el principio de soberanía: el intento, desde Maquiavelo y Bodino, de pensar el absoluto en términos de inmanencia y, por lo tanto, de limitación.

Si al principio del artículo he citado al ministro polaco de Exteriores ha sido con una segunda intención. El problema del alma europea ha quedado perfectamente al descubierto con ocasión de la guerra de Irak. Francia y Alemania, como representantes de una de las memorias constitutivas de Europa, de la memoria antifascista, se alinearon en contra de EE UU. Los países del Este y muchos de sus mejores intelectuales, sin embargo, no se alinearon con Francia y Alemania, sino que mostraron por lo menos comprensión respecto a la posición de EE UU, porque, y ésta es la segunda intención, representan la otra memoria de Europa, la memoria anticomunista.

Pero si Europa quiere tener alma, alguna memoria que le sirva de referencia, ésta tendrá que ser una con capacidad de integrar esas dos distintas memorias que anidan en el espíritu europeo. En determinados sectores de la izquierda y de la intelectualidad europea occidental se ha creído que basta con la memoria antifascista, que ésta es suficiente para conceder el certificado de buena conciencia. Pero no basta. Hace falta integrar la memoria producida por el otro totalitarismo europeo, el comunista. No es posible, sobre la base de la excepcionalidad del Holocausto, tratar de borrar de la visión el totalitarismo comunista y negar la memoria de los millones y millones de muertos por él producidos.

Un debate actual en Alemania, extendido a otros países centroeuropeos, pone claramente de manifiesto el problema de la integración de las distintas memorias: la propuesta de erigir un museo en recuerdo de los expulsados de sus países en el rebufo de las últimas batallas de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de los alemanes expulsados a la fuerza de Polonia, de Checoslovaquia y de otros países, proceso que conllevó la muerte de millones de ellos. En este debate se pone de manifiesto la imposibilidad de una única buena conciencia basada en un única experiencia de sufrimiento.

Y probablemente hará falta integrar la tercera memoria a la que he aludido antes: que todo tiene su reverso, que no existe posición pura sin consecuencias no deseadas. En definitiva, la memoria recogida en aquella frase de Oppenheimer, refiriéndose él a la física que produjo la bomba atómica, pero que es preciso ampliar a todo: ya no hay inocencia posible, ni siquiera la del cristianismo ideal, ni siquiera la del pacifismo perfecto.

De la integración de estas tres memorias puede, quizá, y con mucha humildad y menos arrogancia ética, surgir algo que pudiéramos denominar alma europea.