NO
HAY DERECHO
Artículo de AURELIO ARTETA en "El País" del 26-10-02
Aurelio
Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País
Vasco.
Con un muy breve comentario al final. El formateado es mío (L.
B.-B.)
La gravedad del problema vasco no radica en la cuantía de lo que el
nacionalismo pide, sino en que lo pide como un derecho. Y, a diferencia de un favor, un
deseo o una aspiración que se ruegan o se negocian, el derecho se exige;
llegado el caso, por la amenaza y la fuerza.
Ése
ha sido también el presupuesto del que arranca y el tono con que suena el
desafío institucional del lehendakari Ibarretxe. De ahí que -por muy
certeras que resulten como objeciones- no sean la oportunidad, los riesgos
económicos, la traición a las víctimas, la lenidad con los criminales, el
chantaje en sacar partido del terror reinante y tantos otros los argumentos que
más han de hacerse oír en la réplica. O vamos a la raíz o ya hemos empezado a
tragar el anzuelo. Hay que negar la mayor, no cualesquiera otras premisas
menores, y responder con toda claridad que no hay derecho.
Claro
que, cuando se habla de derechos, habrá que cuidarse mucho de ciertos
equívocos. Pues no estamos ante un problema que sea primero de legalidad
o de mera conformidad con la ley. Mejor dicho: apenas importa que aquella
propuesta de co-soberanía (a la que seguirá la de independencia) no quepa en la
Constitución; ¿cómo podría encajar en la legalidad vigente algo que busca, no
ya modificarla, sino fundar otra nueva? Tampoco se trata tan sólo de una
cuestión de legitimación, o del grado de apoyo que tal iniciativa
suscite entre las gentes. Ni siquiera un eventual respaldo mayoritario, y menos
si fuera exiguo y menos aún entre una población en buena parte amilanada, le
otorgaría por sí mismo validez democrática. Lo que hay que juzgar ante
todo y sobre todo de aquella propuesta es su presunta legitimidad, es
decir, su justicia o su justificación moral razonable. Anticipemos el dictamen:
ese plan es del todo ilegítimo.
Lo
es por sus consecuencias, desde luego, pero no menos por sus principios. El lehendakari
funda su proyecto en tres pilares, a saber: el Pueblo Vasco es un
pueblo con identidad propia; que tiene derecho a decidir su propio
futuro, y todo ello desde el respeto a las decisiones de los ciudadanos
de los diferentes ámbitos políticos en que hoy se articula (2.1). La primera tesis es
sencillamente falsa, y así lo reconocía tan a las claras como a regañadientes
el mismísimo PNV en enero del año 2000. En su documento Ser para decidir
recordaba el diverso grado de conciencia nacional e identidad entre los
ciudadanos, hasta el punto de definir a la sociedad vasca por su 'pluralidad
tanto de identidades nacionales como de proyectos políticos' (II, 3). Reiterada
al menos en siete ocasiones, fíjense, semejante confesión admitía que la
sociedad vasca rebasaba con mucho al Pueblo Vasco, que su pluralidad política
requería un tratamiento pluralista y que su disparidad identitaria recomendaba
posponer el anhelo soberanista hasta que la conciencia patriótica estuviera más
extendida... Tal era el diagnóstico de hace dos años y nada indica que el
paciente a uno y otro lado de las mugas con Navarra y Francia haya dado
señales de mejoría. Será preciso concluir que el Pueblo Vasco -en esa forma mayúscula-
o no existe o lleva una existencia bastante limitada dentro de su sociedad; en
suma, que el éthnos no coincide con el démos.
Y
aunque algún etnólogo local detectara la existencia de tal Pueblo o se hubiera
culminado ya la artificiosa labor de su 'construcción nacional', el segundo
principio también sería insostenible. Ni ésa ni ninguna otra etnia gozan del
derecho a decidir su futuro, si por tal se entiende el derecho a su secesión
respecto del Estado en el que se integran, como no aporten más razones que su
mera voluntad unilateral. Una voluntad, además, que pretende romper el nosotros
político y levantar nuevas fronteras en virtud de algún criterio natural, en
modo alguno civil; que ha de invocar inefables derechos colectivos antes que
individuales y un mítico pasado más que el presente efectivo.
Por eso, al proclamar por fin que ese hipotético Pueblo Vasco
ejerce aquel derecho 'desde el respeto a las decisiones de los ciudadanos' que
lo componen, la ilegitimidad se alía con el disparate. Se viene a decir que
Pueblo y ciudadanos son actores distintos de decisiones diferentes, titulares
respectivos de otros tantos derechos; pero también que el ente colectivo
preexiste a sus habitantes y, contra toda evidencia, que aquél y éstos viven en
perfecta armonía. Miren por dónde, lo que iba a autodeterminarse está ya
predeterminado. He aquí el
secreto del nacionalismo étnico: el sacrificio de la sociedad real al Pueblo
ideal, la sumisión de los sujetos políticos a los designios del gran Sujeto...,
que sólo se expresa a través de sus intérpretes nacionalistas. Con este tercer pilar cae por tierra
el edificio entero.
Así
las cosas, el Pacto que tan solemnemente se propone es
ilegítimo porque sus fundamentos expresos no resisten un debate argumental
sobre su justicia. No confundamos la licitud de este proponer, que sólo alude a
la libertad de expresión, con la legitimidad de lo propuesto, que atañe a la
cualidad moral de lo expresado. Un respeto para el principio de no
contradicción, háganme el favor. No repitamos con el lehendakari la
insensatez de que tan legítimo es este proyecto como su contrario. De
tener sentido tal fórmula, que nadie se moleste en ponderar valores, en
deliberar con vistas a elegir su conducta o a defender ciertos proyectos públicos
frente a otros. Si todo es igual de justificable, entonces nada debe ser justificado
y sólo el capricho o el mayor número nos dictará qué
sea preferible...
No son más que argucias para evitar la revisión pública de las propias ideas,
para hacer valer los proyectos que valen menos o que no valen en absoluto.
Porque
ese Pacto no se volvería legítimo por celebrarse, como asegura el lehendakari,
en ausencia de violencia. Ciertamente, lo malo se hace aún peor cuando
se impone por la fuerza, pero ni mejora ni se convierte en bueno tan sólo
porque venga sin ella: a lo sumo, resulta más llevadero. Tan confundidos andamos
por la violencia, que muchos se apresuran a calificar de democrático lo que es
nada más que pacífico;
tan cansados del terrorismo, que al incoherente tópico de condenar la violencia
'venga de donde venga' se le añade ahora el no menos repudiable de predicar la
paz 'llegue como llegue' y al precio que fuere. Las vías pacíficas no
santifican lo que dista de ser santo ni justifican lo injusto. Al contrario, es
de temer que lo vuelvan más insidioso que si se presentara bajo modos
violentos, porque así podrá engatusar mejor a los cuitados.
¿Qué
da a entender, pues, Ibarretxe cuando solicita que se reconozca la nacionalidad
vasca a efectos políticos... con toda naturalidad? Más que la
naturalidad con la que debe reconocerse, se trata sin duda de la naturalidad
con la que se reclama ese reconocimiento. He ahí la desarmante simpleza del ejecutor de
una suerte de mandato divino, del protagonista de una misión histórica. Es la
franca espontaneidad del que toma sin más lo que es suyo, la de quien no tiene
que dar razones de su pretensión porque le ampara una verdad sagrada; en suma,
la naturalidad del sujeto de un derecho natural. Que es lo mismo que la
brutalidad de ese ser prepolítico cuya rudeza consagra su apetito como ley. Por
decirlo con recientes palabras de Arzalluz, la naturalidad de quien valora su
'ser vasco' muy por encima del 'ser ciudadano vasco'.
Por
eso nunca está de más insistir en algo que no puede refutarse sin autoengaño. Las diversas ramas del
nacionalismo vasco no sólo comparten al menos los fines inmediatos y se
benefician recíprocamente de los medios empleados por los otros; lo más
decisivo es que se basan en el mismo presupuesto y comulgan en la creencia
primordial: que existe un Pueblo Vasco dotado de derechos. Pues bien, mientras subsista una
creencia tan arraigada, mientras se argumente desde esa premisa última y se
vociferen discutibles aspiraciones como si fueran derechos irrenunciables..., no
habrá paz estable ni justa entre nosotros. Con estas cartas, jugamos a un juego
en el que ambos contendientes no pueden salir victoriosos, sino en el que uno
debe ganar lo que al otro tocará perder. De modo que, órdago por órdago, se
diría que la salida va exactamente en la dirección contraria a la marcada por
Ibarretxe.
El
paso necesario es el inequívoco abandono por parte del nacionalismo moderado de
todo proyecto secesionista. Veinticinco años de drama colectivo han probado con
creces que semejante exigencia, inicua amén de inalcanzable por cauces
decentes, trae consigo el desgarramiento civil. Ah, ¿que no tenemos derecho a
solicitarles tal cosa o que ésa es una reclamación propia de ilusos? Pues entonces seguiremos
atrapados en este infierno: o ellos renuncian a los derechos que se atribuyen
como nacionalistas o nos harán renunciar a nuestros derechos como ciudadanos. Por
el bien de todos, no les pedimos despojarse de su ideología nacionalista,
pero sí que empiecen a mudarla de étnica en cívica. En definitiva, que acepten
pertenecer, antes que a esa comunidad particular de sus correligionarios, a
esta otra más amplia y rica que forman con sus conciudadanos.
MUY BREVE COMENTARIO (L. B.-B.)
Ante este magistral artículo, uno debería quitarse el sombrero,
callar y reflexionar. Pero bueno, es que ya lo hice mientras leía, así que
ahora querría aportar algunas ideas e interrogantes que iban brotando con la
lectura.
Primer interrogante: ¿existen realidades colectivas que superan a
los individuos?
En Euskadi, las aberraciones de los fundamentalistas han llevado a
algunas reacciones de los constitucionalistas tendentes a rechazar, en
ocasiones, la realidad de Euskadi como conjunto diferenciado.
... Nación, Patria, pueblo... ¿existen? ¿y
cómo existen? ¿cuáles son las dimensiones de su
existencia?
A mi juicio, hay que mantener un equilibrio, aceptar la existencia
de realidades colectivas, pero sin absolutizarlas, sin transformarlas en entes
metafísicos tiránicos, ni disolverlas en una mera suma de particularidades. Son
estructuras con sus propias lógicas, modificables, transformables. Por
ello, creo que existen sociedades diferenciadas, con un interés común que puede
exigir esfuerzo e incluso sacrificio individual al servicio de ese colectivo.
Ahora bien, nadie encarna ese interés común más que provisional y
democráticamente, y sin que ello suponga la exigencia de una anulación de las
posibles discrepancias frente a las decisiones de los representantes de
un país.
En esta perspectiva, ¿cómo le llamamos a esas realidades
colectivas? Comunidades, Sociedades, Naciones, Patrias.
¿Qué término resulta más adecuado para el esquema apuntado
anteriormente? Yo casi optaría por decir que ninguno. Prescindiendo ahora de la
distinción de Toennies entre "Comunidad" y "Sociedad", el
primero me resulta más adecuado para lo pequeño y próximo, pero el segundo me
resulta demasiado frío para una realidad que implica alguna identificación
afectiva. Por ello, quizá optaría por denominar a esas realidades por su nombre
concreto: la Humanidad, Europa, España, Cataluña, Galicia, Euskadi...
Barcelona, o Tarragona, o Cornellá, o Cáceres, etc. Considerando a estas
realidades comunidades, o sociedades, según su menor o mayor grado de
complejidad y generalidad.
Tenemos desbrozada la mitad del camino, pero ¿qué hacemos con
Nación y Patria? Aquí también se entremezclan significados distintos:
"Nación" parece un término para denominar una realidad más próxima y
concreta que "Patria", que resulta más abstracta y distante, con un
significado basado en relaciones de interdependencia y complementariedad.
Nación parace referirse a rasgos más íntimos, de identidad individual como el
idioma, el origen étnico, o los sentimientos primarios. Patria parece una
construcción más abstracta, menos llena de contenidos inmediatos. Pero ambas se
pueden llenar y transformar, y se llenan generalmente con añadidos: la
"Nación" puede absolutizar los sentimientos y rasgos de identidad,
congelándolos, haciéndolos independientes del tiempo y los individuos.
Haciéndolos eternos, inmodificables y tiránicos, y exigiendo lealtad irracional
so pena de acusación de traición y castigo de exclusión ---exilio exterior e
interior o muerte---. Por ello,esta idea de Nación
lleva a la exigencia coherente de un Estado que defienda esa identidad
inmodificable, homogeneizándo los rasgos culturales del territorio y la
población que constituyen la base de la Nación.
La Patria, que es una entidad más abstracta, también se puede
determinar y fijar en función del territorio y el Estado, exigiendo sacrificio
y lealtad absolutos, sin que uno tenga derecho a cuestionarse si no sería mejor
una Patria diferente, basada en relaciones distintas entre la población del
territorio estatal.
Si relativizamos ambas nociones, haciéndolas "humanas",
por tanto, sometidas al tiempo y la voluntad del hombre, aparece la
exigencia de un concepto nuevo, el de "Pueblo". La "nación"
relativizada se transforma en una noción individual, aunque estadística. Se
transforma en una realidad individual, caracterizada por el idioma materno y
las vivencias más inmediatas, aunque asentada generalmente en un territorio.
Pero ese territorio, precisamente porque no es eternamente propiedad de nadie,
puede ir haciéndose plurinacional, integrado por individuos con identidades
nacionales distintas. Integrado por una población compuesta y compleja, con
sentimientos y demandas de identidad plurales que han de ser reconocidas y
protegidas. ¿No es verdad, España? ¿No es verdad, Euskadi? ¿No es verdad,
Cataluña?
Entonces, si esa realidad plurinacional madura democráticamente,
sin resistencias fundamentalistas ante la complejidad, dará lugar a una Patria
nueva, con identidades nacionales mixtas, igualmente reconocidas y amparadas
por derechos protegidos constitucionalmente que armonicen la diversidad.
La Patria relativizada se deriva no de una lealtad absoluta al
Estado ---al estado de cosas existente---, sino de una lealtad democrática a un
pueblo, constituido por la suma de las voluntades políticas realmente existentes
de la población, que se expresa mediante mayorías y minorías temporales y
alternantes. Un pueblo constitutivamente plural y cambiante, cuya esencia no se
puede fijar definitivamente nunca, pues es histórico, es decir, derivado del
pasado y abierto al futuro.
El problema vasco, como establece certeramente Arteta es que se ha
fijado y absolutizado no ya la Nación, o la Patria, sino el Pueblo, es decir,
la única noción constitutivamente temporal y relativa de las tres. El Pueblo es
lo que se puede contar, la suma de voluntades de personas libres que se
expresan en votos y diversas declaraciones de voluntad política, emitidas
indefinidamente, sin límites de temporalidad. Pero no es un ente metafísico que
proviene inmutable de las profundidades seculares de la Historia, y al cual hay
que sacrificar a la población, al pueblo real, democráticamente constituido en
el día de hoy.
En fin, acabo ya aquí, intentando reflexionar a partir de nociones
de sentido común, intuición y racionalidad, sin haber buscado para la ocasión
basamentos eruditos o teóricos en la tradición de las ciencias sociales. Que
existen, por supuesto, pero que no nos proporcionan la suficiente claridad
todavía.
Como siempre, lo que iba a ser muy breve me ha ocupado media mañana
del sábado. Ahora toca hacer otras cosas.