NACIONALIDAD Y CIUDADANÍA
Artículo de KEPA AULESTIA en "El Correo" del 7-11-02
El proceso constituyente de la Europa política representa una de las
contadas excepciones de la historia moderna en que el principio de ciudadanía
tiende a diferenciarse del concepto de nacionalidad. Desde el Tratado de
Maastricht hasta el proyecto de constitución presentado por Giscard D'Estaing
el pasado 28 de octubre, parece asentarse la idea de la 'doble ciudadanía', la
vinculada a la propia nacionalidad junto a la derivada de la integración
europea. Incluso teniendo en cuenta que por ahora el acceso a la ciudadanía
europea queda condicionado a la previa pertenencia a uno de sus Estados
miembros, la aparición del concepto de ciudadanía sin vinculación precisa a
una nacionalidad común -a una hipotética nacionalidad o identidad europea-
podría suscitar una vivencia nueva entre los europeos.
La identidad europea es sentida sobre todo como ciudadanía. Junto a la
ciudadanía, es decir, junto al acceso a derechos y libertades comunes, la
Europa unida no brinda una identidad compartida más que, si acaso, por
exclusión. Parecen claros los lindes de separación geográfica del continente
europeo respecto a América, África u Oceanía, aunque mucho menos en relación
a Asia. Pero el debate en torno al origen cristiano de la cultura europea y el
futuro de las relaciones con el islamismo gobernante desde hoy en Turquía
revela hasta qué punto las fronteras de Europa no pueden concebirse
infranqueables. En cualquier caso, parece evidente que la identidad europea no
constituye, más que en su oferta de ciudadanía, un ámbito de acogida para
muchos habitantes de Europa que proceden de esos otros continentes. Quienes no
nos sentimos ni ecuatorianos, ni vietnamitas, ni argelinos no tenemos especiales
dificultades para decirnos europeos en un sentido integrador. Pero, en un mundo
globalizado, la europeidad constituye más un rasgo de ciudadanía que de
identidad común y, a la vez, distintiva.
La identidad europea es la forma concreta en que los habitantes de Europa nos
ubicamos en el hemisferio norte y en la parte agraciada del planeta Tierra.
Todos los demás lazos históricos resultan discutibles. Incluso son
cuestionados a diario. Y no sólo porque cada inglés, francés, belga, español
o portugués mantenga en su acerbo la parte correspondiente al pasado imperial o
colonial de una memoria aún viva; o pueda sentirse emigrante dentro de su
propio continente o invadido por la afluencia de otros europeos a su territorio.
También porque las convulsiones del siglo XX y el abismo propiciado por el
Telón de Acero persisten en la conciencia de los europeos occidentales y de los
europeos orientales. Siendo así que muchos de los primeros podrían sentirse
más cercanos a los norteamericanos; mientras muchos de los segundos se sienten
relegados en una lista de espera para alcanzar el estatus de dignidad. Al fin y
al cabo lo único que nos distingue objetivamente a los europeos del resto del
mundo es que nos manejamos con una moneda que ha llegado a igualar en
cotización al dólar estadounidense y, aun con diferencias, gozamos de un
sistema de bienestar fruto del gran pacto político y social en que devino el
final de la II Guerra Mundial.
Europa constituye la primera oportunidad que se nos presenta a los propios
europeos para poder distinguir nítidamente nacionalidad y ciudadanía, nación
y Estado, comunidad étnica o histórica y poder político. Es la primera
oportunidad que se nos presenta -desde la constitución de algunos estados
americanos- de alzar un edificio basado no ya en la asunción plebiscitaria de
un ámbito político de referencia, sino en la consideración compartida de que
la UE es, sencillamente, una necesidad. La posibilidad de que las instituciones
europeas concierten un calendario de integración de un país, Turquía,
gobernado por una formación islamista ha rescatado el término laico que
parecía haber pasado al trastero de las obviedades desde que el poder político
en Europa se despojara de su subordinación a la religión. La Europa unida en
período constituyente podría facilitar a sus miembros la revolución laica que
cada uno de ellos difícilmente podría llevar adelante: la definitiva
distinción entre identidad y democracia. O, si se quiere, la conversión de los
rasgos distintivos de una nacionalidad o de una cultura propia en aspectos
integrados con absoluta naturalidad por el sistema de libertades y derechos que
da sentido al concepto de ciudadanía. De hecho, en virtud del reconocimiento de
la ciudadanía europea a los nacionales de sus Estados miembros, el carácter de
éstos se 'desnacionaliza' para asimilarlo al concepto de ciudadanía. Porque lo
que Europa integra sustancialmente es la coexistencia de las libertades y
derechos particulares dentro de un marco compartido de derechos y libertades
¿Significa ello que los ciudadanos han de desprenderse de sus rasgos de
identidad nacional? No, significa que estos han de ser integrados dentro del
concepto de ciudadanía.
El paradigma que establece un nexo indisoluble entre una lengua, un territorio,
una etnia, una nacionalidad y un Estado sigue representando la quimera
sacralizada a la que aspiran quienes prefieren guarecerse en el uniformismo
frente a la diversidad. La sublimación de la unidad de España e, incluso, la
pretensión partidista de poseer en exclusiva el valor moral de su defensa
representa una manifestación más de ese paradigma sacralizado. Una
manifestación tan perniciosa como la de quienes admiten el pluralismo de la
sociedad vasca en todo caso como un estadio a superar mediante la recuperación
de un supuesto pasado homogéneo a través del paulatino desenganche respecto al
pasado real. Puede llegar un día en el que alguien demande ser ciudadano
europeo sin tener que asumir o solicitar la nacionalidad en uno de sus Estados
miembros. Un día en el que alguien solicite ser vecino de una localidad europea
y ciudadano de la Unión sin por ello verse concernido por una determinada
nacionalidad, sea ésta o no la de su origen. Esto que hasta ayer parecía
absurdo puede pasar mañana a formar parte del Derecho. De tal suerte que siendo
legítima la aspiración nacionalista a realzar la propia nacionalidad frente al
Estado nacional en el que está incluida, más legítimo resulte el deseo de
cualquier avecindado para desentenderse de aquello que considere superfluo e
incluso gravoso para el ejercicio de su ciudadanía.