MALOS SENTIMIENTOS
Artículo de
Félix de Azúa
en “El País” del 10/02/2004
Con un breve comentario al final:
DESARROLLAR LA SENTIMENTALIDAD PATRIOTICA
Luis Bouza-Brey
(10-2-04: 14:00)
Todo se ha dicho ya sobre el irresistible ascenso y caída de Carod
Rovira; sirvan estas palabras a modo de reflexión sobre el comportamiento de
sus colegas de profesión. Afirmaba el independentista que sus intenciones
habían sido buenas, y así lo consideraron todos sus compañeros, incluidos los
de la oposición. También la casi totalidad de los comentaristas catalanes.
Quizás habría que mirar más de cerca lo que quiera decir "intención"
en este contexto.
Llego con retraso a un estreno teatral. El público mira atentamente el
escenario. Sobre el mismo, un hombre clava un madero a martillazos. No puedo
saber si acaso la pieza aún no ha comenzado y están dando el último toque al
decorado; o si se ha producido un accidente y lo están reparando; o bien si el
actor encarna a un carpintero; o incluso si el autor pretende que asistamos a
un primer acto que simula la tramoya de la obra. En fin, no puedo juzgar las
intenciones del autor, del actor o de la obra, hasta que ésta concluya, porque
el final determina hacia atrás todos los actos anteriores. Lo mismo sucede en
una novela o en una sinfonía.
El segundo ejemplo es aún más obvio. Acudo al dentista, pero en lugar de
salir con una muela empastada salgo operado de cataratas. O bien me he
equivocado de médico, o el dentista es un óptico excelente y un falso dentista.
Sus intenciones pueden ser buenas o malas, el resultado es, en todo caso,
absolutamente distinto del que me prometía la placa colgada de su despacho.
Si juzgamos las intenciones de Carod a la luz del primer ejemplo, como un
acto de estrategia política, el final del drama indica que sus intenciones eran
malísimas, es decir, perjudiciales para todo el mundo, incluido él mismo, y
sólo benéficas para los terroristas y para "Madrid", los únicos que
aprecian la obra. Si juzgamos a la luz del segundo ejemplo, nos hemos equivocado
de político; sus intenciones podían ser buenas o malas, pero nada tienen que
ver con la responsabilidad que anuncia en su despacho de la Generalitat. Quizás
sería un considerable político del PNV, formación que también le aplaudió con
entusiasmo, pero poco tiene que ver con esa "vía catalana", opuesta a
la vasca, que proponía durante las elecciones. Sus intenciones eran, por tanto,
un timo.
De todos modos, no sorprende el mesianismo de Carod, un hombre que
necesita al abad de Montserrat para andar por la vida, lo que en verdad
sorprende (y asusta) es que sus colegas y la casi totalidad de los
comentaristas catalanes hayan usado las buenas intenciones como eximente, en
comparación, claro está, con las malas intenciones del PP. Es una comparación
de patio de colegio. Las intenciones del PP no hace
falta analizarlas, son claras y ostentosas. Utiliza la incompetencia ajena en
beneficio propio con la amoralidad tradicional de la derecha, que por algo se
distingue de la izquierda allí en donde aún quede izquierda. No dudaron en
sacrificar a la Guardia Civil y a los servicios secretos para hundir a
González, y es una bobada acusarles de lo que, en realidad, les define, les
concede autoridad y les proporciona mayorías absolutas.
Pero, ¿por qué esa unanimidad de los políticos y periodistas catalanes en
el respeto de las buenas intenciones de Carod, respeto que jamás se permitirían
con su dentista o su dramaturgo favorito? ¿O acaso la tarea de los políticos
está por encima o por debajo de la de un dentista, etcétera? En cierto modo, y
eso es lo inquietante, así sucede en Cataluña y en el País Vasco. Los políticos
nacionalistas no se consideran a sí mismos como gerentes de la convivencia
cívica, ni como empleados de los ciudadanos, sino como clérigos y cruzados de
una Causa. Al igual que los clérigos, están por encima (y por debajo) de sus
actos: sólo son responsables ante la nación. Las buenas intenciones de estos
políticos equivalen al amor a Dios y la piedad de los frailes y curas que, por
muchos dislates que cometan, siempre son rescatados por sus jerarquías. La
pederastia de los curas católicos no ha impedido que la Iglesia norteamericana
los defendiera con uñas y dientes. Del mismo modo, cuando Heribert
Barrera manifestó con ingenua honradez el fondo ultrarreaccionario
de su nacionalismo, el colectivo de la Causa le arropó protectoramente. Los
niños atormentados por curas pedófilos carecen de importancia para los obispos
católicos; los inmigrantes humillados por un xenófobo son un elemento
secundario para el colectivo nacionalista; el sufrimiento de los vascos
condenados a muerte es algo trivial frente a la Causa Nacional.
El monolítico gregarismo de los nacionalistas impide llevar a la práctica
una política racional, rigurosa con las responsabilidades individuales. De ahí
que la elección de altos cargos durante veinte años de nacionalismo pujolista no dependiera de su competencia, sino de su
afección al régimen. De ahí también que los resultados prácticos fueran cada
vez más decepcionantes y creciera la desesperación nacionalista, a la cual se
la suele llamar "radicalización". Los fundamentalistas no crecen al
amparo de la injusticia (muchísimos pueblos sin fundamentalistas sufren todo
tipo de injusticias), sino de su propia incompetencia. Suponíamos que la
izquierda podía ser menos incompetente. Una ingenuidad.
Para evitar el declive social, la banalidad moral, o el fascismo a la
vasca, sería preciso un cambio rotundo (e improbable) de los objetivos
nacionalistas. Si el colectivo nacionalista, en lugar de acunarse en el sueño ochocentista de un Paraíso Catalán, se esforzara en
facilitar la vida a sus ciudadanos, quizás llegaría un momento (como en el
pasado) en que algunos vecinos se sintieran atraídos por el supuesto
"modelo catalán". Los nacionalistas no serían menos patriotas si
procuraran enmendar el abuso de los poderosos en lugar de soñar con embajadas.
El mismo día en que se armó el pollo de Carod, los diarios informaban sobre
algo siniestro: los inspectores de Hacienda denunciaban que el señor ministro
sólo les permite investigar a los que pagan. Los políticos nacionalistas
estaban demasiado ocupados salvando a un alma pía como para comentar el asunto.
Ni una palabra. Pero si hubieran hablado habrían dicho que la solución es una
Hacienda catalana. Como si fuéramos tontos. Observen ustedes los beneficios de
bancos y cajas de ahorro en 2003. Comparen con los sueldos de sus ejecutivos.
¿Han leído algún comentario nacionalista sobre la cuestión?
Probablemente, una política sentimental era comprensible en la Cataluña semianalfabeta de los años treinta del siglo pasado. Tal es
el sueño de Heribert Barrera: un país analfabeto y
sin inmigrantes, el mismo que propone Otegi en La pelota vasca, una
patria sin Internet y con jovencitos trepando por los montes. En países avanzados,
como Alemania, la política sentimental condujo al infierno. En todo caso, en
sociedades hipertécnicas como la nuestra, en las
cuales los ciudadanos somos poco menos que pollos en una granja vietnamita al
servicio de una producción que sólo beneficia a los más ricos, una política
sentimental y de buenas intenciones es francamente suicida. No será la nación
lo que nos libere de nuestra esclavitud.
Acusar de todos los fracasos a "Madrid" y a los
"españoles" muestra una rotunda impotencia que acaba por justificar
la sumisión. En el caso que comentamos, Madrid ha servido para que sus colegas
se sacudieran a Carod de encima... echándole la culpa a Madrid. Ante semejante
hipocresía más de uno habrá pensado, "pues menos mal que llegaron órdenes
desde Madrid, porque si no, el catalán sería el único Parlamento europeo con un
primer ministro que se va de copas con terroristas sin avisar a su
presidente". Eso sí, también sería un Parlamento rebosante de buenas
intenciones.
breve comentario al final:
DESARROLLAR LA SENTIMENTALIDAD PATRIOTICA
Luis Bouza-Brey
(10-2-04: 14:00)
Recientemente asistí a unas conferencias de
intelectuales vascos en Cataluña, voy leyendo el libro de Cortázar sobre “los
mitos de la Historia de España”, y leí también su magnífico
artículo reciente en “El País”. Y siento
una inquietud: la de que los que creemos en la España plural, de la libertad y
el espléndido futuro potencial, vamos con retraso. Permítanme que me
explique:
Observo que los intelectuales vascos se desenvuelven
con dos actitudes básicas respecto a la sentimentalidad política: la primera es
el rechazo al sentimentalismo irracional y tribal del nacionalismo vasco. La
segunda es la defensa abstracta y teórica de una cultura política cívica, que
admita el pluralismo de identidades y, por tanto, reduzca a la intimidad y
privacidad los sentimientos individuales de identidad política.
A mi juicio, este posicionamiento es necesario, pero
sólo un primer paso defensivo, en la tarea de
construir una sentimentalidad depurada en positivo, para la España que ya está
potencialmente ahí, y que ha de conseguir superar de una vez el siglo
XIX.
Es preciso afirmar con entusiasmo el valor de la
España de la libertad, de la España que deriva su fortaleza de saber
transformar el pluralismo en unidad. De la España que transmuta en positivo los
sentimientos de diferencia identitaria en
sentimientos de complementariedad patriótica, cosmopolita y universal.
Es preciso activar el milagro de la libertad, que
transforme el resentimiento y el enclaustramiento en equilibrio, serenidad y
apertura afectivas. Que transforme el ramalazo
autoritario en comprensión y firmeza integradoras.
Pero para conseguir este objetivo, los que creemos
que España es posible debemos dar un paso más: acabar con la dialéctica del
enfrentamiento entre dos nacionalismos enclaustrados y afirmar con energía la
idea de una Patria que sólo puede existir y desarrollarse en la defensa de la libertad
de todos. La libertad para sentirse diferente, pero también para sentirse unido
al conjunto en un proyecto común. La libertad para la diferencia, pero también
la obligación moral correlativa de la solidaridad y el esfuerzo compartido.
Lo que no se puede admitir son nuestras dos lógicas
históricas perversas: la de prohibir la diferencia y derivar de esa prohibición
la consideración de la unidad como una
obligación, o prohibir la unidad y derivar de esa prohibición la consideración
de la diferencia como una obligación.
Diferencia y unidad están indisolublemente unidas: la una sin la otra no pueden
existir democráticamente. Y no me respondan diciéndome que todo es cuestión de
niveles de interpretación: la historia ha creado una larga interdependencia que
no se puede obviar. La alternativa a la España liberal y democrática es Franco
o ETA.
Escuchen con atención a Ana Belén cantando a Blas de
Otero en mi página de política española. Aunque escrita en otros tiempos, esa
poesía --- que es como una especie de himno nacional--- retrata la España
posible, la España de la libertad, la España de la esperanza. Esa esperanza
cuya sentimentalidad debemos elaborar los que creemos en ella. Hemos de
transitar urgentemente de la fría abstracción del concepto de patriotismo
cívico a la cálida concrección del civismo vivo.
Ojalá que así sea. Queda mucho trabajo por delante.