IRAK: VERDADES Y VERDADES
Artículo
de RAFAEL L. BARDAJÍ,
Subdirector del Real Instituto Elcano deEstudios Internacionales y Estratégicos,
en “ABC” del
10/02/2004
Sadam
no era un peligro inminente. Era una amenaza inevitable. Por una razón muy
sencilla: nunca aceptó su derrota en 1991 y no estaba dispuesto a comportarse
como la comunidad internacional le exigía. Es más, bajo las sanciones de las
Naciones Unidas mantuvo viva su ambición de llegar a contar lo antes posible
con un arma nuclear. Un Sadam atómico hubiera supuesto una amenaza de difícil
manejo y costosa solución. No importa que en marzo del 2003 tuviera una ínfima
parte de lo que Irak compró y produjo en los 80, retuvo hasta el 90 y perdió
con la guerra del 91 y las posteriores inspecciones de la ONU. O que no tuviera
nada. De seguir en el poder Sadam tendría primero decenas, luego centenares y
finalmente todas las armas que él quisiera. En el 2005 o en el 2010, la fecha
es lo de menos. Lo importante es que nadie podría poner freno a su ambición de
haberle dejado gobernando Irak.
El
problema de la guerra con Irak es que no había una única razón, había
demasiadas y eso es lo que cuesta entender. Si finalmente no hay evidencia de
los temidos desarrollos de sistemas de destrucción masiva por parte de Sadam,
habrá que concluir que su amenaza el año pasado, cuando la guerra, era
virtual. Ahora bien, eso no merma en absoluto la lógica de la guerra. La
justificación del conflicto, a saber, desarmar a Sadam, no pasaba o se limitaba
exclusivamente por encontrar y destruir unas armas y programas que les estaban
prohibidos a los iraquíes, sino, sobre todo, por impedir que se rearmara en un
futuro no lejano. El porqué de la guerra sólo se puede entender no por lo que
Sadam era en marzo del 2003, sino por lo que podría llegar a ser en unos años
habida cuenta de los siguientes factores: que el embargo internacional se había
vuelto tan poroso que ya era prácticamente inservible; que las sanciones económicas
y el programa «Petróleo por alimentos» sólo estaban perjudicando a la
población y no mermaban suficientemente los ingresos para que Sadam se viera
forzado a renunciar del todo a su esfuerzo militar; que la expulsión de los
inspectores de Naciones Unidas en 1998 impedía el control, la supervisión
directa y la verificación de que Sadam respetaba lo acordado en 1991, esto es
su desarme total e incondicional (algo que nunca cumplió, dicho sea de paso);
que el comportamiento del régimen de Sadam se volvía cada vez más agresivo en
la escena internacional, con continuos movimientos de tropas y amagos de volver
a invadir Kuwait, por ejemplo, pero también con un nuevo impulso en sus
intentos de adquisiciones clandestinas. En ese sentido, todo apuntaba en el 2002
a que el paso del tiempo sólo beneficiaría a Irak y colocaría a la coalición
internacional ante una tesitura muy desagradable: tener que luchar con un Sadam
mejor preparado. Si el conflicto con Sadam era inevitable, cuestión de tiempo,
convendría librarlo en los términos más favorables para nosotros. Por lo
tanto, mejor ahora que más tarde, mejor en el 2003 que en el 2005.
Sadam
no sólo era un peligro para la comunidad internacional (¿qué haríamos el día
que Sadam hiciera una demostración de su arma atómica? ¿O qué nos exigiría
para no enviarnos a sus agentes o sicarios terroristas cargados de esporas o
material radioactivo?), sino muy principalmente para sus vecinos y, sobre todo,
para su propia población. Sadam no era ningún santo. Pensaba un Golfo Pérsico
unificado bajo su mandato e imponía su poder a través de las más perversas
brutalidades. Los cientos de miles de cadáveres, hombres, mujeres y niños,
sepultados en fosas comunes a lo largo y ancho del país y descubiertos tras su
derrocamiento, son un lamentable testimonio de su imperio del terror. Por mucho
menos se ha bombardeado, detenido y juzgado a otros genocidas, como Milosevic,
buen amigo de Sadam.
En
fin, que Sadam era un peligro era comúnmente aceptado y nadie lo puso en duda
en los meses anteriores a la guerra. Lo que diferencia a Bush, Blair y Aznar de
sus antecesores en el cargo no es la calificación del personaje, sino su
voluntad de actuar y forzar una solución definitiva. Y eso pasaba por el cambio
de régimen en Bagdad y un Irak democrático. En buena medida el temor al post-Sadam
esconde el miedo a la democracia en Irak, por múltiples razones. Un Irak libre
y próspero supone un auténtico revulsivo para las poblaciones y los regímenes
despóticos y arcaicos de la región, quedando disociados en adelante lo árabe
y musulmán de la opresión y la teocracia. Ahora bien, como el caso de Israel
prueba, una democracia rodeada de fanáticos y déspotas apenas puede respirar,
de ahí que el Irak democrático requiera -a la vez que sea motor- un profundo
cambio en el Gran Oriente Medio. Esa propia agenda de transformación y cambio
en la zona es la que da miedo a quienes, como muchos europeos, prefieren el
mantenimiento del status quo aunque eso signifique olvidar las penosas
condiciones de vida de las gentes de la zona y convivir con regímenes y
gobernantes fundamentados en el rechazo de nuestros valores y la insensibilidad
hacia los más mínimos derechos de la persona.
En
fin, la actual agitación sobre la no aparición de las supuestas armas de
Saddam no sólo ignora la diferencia entre sistemas y programas, entre posesión
y capacidad de desarrollar, sino que confunde bajo un mismo enunciado tres
cuestiones muy distintas: en primer lugar las razones y la legitimidad de la
guerra; en segundo lugar, la hipotética manipulación política de la
inteligencia; y, por último, el grado de eficacia de los propios servicios de
inteligencia. Sobre lo segundo ha habido cinco investigaciones distintas,
oficiales e independientes ( y en los próximos días se harán públicas las más
de 300 páginas del informe del senador Roberts, presidente del poderoso Comité
de Inteligencia del Senado americano), y todas ellas exoneran de manera clara a
los líderes políticos. Podrían estar equivocados, pero no han engañado;
sobre lo tercero, se abre un interesante debate, pero no nos olvidemos que la
inteligencia dista mucho de ser una ciencia exacta y que ninguna guerra se ha
librado con un conocimiento perfecto, a veces ni siquiera bueno, del enemigo.
Pero para lo primero, guste o no, quien tiene que decidir son los iraquíes
quienes, hoy por hoy, se manifiestan mayoritariamente a favor de haber acabado
con el régimen de Sadam. Es más, dentro de 30, 40 ó 50 años, cuando Irak y
el Oriente Medio sean ya otra cosa, los historiadores verán en la ausencia de
las armas de Sadam otro engaño, pero no un engaño de Bush, Blair y Aznar, sino
de Sadam quien por su propio interés hizo cuanto estuvo en su mano para hacer
creer que las tenía, o que teniéndolas las transfirió o las destruyó a
tiempo para aparentar que nunca las tuvo, o que no disponiendo de ellas estaba
interesado en tenerlas... En todo caso, una anécdota de algo mucho más
importante: la decisión de unos pocos de no tolerar más canallas peligrosos en
el mundo y de la liberación de una opresión tiránica que mantenía a Irak y
al mundo árabe anclados en el pasado, la pobreza y el terror. El salto a la
modernidad pasaba por Bagdad.