UNA ONU, MUCHOS VETOS
Artículo de XAVIER BATALLA en “La Vanguardia” del 30.09.2003
La ONU es una organización que cambia de forma en función de quién sea el
observador. La Administración Bush, por ejemplo, la contempla como si fuera un
dinosaurio, aunque ahora no hace ascos a su ayuda en el berenjenal iraquí. Desde
Europa, por el contrario, se la tiene, con notables excepciones, en alta
consideración: nada menos que la depositaria de la legalidad internacional. En
África y Asia, la ONU es sinónimo de ONG, en el mejor de los casos. Y en
sectores iraquíes, al máximo organismo se le considera (los atentados son la
prueba) como un instrumento del poderío estadounidense. Es decir, se la mire
como se la mire, salvo honrosas excepciones, no hay casi por dónde cogerla.
Kofi Annan, secretario general de la ONU, se defendió el pasado martes de George
W. Bush con un buen ataque, aunque no fuera preventivo. Pero no tuvo más remedio
que asumir la parte que le toca. La ONU, cuya estructura básica aún se
corresponde con la escena de hace seis decenios, necesita reformarse, y así lo
reconoce Annan. No es el único, sin embargo, que reclama la reforma. También lo
hace Jacques Chirac, entre otros. El problema es cómo se acomete.
De hecho, sólo una reforma estructural ha sido posible hasta ahora en casi
sesenta años: la de 1965, cuando se decidió aumentar de 11 a 15 el número de
miembros del Consejo de Seguridad, la máxima expresión de poder en la ONU. Desde
entonces las únicas reformas posibles han sido de orden técnico. Pero el mundo
ha cambiado, y los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, los que tienen
la última palabra, son los mismos que en 1945, cuando el organismo nació con 51
miembros. Hoy, la Asamblea General está integrada por 191 países con más voz que
voto.
La reforma pendiente más significativa es la del Consejo de Seguridad, escenario
en los últimos doce meses de la batalla diplomática más decisiva desde la crisis
de los misiles, en octubre de 1962. Todos, en principio, están de acuerdo en que
la ONU necesita una reforma, aunque no faltan quienes pretenderían meterla en un
reformatorio, que no es lo mismo. Pero los desacuerdos empiezan cuando se
plantea la posibilidad de ampliar el club y de recortar o no su poder.
Franklin D. Roosevelt pudo ser un idealista, pero no era un ingenuo. Cuando
inspiró la ONU, que no sólo le debe el nombre, el presidente demócrata hizo lo
posible para que entrara todo tipo de naciones, grandes y pequeñas, pero también
hizo lo imposible para que el poder recayera en los grandes. Por eso se creó el
Consejo de Seguridad y se definió el estatuto de miembro permanente con derecho
a veto. Seis decenios después, en el Consejo de Seguridad –un directorio
congelado durante la guerra fría– serán todos los están, pero no están todos los
que son. Alemania y Japón, que ponen sus buenos dólares, no están. Y africanos,
asiáticos y latinoamericanos ven los toros desde la barrera.
En términos generales parece existir una coincidencia en que el Consejo de
Seguridad debe cambiar, tanto en miembros permanentes como en temporales. De los
cinco miembros permanentes (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y
China) podría pasarse a diez. Y los no permanentes dejarían de ser 10, que ahora
se eligen por un periodo de dos años, para convertirse en 11 o 14. En total,
pues, se trataría de un club de 21 o 24 socios. ¿Todo, pues, resuelto? Ni por
asomo.
Existen, fundamentalmente, dos obstáculos: primero, la cuestión del veto;
segundo, los nombres que habría que poner a las sillas de los nuevos miembros
permanentes. La Administración Bush, cuando daba sus primeros pasos, se declaró
favorable a la reforma. No ponía reparos al ingreso de otros cinco países en el
club del veto, entre ellos Alemania y Japón, aunque prefería limitar a 20 o 21
el número total de sillas. El 11 de septiembre, sin embargo, ha endurecido la
posición estadounidense. La prueba es Robert Kagan, analista considerado
influyente en la Casa Blanca, que esta semana ha participado en un seminario
organizado por la Fundació Catalunya Oberta sobre Europa. Preguntado por la
posible la reconstrucción de la ONU, responde: “¿Reconstruir? Durante 58 años no
ha habido ningún orden internacional basado en la ONU, que no funcionaba. Allí
no había nada”. Estados Unidos, con todo, no es el único país que no ve con
buenos ojos según qué ampliación.
China y Rusia ponen mala cara, aunque por razones opuestas a las
estadounidenses. Rusos y chinos no quieren ni oír hablar de la posible
eliminación del derecho de veto, que ahora les da poder, aunque no sea un
sistema precisamente democrático. Y Estados Unidos podría desear, vista la
experiencia de Iraq, que se eliminara el veto. ¿Por estética democrática? No.
Simplemente para tener las manos libres, es decir, todo lo contrario de lo que
pretende Francia. Pero si se eliminara el derecho de veto, ¿cómo podrían
garantizar su poder las grandes potencias? Y si se aumentara el número de
miembros permanentes y, por lo tanto, la posibilidad de más vetos, ¿cómo podría
ser gobernado el club? “Si añadimos cinco nuevos vetos, no se resuelve nada”, ha
escrito James A. Paul, director ejecutivo de Global Policy Forum, organismo que
apoya la reforma de la ONU.
El segundo obstáculo está en el nombre de la cosa. La sociedad internacional
debe decidir quiénes podrían sentarse entre los grandes. Las candidaturas de
Japón (20 por ciento del presupuesto) y Alemania se dan por descontadas. Los
grandes apoyarían su ingreso. Las diferencias surgen cuando se habla de hacer
sitio a africanos, asiáticos y latinoamericanos. El candidato asiático que
cuenta con más padrinos es India, pero tiene la oposición de Pakistán, su rival
histórico, que respalda la candidatura de Indonesia, el país con mayor número de
musulmanes. En África, el favorito del mundo industrializado es la República de
Sudáfrica, pero Nigeria, con más población y más petróleo, también pide un
sitio, como Egipto. Y en América Latina el campeón es Brasil, pero sucede que es
un país de lengua portuguesa rodeado de un océano hispánico. ¿Cómo se puede
resolver este embrollo? La última ironía de la reforma pendiente, que exige la
unanimidad del Consejo de Seguridad, es que se decida que lo mejor es dejar las
cosas como están.