SER NACIONALISTA
Artículo de MIKEL BUESA Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid en “ABC” del 21/05/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Apenas
transcurrido un mes desde la formación del nuevo Gobierno, a pesar del que, en
su comienzo, parecía ser un posible idilio con ellos, las relaciones entre el
Partido Socialista y los nacionalistas vascos se están tensando con un empuje
cada día más notorio. Éstos achacan a aquéllos, volviendo al lenguaje de la era
Aznar, su inmovilismo y su repliegue sobre las posiciones constitucionalistas
que, en su momento, en un interesado ejercicio de confusión, identificaron con
el Partido Popular. Y no contentos con ello, de la mano del ejecutivo vasco, se
despachan descalificando su política en Euskadi cuando, en una declaración sobre
las «razones económicas para un nuevo marco institucional», señalan que el
período en el que gobernaron conjuntamente con el PNV fue «la década perdida en
materia de autogobierno».
En la perspectiva nacionalista, por tanto, el socialismo no parece que pueda
aportar nada más allá de su aquiescencia con el proyecto que representa el plan
Ibarretxe, al que no cabe otra cosa que decir amén, reconociendo de paso el
derecho del País Vasco a la secesión. Tal vez a alguno, imbuido por la loable
aspiración al diálogo, le sorprenda la contundencia de esta afirmación. Por mi
parte, considero que en ella se condensa la única conclusión coherente con el
ser y el pensar de los nacionalistas, tal como trataré de mostrar a los lectores
aludiendo a algunas cartas que varias personas de esa ideología me han dirigido.
Ser nacionalista, como me recordaba no hace mucho tiempo un colega universitario
y diputado del PSC en Cataluña, es, en primer lugar, un sentimiento. Se trata de
la emoción de saberse perteneciente a un grupo humano singular -por más que tal
singularidad apenas se diferencie de otras de su misma naturaleza- al que se
concede un valor absoluto. Tomás B -un vasco que, aparte de vivir en Asturias,
confiesa creer «que el ser humano es poseedor de valores eternos y universales»-
lo expresa usando un símil futbolístico: «Soy del Athletic porque está en lo más
hondo de mi alma... Con Euskal Herria me pasa lo mismo». Y añade para remachar
la idea que le «gustaría ser del Manchester o del Bayern» -interesante
adscripción ésta que omite cualquier referencia a un equipo español-, pero no
puede al no sentir nada por ellos.
El sentimiento nacionalista es íntimo y ocupa un lugar tan recóndito que resulta
inasequible a quien no se ha iniciado en sus arcanos. El mismo Tomás B me lo
aclara con rotundidad: «Usted no puede entenderlo, estoy seguro de que, aunque
Dios le dé mil años de vida en este mundo, no lo entendería». Y es éste, y no
otro, el motivo por el cual sólo los adeptos son fiables portadores del genuino
mensaje del nacionalismo y de la verdadera expresión de los deseos y
aspiraciones de todos los vascos. Javier G -un profesor emérito universitario y
sacerdote adscrito a la corriente sabiniana mayoritaria entre los eclesiásticos
vascos- me señalaba en una carta escrita con ocasión de una entrevista que me
hicieron a raíz de la ominosa manifestación que, presidida para su mayor gloria
por Ibarretxe, siguió al asesinato de Fernando Buesa, mi hermano, que mis
declaraciones se veían sesgadas por basarse en dos fuentes de información
sospechosas: una, la «Televisión estatal o alguna de las llamadas
independientes», pues «me imagino que no tendrá la posibilidad de escuchar desde
Madrid alguna de las cadenas de la Televisión vasca»; y la otra, «la experiencia
suya, ... lo que junto a sus allegados ha oído». Pues, en efecto, para este cura
bienintencionado que, según me dice en otra misiva posterior, desea «colaborar a
la búsqueda de una verdad que haga posible la vida entre nosotros», sólo los
nacionalistas son capaces de llegar a ella. Y así, no vacila en descalificar los
análisis y opiniones de personas como Baltasar Garzón, Fernando Savater, Rosa
Díez y Nicolás Redondo -incluso concediendo que «no tengo duda alguna de que
conozcan esta tierra»- por estar «completamente escorados», porque «les falta el
equilibrio necesario para poder representar la manera de pensar tan
horriblemente difícil y complicada de las gentes de nuestra tierra» y porque, a
su parecer, «hay fuerzas en la persona que se hallan muy por encima de sus
conocimientos, fuerzas que pueden llegar a dirigir a una persona». Y,
naturalmente, ninguno de tales argumentos -ni siquiera el último, pese a su
naturaleza de hipótesis conspirativa que tan buen juego suele dar en estas
ocasiones- los extiende sobre sus correligionarios. Para él, «el contrapeso (de
éstos) ... podría llevar a un cierto equilibrio» porque, en definitiva, «nunca
he podido oír que haya ofrecido el Partido Popular -y desgraciadamente el
Partido Socialista...- una sola solución al problema de la violencia y el
terrorismo», en tanto que «el Partido Nacionalista Vasco... se ha interesado por
ofrecer pistas de solución a un problema que es ante todo político».
Siendo esto así, no sorprenderá que, en la perspectiva nacionalista, la acción
política válida es la que se gesta desde los recónditos sentimientos a los que
he aludido. Y es éste el motivo por el que, más allá de las diferencias que
pudieran existir entre ellas, se afirma la voluntad inequívoca de reunir a las
distintas facciones que comparten ese sustrato. De ahí la defensa a ultranza
que, desde el PNV o EA, se realiza de la voz política de ETA, tal como se
evidencia, por ejemplo, en las actuaciones que, desde la ilegalización de Euskal
Herritarrok, encabeza el presidente del Parlamento vasco. No es sorprendente si
se tiene en cuenta que Juan María Atutxa -a quien puedo citar por su nombre,
pues la carta de la que hago uso fue publicada por él hace cosa de un año-, a
pesar de sentirse molesto por la que califica de «injusta pena de aparecer como
filoterrorista ante la opinión pública», se considera portador del «estigma que
nos obliga a algunos, desde hace bastantes años, a dedicar parte de nuestro
tiempo cada día a evitar que esos supuestos amigos íntimos -o sea, los
batasunos- nos retiren definitivamente el uso de la palabra».
Y no sorprenderá tampoco que, para el logro de sus máximos objetivos, los
nacionalistas estén dispuestos, de momento sólo sobre el papel, a arrostrar
cualquier privación. Si Sabino Arana ya se ofreció a sacrificar sus «afectos, la
hacienda y la vida misma», según dejó escrito, sus émulos no le van a la zaga.
Tomás B, que debe ser lector habitual de mis trabajos sobre la economía de la
secesión, escribe: «Créame, esos nubarrones que hay en el horizonte y que usted
tan machaconamente nos recuerda a todos no me inquietan más de lo necesario.
Imagino todas las dificultades que llevaría la independencia de Euskal Herria,
pero le agradecería que no siguiera recordándomelo». Y, para redondear su
argumento, añade citando a Shakespeare: «Si estamos destinados a morir, nuestro
país no tiene necesidad de perder más hombres que los que somos; y si debemos
vivir, cuantos menos seamos, más grande será para cada uno la parte del honor».
Se comprende entonces que, ante tal extremismo, tratar de llegar a soluciones de
compromiso con ellos, más aún si tales arreglos tienen una pretensión de
permanencia, es seguramente una tarea inútil.